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– Su merced deve retraerse de su herronía -le ordenó en ese momento Arukutipa a Efraín- y ací mereser nuestra honrra y rrespeto para ciempre. Y tanbién doña Marta debe retraerse.

– Vuestra antigua ciudad -repuso ésta, poniéndose en pie para que la escucharan con claridad, aunque, en realidad, nos escuchaban perfectamente pues habíamos estado hablando en susurros y, sin embargo, conocían el contenido de nuestra discusión-, vuestra antigua ciudad de Taipikala está siendo estudiada y sacada a la luz, quitando la tierra que se ha acumulado sobre ella durante cientos o, mejor, miles de años. Si no lo hacemos nosotros, otros lo harán, otros que no tendrán tanta consideración ni miramientos. No podéis pararlo. Hace mucho tiempo que las ruinas de Taipikala, o Tiwanacu como disteis en llamarla cuando os invadieron los Incap rúnam, atraen a los investigadores de todo el mundo. Somos vuestra mejor opción. Vuestra única opción -recalcó-. Si Efraín y yo seguimos trabajando allí como lo estábamos haciendo hasta ahora, podremos impedir que os encuentren y dar a conocer lo que hay en la Pirámide del Viajero desde un punto de vista neutro y científico, y, por qué no, también ocultando la información comprometida, de manera que nadie sepa nunca de vuestra existencia. Si son otros quienes, ahora o dentro de cien años, llegan hasta Lakaqullu, estaréis perdidos, porque será cuestión de días que aparezcan por aquí, por Qalamana.

El muchacho, que ya había traducido la arenga de Marta, se retiró para dejar que los ancianos pensaran su respuesta. Al poco, dio un paso y recuperó su lugar. Ninguno había pronunciado una sola palabra.

– Los Capacas prencipales están muy preocupados por Taipikala y por el cuerpo de Dose Capaca, el Viajero -manifestó-, y acimismo por lo que a dicho doña Marta de los investigadores del mundo y por las muchas liciones, dotrinas y testimonios que quedaron en el oro, pero piensa ellos que don Efraín y doña Marta pueden hazer el travajo ancí como a dicho doña Marta y faboreser deste modo a los yatiris de Qalamana. Los Capacas darán agora el consuelo para el castigo del enfermo del hospital y, después, sus mercedes deverán dexar Qalamana para ciempre.

– ¡Qué manía! -bufó Marc.

Pero yo estaba pensando en lo muy confiados que eran los yatiris: unos tipos raros y contagiosos, entre los que había peligrosos españoles, se presentaban de sopetón ante su puerta y les decían que todo aquello por lo que se escondieron ya no existía y los muy listos de los yatiris, en lugar de ponerlo en tela de juicio, iban y se lo creían sin discutir y, encima, los tipos raros les hacían creer que, por su bien, debían entregarles las llaves de su antigua casa. No me entraba en la cabeza que una gente tan especial pudiera ser tan inocente y boba. Aunque, claro, me dije sorprendido, quizá, sin que lo supiéramos, nos habían sometido a algún tipo de prueba con el poder de las palabras y, como le pasó a Marta con la maldición que había enfermado a Daniel, la habíamos superado porque, en realidad, les habíamos contado la verdad.

– Y ancí, doña Marta, prestad atención y se os proveerá del consuelo para el enfermo.

La anciana de la izquierda se incorporó antes de decir:

– Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña.

Miré a Marta y vi que tenía las cejas levantadas en un gesto de indescriptible sorpresa.

– ¿Ya está? -balbució-. ¿Sólo eso?

– Sólo eso, doña Marta -repuso el joven Arukutipa-. Pero tenello en la cavesa bien guardado porque acina lo tendréis que repetir.

– Creo que lo he memorizado aunque, por si acaso, me gustaría decirlo una vez. Me asusta la idea de equivocarme cuando estemos allí.

– No a menester, pero si queréis…

– Jupaxusutaw ak munta jinchu chhiqhacha jichhat uksarux waliptaña -pronunció muy despacio.

– ¿Qué significa? -le pregunté a Efraín bajando la voz.

– Una tontería, compadre: «Él está enfermo y esto quiero: que el viento que penetra los oídos le sane desde ahora.»

– ¿Ya está? -me sorprendí.

– Lo mismo dijo Marta -repuso él, volviendo a poner su atención en la conversación con Arukutipa y los Capacas.

Pero la conversación había llegado a su fin. El traductor, inclinando la cabeza, se estaba despidiendo de nosotros y los Capacas se incorporaban solemnemente dando por terminado el encuentro. Un poco desconcertados, les imitamos. Por detrás del gran tapiz que quedaba a la izquierda apareció nuestro guía, el simpático Luk'ana, con la misma cara de desprecio y las mismas cejas raras que tenía cuando se marchó. Quizá ya sabía que le habíamos salvado la vida, o quizá no, pero, en cualquier caso, su rostro no demostraba el menor agradecimiento ni el menor alivio por no tener que morir esa noche.

– Salgan en pas desta ciubdad de Qalamana -se despidió de nosotros Arukutipa. Los Capacas no se molestaron ni en eso; se limitaron a marcharse por donde habían venido con la misma gran indiferencia con la que habían entrado en aquella sala dos o tres horas antes.

Luk'ana nos hizo un gesto con la mano para que le siguiéramos y, tras él, volvimos al inmenso recibidor de aquel grandioso tocón. Yo casi me había olvidado del extraño mundo en el que nos encontrábamos y su realidad me sorprendió de nuevo cuando pisamos el vestíbulo, que ahora estaba vacío de guardias. El guía cogió una de las lámparas de aceite que descansaban encendidas sobre las mesas y se la entregó a Lola y, luego, le dio otra a Gertrude y, así, hasta que todos tuvimos en las manos una de aquellas salseras luminosas de piedra. Entonces, con un pequeño esfuerzo, abrió él solo las dos pesadas hojas del portalón y nos dimos cuenta de que, afuera, todo estaba oscuro y de que el aire que entraba era frío, casi gélido. Se había hecho de noche mientras hablábamos con los Capacas.

Recorrimos a la inversa el mismo laberinto aéreo de ramas que habíamos seguido para llegar hasta allí sólo que, ahora, caminábamos más despacio, observando con curiosidad las luces que salían por las ventanas de las viviendas construidas dentro de los árboles. Era una imagen sobrenatural, casi arrebatada, más propia de un dibujo de Escher que de una selva tropical, de modo que, a falta de una cámara con la que robarle al tiempo aquel instante, hice un esfuerzo por retener en mi memoria todos los detalles, hasta los más pequeños, porque, probablemente, nunca regresaría a aquel lugar y nadie, además de nosotros, sabría de su existencia, así que sería un recuerdo único al que, con toda seguridad, volvería a lo largo de mi vida en multitud de ocasiones.

Atravesamos la inmensa plaza iluminada, ahora desierta, y cruzamos el último puente vegetal hasta el tronco del árbol que conducía a la salida. Descendimos en silencio por la rampa y llegamos a la sala tubular inferior donde Luk'ana, deteniéndose, nos hizo un gesto imperioso para que dejásemos las lámparas en el suelo y entrásemos en el túnel oscuro que nos devolvería a la selva. Entonces, Marta se volvió y le dijo a nuestro guía:

– Yuspagara.

El otro ni se inmutó.

– Yuspagara -insistió ella, pero Luk'ana mantuvo su cara de póker-. ¿Podéis creeros que le estoy dando las gracias?

– Déjalo, anda -le dije, cogiéndola por el codo y empujándola suavemente hacia el túnel-. No vale la pena.

– ¡Chau, carajo! -escuché decir a Efraín casi al mismo tiempo.

Y los seis nos introdujimos en la negrura del túnel sin que, en esta ocasión, se viera ningún tipo de luz al fondo. Aquella salida a oscuras fue nuestra despedida del mundo de los yatiris.

Cuando llegamos al exterior, apartando con las manos los helechos gigantes que ocultaban el acceso, avanzamos como ciegos hacia el camino que habíamos abandonado a primera hora de la tarde, marchando en línea recta para no perdernos. Pero, en cuanto separamos las últimas hojas plumosas, la tenue luz de unas hogueras nos deslumbró, haciéndonos parpadear. Segundos después, vislumbramos en la distancia a los Toromonas sentados en torno a varios fuegos, charlando animadamente y esperándonos.

Nos recibieron con gestos sobrios y grandes sonrisas. Parecían estar indicándonos que habíamos recibido un gran honor al ser acogidos en aquel mundo arbóreo y que, por ello, ahora éramos más dignos de respeto. El jefe toromona nos llamó por gestos y nos invitó a sentarnos con su grupo de cabecillas y el viejo chamán, y él mismo nos ofreció las partes más suculentas del gran mono aullador que se tostaba lentamente al fuego.