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Tardamos dos días y medio en alcanzar el Beni y, desde allí, dos días más hasta encontrar un minúsculo poblado llamado San Pablo en el que sólo vivían tres o cuatro familias indígenas que, por supuesto, no tenían teléfono ni sabían lo que era, pero sí disponían de unas magníficas canoas en las que se ofrecieron a llevarnos hasta otro asentamiento llamado Puerto de Ixiamas, cincuenta kilómetros río arriba. Habíamos previsto la reacción que nuestro desastrado aspecto y nuestra súbita aparición podían producir en cualquiera que nos viera, de modo que contamos una truculenta historia sobre un accidente de avioneta en el que lo habíamos perdido todo y una dramática historia de supervivencia en la selva. Aquella gente, que tenía un aspecto incluso peor que el nuestro, nos miraba sin entender muy bien lo que les estábamos contando (era gente sencilla que sabía poco castellano) pero, con todo, nos dieron de cenar, nos permitieron dormir en el interior de una de sus cabañas de madera y, al día siguiente, nos llevaron hasta Puerto de Ixiamas, que resultó no ser mucho más grande que San Pablo pero con teléfono, un teléfono que sólo tenía línea cuando se conectaba un viejo generador de gasolina y que, aun así, ofrecía pocas garantías de funcionamiento. Después de un par de horas de infructuosos intentos a través de varias centralitas locales, Efraín pudo ponerse en contacto con uno de sus hermanos y contarle, aproximadamente, nuestra situación. Su hermano, que era un pacífico profesor de matemáticas poco dado a semejantes sobresaltos, reaccionó con bastante sangre fría y se comprometió a esperarnos en la última localidad ribereña antes de Rurrenabaque, Puerto Brais, dos días después con ropa y dinero.

Estábamos en los confines del mundo, en unos rincones perdidos de la selva donde jamás llegaba nadie y donde no tenían costumbre de ver a blancos ni oír hablar castellano. Seguíamos rozando la Terra Incognita pero, a bordo de las canoas de las gentes del río, llegamos en la fecha prevista hasta Puerto Brais, a unos quince kilómetros de nuestro destino, donde, en efecto, el hermano de Efraín, Wilfredo, con la confusión pintada en la cara, nos recibió con grandes abrazos y una maleta. No pudimos pasar muy desapercibidos en aquel pequeño embarcadero, ni tampoco en el barucho en el cual nos aseamos y nos cambiamos rápidamente de ropa, pero cuando subimos en la última embarcación con destino a Rurre parecíamos tranquilos turistas que regresaban de un agradable paseo por las cercanías.

Como habíamos perdido las reservas que dejamos pagadas a la venida, Wilfredo había tenido que comprar en El Alto los siete pasajes para el vuelo de regreso a La Paz que salía aquella misma noche (seguían habilitando vuelos especiales para los turistas), de manera que pasamos la tarde sentados primero en un bar y, luego, en un parque, intentando no llamar excesivamente la atención. A la hora prevista, caminamos tranquilamente hasta las oficinas de la TAM desde donde partía la buseta con destino al aeródromo de hierba.

Aterrizamos, por fin, en El Alto a las diez y pico de la noche y nos despedimos de Wilfredo antes de montarnos en dos radio-taxis que nos condujeron hasta la casa de Efraín y Gertrude. Jamás había sentido una conmoción tan fuerte como la que sufrí atravesando en el interior de un vehículo las calles de La Paz. La velocidad me sorprendía. Era como haber estado mucho tiempo en otro planeta y haber vuelto a la Tierra. Todo me parecía nuevo, extraño, rápido y demasiado ruidoso, y, además, hacía un frío seco e invernal al que ya no estaba acostumbrado.

Gertrude y Efraín se acercaron hasta el domicilio de unos vecinos que tenían una copia de las llaves de su casa por si ocurría algo. Con ellas abrieron la puerta y sólo entonces, allí, comprendimos que habíamos regresado de verdad. Nos mirábamos y sonreíamos sin decir nada, tan perplejos como un grupo de críos en su primer día de colegio. Las maletas de Marc y Lola y las mías estaban en el cuarto de invitados, de modo que nos duchamos, nos pusimos nuestras propias ropas, nos sentamos en sillas normales en torno a la mesa del comedor y, usando platos, cubiertos y servilletas, tomamos una magnífica cena que nos trajeron desde un restaurante cercano. Luego, aún algo atontados por el cambio, encendimos el televisor y nos quedamos pasmados contemplando las imágenes que salían en la pantalla y escuchando las voces y la música. Todo seguía siendo muy raro pero lo que a mí más me sorprendía era ver a los otros bien peinados, con las manos y las uñas aseadas y vestidos con pantalones largos, faldas, blusas y jerseys limpios y sin desgarrones. Parecían distintos.

Había algo, sin embargo, que no podía posponer más. Hacía casi dos meses que me había despedido de mi abuela con la promesa de ponerme en contacto con ella en cuanto me fuera posible, pensando que sería cuestión de un par de semanas. De modo que la llamé. En España eran las seis de la tarde. Como cualquier abuela del mundo, la mía no lo había pasado bien durante el tiempo que había estado sin saber nada de mí pero, pese a su preocupación (que estuvo a punto de hacerla llamar a la policía boliviana al menos en un par de ocasiones, según me contó), había conseguido mantener a mi madre bajo control convenciéndola de que yo estaba bien y de que llamaba con frecuencia.

– ¿Y dónde le has dicho que estoy? -le pregunté-. Es para no meter la pata cuando vuelva.

– Ya sabes que yo no miento nunca -repuso con firmeza.

¡No, por favor!, pensé horrorizado. ¿Qué demonios les habría contado?

– Que te habías ido a la selva del Amazonas a buscar unos remedios naturales para curar a Daniel. Unas hierbas. ¡No quieras saber la cara que puso tu madre! En seguida empezó a contárselo a todas sus amistades como si fuera algo muy chic. Tienes a media Barcelona esperándote muerta de curiosidad.

Hubiera querido matarla de no haber sido porque me sentía feliz de oírla y de regresar, en cierto modo, a la normalidad.

– ¿Las has conseguido, Arnauet?

– ¿Que si he conseguido qué?

– Las hierbas… Bueno, lo que sea. Tú ya me entiendes. -Emitió un largo suspiro y me dio la impresión de que lo que hacía en realidad era disimular la exhalación del humo de un cigarrillo-. Lo he tenido que contar tantas veces por culpa de tu madre que casi he llegado a creérmelo.

– Es posible, abuela. Lo sabremos cuando volvamos.

– Pues tu hermano está en su casa. Nos lo llevamos del hospital hace mes y medio. No ha mejorado nada; el pobrecito sigue igual que cuando te marchaste. Ahora ya ni habla. Espero que eso que le traes sirva para algo. ¿No quieres decirme de qué se trata?

– Estoy llamándote desde casa de unos amigos y es una conferencia internacional, abuela. Te lo contaré cuando esté allí, ¿vale?

– ¿Cuándo vuelves? -quiso saber.

– En cuanto consigamos los billetes para España. Pregúntale a Núria. Voy a llamarla ahora mismo para que se encargue de todo. Ella te mantendrá informada.

– ¡Qué ganas tengo de verte!

– Y yo a ti, abuela -dije sonriendo-. ¡Ah, por cierto! Hay una cosa que tengo que pedirte. Busca el momento adecuado para que pueda quedarme a solas con Daniel. No quiero a nadie en la habitación mirando, ni en el salón esperando, ni en la cocina preparando la cena. La casa tiene que estar vacía. Además, iré con alguien.

– ¡Arnau! -se escandalizó-. ¡No se te ocurrirá traer a un chamán indio a casa de tu hermano, ¿verdad?!

– ¡Pero cómo quieres que lleve a un chamán! -me sublevé-. No. Se trata de Marta Torrent, la jefa de Daniel.

Se hizo un largo y significativo silencio al otro lado del hilo telefónico.

– ¿Marta Torrent…? -dijo, al fin, con voz vacilante-. ¿Esa no es la bruja de la que habla Ona?

– Sí, esa misma -admití, mirando a Marta a hurtadillas y observando cómo Lola y ella se reían de algo que veían en el televisor-. Pero es una gran persona, abuela. Ya te la presentaré. Verás como te gusta. Ella es quien va a curar a Daniel.

– No sé, Arnauet… -titubeó-. No veo claro eso de traer a Marta Torrent a casa de Ona y de tu hermano. Ona podría ofenderse. Ya sabes que considera a Marta responsable de la enfermedad de Daniel.

– Mira, abuela, no me obligues a contarte ciertas cosas en este momento. -Me enfadé; recordar las estupideces que mi hermano y mi cuñada decían sobre Marta me ponía de mal humor-. Tú haz lo que yo te digo y déjame a mí el resto. Busca la manera de que la casa se quede vacía y de que Marta y yo podamos entrar sin que nadie se entere.

– ¡Me pones en cada aprieto, hijo mío!

– Tú vales mucho, nena -bromeé.

– ¡Naturalmente que valgo mucho! Si no fuera así, no sé qué habría sido de esta familia. Pero insisto en que me sigues poniendo en una situación muy difícil con tu cuñada.

– Lo harás bien -la animé, zanjando la conversación-. Te veré dentro de unos días. Cuídate hasta que yo vuelva, ¿vale?

Cuando me despegué el auricular de la oreja después de hablar con mi abuela y con Núria, ya no era la civilización la que me resultaba extraña sino el recuerdo de la selva. Como por arte de magia, había recuperado los hábitos normales de conducta y sentía que volvía a ser el mismo Arnau Queralt de antes. Pero no, me dije. Seguramente, no del todo.