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– ¿Marta Torrent…? -dijo, al fin, con voz vacilante-. ¿Esa no es la bruja de la que habla Ona?

– Sí, esa misma -admití, mirando a Marta a hurtadillas y observando cómo Lola y ella se reían de algo que veían en el televisor-. Pero es una gran persona, abuela. Ya te la presentaré. Verás como te gusta. Ella es quien va a curar a Daniel.

– No sé, Arnauet… -titubeó-. No veo claro eso de traer a Marta Torrent a casa de Ona y de tu hermano. Ona podría ofenderse. Ya sabes que considera a Marta responsable de la enfermedad de Daniel.

– Mira, abuela, no me obligues a contarte ciertas cosas en este momento. -Me enfadé; recordar las estupideces que mi hermano y mi cuñada decían sobre Marta me ponía de mal humor-. Tú haz lo que yo te digo y déjame a mí el resto. Busca la manera de que la casa se quede vacía y de que Marta y yo podamos entrar sin que nadie se entere.

– ¡Me pones en cada aprieto, hijo mío!

– Tú vales mucho, nena -bromeé.

– ¡Naturalmente que valgo mucho! Si no fuera así, no sé qué habría sido de esta familia. Pero insisto en que me sigues poniendo en una situación muy difícil con tu cuñada.

– Lo harás bien -la animé, zanjando la conversación-. Te veré dentro de unos días. Cuídate hasta que yo vuelva, ¿vale?

Cuando me despegué el auricular de la oreja después de hablar con mi abuela y con Núria, ya no era la civilización la que me resultaba extraña sino el recuerdo de la selva. Como por arte de magia, había recuperado los hábitos normales de conducta y sentía que volvía a ser el mismo Arnau Queralt de antes. Pero no, me dije. Seguramente, no del todo.

Epilogo

Dos días después, el viernes, 16 de agosto, subirnos al avión que nos llevaría hasta Perú. En esta ocasión, como viajaríamos en sentido contrario al sol, llegaríamos a España dos días después, el domingo 18, aunque el total del viaje duraría las mismas veintidós horas y pico. Nos despedimos de Efraín y Gertrude en El Alto con grandes abrazos e intercambiando compromisos de vernos pronto en un país o en otro. Marta regresaría a Bolivia a principios de diciembre para continuar con las excavaciones en Lakaqullu durante la Navidad y yo llevaba conmigo la grabación de Gertrude de la conversación con los Capacas.

– Cuéntame todo lo que hagas -me pidió por enésima vez- y tenme al tanto de lo que vayas encontrando.

– ¡No sea usted tan pesada, por favor! -le reprochó Efraín estrechando con fuerza mi mano.

– No te preocupes, doctora -le dije-. Vas a saberlo todo minuto a minuto.

Antes de despegar, Marc se tomó unas pastillas que le entregó Gertrude y que le dejaron fuera de juego incluso antes de que el avión se alzara en el aire. Nos costó trabajo despertarlo cuando aterrizamos en el aeropuerto de Lima y también en los sucesivos aeropuertos en los que tomábamos tierra y volvíamos a despegar. Las pastillas de Gertrude (de las que iba bien provisto) le mantuvieron en estado de coma hasta llegar a España y, según reconoció más tarde, aquel viaje fue el más agradable que había hecho en toda su vida.

– ¿Qué mejor manera de morir -farfullaba somnoliento en el aeropuerto de Schiphol- que hacerlo sin enterarse?

Antes de que cada uno de los aviones en los que embarcábamos encendiera los motores y las pastillas hicieran de nuevo su efecto, se despedía amargamente de Proxi, de Marta y de mí (especialmente de Proxi, claro) «por si no volvíamos a vernos». La cosa llegó a tal punto que juré por lo más sagrado que no viajaría con él en avión en lo que me quedaba de vida. Lola no tenía más remedio que aguantarse, pero yo podía ahorrarme tranquilamente aquellas dramáticas situaciones.

Por fin, durante el último vuelo, el que nos llevaría desde Holanda hasta Barcelona, Marta y yo nos sentamos tres filas más atrás que Marc y Lola. Era el momento que había estado esperando para hablar tranquilamente con ella sobre el problema de Danieclass="underline"

– ¿Has tomado ya alguna decisión respecto a mi hermano? -le pregunté poco después de que nos sirvieran la bandeja del almuerzo, apenas media hora después de despegar. Hasta entonces habíamos estado charlando sobre ordenadores y me había pedido con mucho interés que le enseñara mi «casa robótica», según sus propias palabras.

No respondió a mi pregunta inmediatamente. Permaneció callada durante unos largos segundos aparentando que ponía toda su atención en los manjares de plástico que teníamos delante. Hubiera preferido, con diferencia, un buen trozo de tucán asado antes que aquellas porquerías. Marta carraspeó.

– Si se cura -murmuró llevándose el tenedor con un poco de ensalada seca a la boca-, me gustaría hablar con él antes de hacer nada.

– Creo que temes que te pida que no le denuncies.

– Estoy segura de que no harías eso.

Sonreí.

– No, no lo haría -confesé, apartando la bandeja y girándome hacia ella todo lo que el estrecho espacio me permitía para poder mirarla-. Pero me gustaría saber qué opciones tienes.

– El robo de material de investigación de un departamento es algo muy serio, Arnau. No creas que me va a resultar fácil tomar una decisión. Todavía no puedo creer que Daniel fuera capaz de coger documentación de mis archivos. Me he preguntado mil veces por qué lo haría. No consigo entenderlo.

– Pues, aunque te cueste creerlo, lo hizo por mí -le expliqué-. No, no por mi culpa ni tampoco por hacerme un favor. Yo también he estado dándole muchas vueltas al asunto y, aunque todos somos ciegos cuando se trata de nuestra propia familia, creo que mi hermano siempre ha sentido una gran rivalidad hacia mí. Celos seguramente, o envidia. No sabría precisar.

– ¿Anhelo de la primogenitura…? -insinuó ella medio en broma medio en serio.

– Anhelo de triunfo fácil, de dinero rápido.

– ¿Ése es tu caso? -se extrañó.

– No, en absoluto. Pero él siempre lo vio así. O quiso verlo así. O se equivocó y lo entendió así. ¿Qué más da…? Lo que cuenta es que para conseguir un gran triunfo con el descubrimiento del poder de las palabras te robó el material de Taipikala.

– Efraín y yo no íbamos tan adelantados como él -admitió, abandonando también la comida después de un par de infructuosos intentos por tragarla.

– Daniel es muy inteligente.

– Lo sé. Los dos hermanos lo sois. El parecido no es sólo físico. Por eso confiaba tanto en él y en sus posibilidades. Pero no puedo pasar por alto lo que hizo. Entiéndelo, soy la jefa del departamento y uno de mis profesores cometió una infracción que, algún día, podría volver a repetir.

– Quizá no -insinué.

Ella volvió a quedarse callada.

– Quizá no -admitió al cabo del rato-, pero soy desconfiada por naturaleza y lo que no puedo ignorar es esa parte del cerebro de Daniel que le permitió entrar en mi despacho y robar el material de mis archivos. Puede que no vuelva a hacerlo, es cierto, pero ¿no hay algo dentro de él que funciona de manera equivocada, algo que siempre que desee alguna cosa ajena a sus posibilidades le diga: «Adelante, ya sabes cómo conseguirlo»?

– Necesitará ayuda -declaré.

– Sí, sí la necesitará. Tiene que volver a aprender que hay reglas y límites, que no todos nuestros deseos son alcanzables y que no hay atajos ni trenes de alta velocidad para llegar hasta donde queremos, que siempre cuesta un gran esfuerzo conseguir las cosas.

– Todos cometemos errores alguna vez.

– Cierto. Por eso necesito saber qué hay en su cabeza antes de tomar cualquier decisión. Quizá también tú deberías sentarte con él y explicarle detalladamente lo mucho que te ha costado tener lo que tienes.

Consideré sus palabras. Claro que pensaba hablar con mi hermano, pero no para contarle mi vida sino para explicarle con contundencia lo que pensaba de la inmensa estupidez que había cometido. Aunque tal vez Marta tenía razón. Quizá resultase más efectivo hacer lo que ella decía, pero ¿cómo sentarme con mi hermano para hablar así de esas cosas? No tenía claro que supiese hacerlo.

– Cambiando de tema… -dijo ella, girándose también todo lo posible en su butaca para quedar encarada hacia mí-. ¿Has pensado que sería mejor que estuviésemos a solas con Daniel cuando tenga que repetirle la frase que me enseñaron los yatiris?

– La recuerdas, ¿verdad? -me alarmé.

– ¡Pues claro que la recuerdo, no seas tonto! ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante? Bueno, ¿qué dices de lo de estar a solas con él? Es que creo que me resultaría muy violento ejercer de bruja de la tribu en presencia de tu familia.