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Dormimos allí aquella noche y pasamos un frío terrible. Por suerte, los indios habían utilizado una madera especial para hacer las hogueras que ardía liberando mucho calor y que mantuvo milagrosamente encendidas las llamas hasta el amanecer del día siguiente, cuando emprendimos el largo camino de vuelta hacia la ciudad en ruinas que ahora sabíamos que se llamaba Qhispita y que fue, probablemente, un asentamiento yatiri que sirvió de cabeza de puente hacia Qalamana cuando decidieron huir del Altiplano. No teníamos ni idea de cómo iríamos desde Qhispita hasta la salida del Parque Nacional Madidi, pero estábamos seguros de que se nos irían ocurriendo soluciones a medida que nos fuéramos acercando al problema. Resultaba sorprendente la nueva forma que teníamos de afrontar las cosas; perdíamos a la velocidad de la luz los restos de nuestro antiguo pelaje de urbanícolas.

Aquella mañana era la del martes 16 de julio y hacía exactamente treinta días que habíamos salido de La Paz. Todavía teníamos otro mes por delante para hacer el camino de regreso hasta la civilización, pero fue un tiempo que se pasó volando, sobre todo las tres semanas que tardamos en llegar a Qhispita, porque durante el día seguíamos aprendiendo multitud de cosas útiles de los Toromonas y, por la noche, sosteníamos largas conversaciones junto al fuego recordando y analizando la tarde que habíamos pasado con los Capacas de los yatiris. Durante los primeros días nos resultó imposible comentarlo. Los seis sufríamos una especie de bloqueo que no nos permitía aceptar lo sucedido. Nos resistíamos a reconocer públicamente la vergonzante idea de que habíamos vivido una experiencia inexplicable desde el punto de vista racional. No era fácil admitir algo así. Sin embargo, como buenos hijos del Positivismo Científico, acabamos por afrontarlo desde la perspectiva menos deshonrosa.

Cada uno de nosotros había retenido fragmentos distintos de la historia que nos había sido transmitida mediante el extraño cántico y, por lo tanto, la primera polémica que sostuvimos fue acerca de la forma en la que habíamos comprendido el mensaje los que no entendíamos el aymara. Sólo cabían dos explicaciones posibles: una era la telepatía y otra la voz de Marta, que estuvo traduciendo sin parar todo lo que los ancianos revelaban. Sabíamos que la telepatía no era una patraña, que, durante todo el siglo XX y, especialmente, durante la Guerra Fría entre EE. UU. y la URSS, el tema había sido estudiado muy en serio y su práctica estaba más que comprobada, pero, aun así, sonaba demasiado mal, demasiado circense, más propio de adivinos de feria que de trabajo de laboratorio, así que finalmente optamos por quedarnos con la versión políticamente correcta: fue la voz de Marta, superpuesta al cántico, la que nos transmitió realmente el contenido de la historia. No mencionamos en ningún momento la falta de comunicación verbal entre Arukutipa y los Capacas, dejando el asunto de lado como si no nos hubiéramos dado cuenta. De manera inconsciente, estábamos haciendo lo mismo que los investigadores a los que tanto habíamos criticado por no afrontar valientemente los enigmas de Taipikala.

Con el pasar de los días, sin embargo, empezamos a analizar el mensaje. Lola, como siempre, fue la primera en hacerlo:

– No es por incordiar -se disculpó de antemano una noche, mientras nos sentábamos junto al fuego-, pero no puedo quitarme de la cabeza la idea de que, según los Capacas, la última Era Glacial no duró dos millones y medio de años sino que fue el resultado de una catástrofe más o menos breve ocurrida por el choque de gigantescos meteoritos contra la superficie de la Tierra.

– No podemos creernos eso -murmuró Marc-. Va contra toda la geología moderna.

– Daría cualquier cosa por un cigarrillo -murmuró Marta.

– No has vuelto a fumar desde que salimos de La Paz, ¿eh? -le dijo Gertrude satisfecha.

– ¿Estáis cambiando de tema? -les preguntó Lola con la mosca detrás de la oreja.

– No, en absoluto -replicó Marta, incorporándose a medias y mirándola-. Sabía que, antes o después, tendríamos que hablar de todo aquello. Precisamente por eso necesito un cigarrillo.

– Pues yo estoy convencida de que hay mucha verdad en la historia que nos contaron -manifestó Gertrude de repente.

– ¿También la parte que hablaba de que la vida llegó en piedras humeantes desde el cielo? -preguntó Marc, irónico.

– No te creas que es tan raro -objeté yo, arrancando una hierba del suelo y comenzando a enredarla entre mis dedos-. Eso es exactamente lo que afirman las últimas teorías sobre la aparición de la vida en la Tierra. Como no hay forma de explicar cómo demonios se originó, ahora dicen que vino de fuera; que el ADN, el código genético, llegó a lomos de un meteorito.

– ¿Lo veis…? -sonrió Gertrude-. Y si seguimos escarbando, encontraremos muchas más cosas así.

Lola carraspeó.

– Pero, entonces… -dijo, insegura-. ¿Qué pasa con eso de que la vida creó a todos los animales y plantas del mundo al mismo tiempo? ¿Nos cargamos también la Teoría de la Evolución?

Ahí estaba mi tema favorito, me dije cargando rápidamente baterías. Pero Gertrude se me adelantó:

– Bueno, la Teoría de la Evolución ya no es aceptada por mucha gente. Sé que suena raro pero es que, en Estados Unidos, es un asunto que lleva muchos años investigándose por motivos religiosos. Ya sabéis que en mi país hay una fuerte corriente fundamentalista y esa gente se empeñó hace tiempo en demostrar que la ciencia estaba equivocada y que Dios había creado el mundo tal y como dice la Biblia.

– ¿En serio? -se sorprendió Marc.

– Perdona que te lo diga, Gertrude -comentó la mercenaria con su habitual aplomo-, pero los yanquis sois muy raros. A veces tenéis cosas que… En fin, tú ya me entiendes.

Gertrude asintió.

– Estoy de acuerdo -admitió sonriendo.

– Bueno, pero ¿a qué venía lo de los fundamentalistas? -pregunté.

– Pues venía a cuento de que, bueno… En realidad se llaman a sí mismos creacionistas. Y, sí, encontraron las pruebas.

– ¿Las pruebas de que Dios había creado el mundo? -me reboté.

– No, en realidad, no -repuso ella, divertida-. Las pruebas de que la Teoría de la Evolución era incorrecta, de que Darwin se equivocó.

Efraín parecía conocer bien el asunto porque asentía de vez en cuando, pero no así Marta, que se revolvió como si la hubiera picado una pucarara.

– Pero, Gertrude -protestó-, ¡no puede haber pruebas contra la evolución! ¡Es ridículo, por favor!

– Lo que no hay, Marta -dije yo-, son pruebas de la evolución. Si la teoría de Darwin hubiera sido demostrada ya -y recordé que le había dicho lo mismo a mi cuñada Ona no hacía demasiado tiempo-, no sería una teoría, sería una ley, la Ley de Darwin, y no es así.

– Hombre… -murmuró Marc, mordisqueando una hierbecilla-, a mí nunca terminó de convencerme eso de que viniéramos del mono, por muy lógico que parezca.

– No hay ninguna prueba que demuestre que venimos del mono, Marc -le dije-. Ninguna. ¿O qué te crees que es eso del eslabón perdido? ¿Un cuento…? Si hacemos caso a lo que nos contaron los Capacas, el eslabón perdido seguirá perdido para siempre porque nunca existió. Supuestamente los mamíferos venimos de los reptiles, pero de los innumerables seres intermedios y malformados que debieron existir durante miles de millones de años para dar el salto de una criatura perfecta a otra también perfecta, no se ha encontrado ningún fósil. Y pasa lo mismo con cualquier otra especie de las que hay sobre el planeta.

– ¡No puedo creer lo que estoy oyendo! -me reprochó Lola-. ¡Ahora va a resultar que tú, una mente racional y analítica como pocas, eres un zopenco ignorante!

– Me da igual lo que digas -repuse-. Cada uno puede pensar lo que quiera y plantearse las dudas que le dé la gana, ¿o no? A mí nadie puede prohibirme que pida pruebas de la evolución. Y, de momento, no me las dan. Estoy harto de oír decir en la televisión que los neandertales son nuestros antepasados cuando, genéticamente, tenemos menos que ver con ellos que con los monos.