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– Hala, venga, marchaos -dijo una voz débil y temblorosa desde el sofá del fondo-. Os van a cerrar las tiendas.

Era mi abuela. ¿Por qué tenía esa voz tan rara?

– ¿Pero es que tú no te vas con ellos? -le pregunté con una mirada inquisitiva, mientras saludaba a Clifford, quien, como Ona, había mejorado bastante desde la última vez. El tiempo hace que nos acostumbremos a todo, incluso a las experiencias más dolorosas.

– A tu abuela acaba de darle ahora mismo un mareo -anunció mi madre-. Por eso no nos ha dado tiempo a llamarte. Pero como la pobre no quiere estropearnos la tarde, se ha empeñado en que nos vayamos sin ella. ¿Podrás cuidarla, Arnie? Te dejamos a cargo de tu hermano y de la abuela, así que tienes doble trabajo. Si se pone peor… -dijo, cogiendo su bolso y alargándole a Clifford la bolsa de Dani, con los pañales, los biberones, las mudas y toda esa increíble cantidad de cosas que necesitan los niños para ir a cualquier sitio-. ¿Me estás oyendo, Arnau?

– Claro que te oigo, mamá -murmuré distraído, echándole disimuladamente a mi abuela una mirada de esas que hubieran asustado al miedo.

– Te estaba diciendo que si la abuela se pone peor que me llames inmediatamente al móvil. ¿Estarás bien, mamá? -le preguntó, inclinándose hacia ella para darle un beso de despedida.

Mi abuela, poniendo cara de circunstancias, se dejó besar y suspiró con tristeza.

– No os preocupéis por mí. Pasadlo bien.

Salieron todos otra vez por el pasillo en dirección a la puerta y mi madre giró la cabeza para hablarme en susurros:

– No te impresiones cuando entres en la habitación y veas a tu hermano. La cama consume mucho, ya lo sabes. Está muy flaco y demacrado, pero es normal. Tómalo con calma. Y no pierdas de vista a la abuela. ¡Tenía que pasar antes o después! ¿Verdad, Clifford? -Clifford asintió sin decir nada-. Fíjate, la pobre, con las ganas que tenía de que nos fuéramos todos juntos a pasear y, en el último momento, se ha puesto fatal. Pero es que, le guste o no le guste, ya es muy mayor y estas cosas le pasan a la gente de su edad. ¡Mucho ojo con ella, Arnau!, a ver si va a pasarle algo y tenemos un disgusto. Cuida de los dos, ¿eh, hijo? Luego, cuando volvamos…

– Eulalia -la llamó Ona desde el rellano, con la puerta del ascensor abierta.

– Bueno, nos vamos, pero lo que te iba a decir -yo empujaba la puerta del piso suavemente para obligarla a largarse-, lo que te iba a decir era que esta noche cenaremos todos juntos aquí. Toda la familia reunida. ¿De acuerdo?

«¡Ni muerto!», pensé. «¡Tengo otras cosas mucho más interesantes que hacer esta noche!»

– Eulalia -insistió Ona-. Están llamando al ascensor desde otros pisos.

– ¡Ya voy, ya voy! Bueno, acuérdate de todo lo que te he dicho, Arnie.

– Sí, mamá -y cerré la puerta de golpe, volviéndome hacia la mentirosa más grande del mundo dispuesto a decirle cuatro cosas bien dichas. Pero ella ya se había levantado del sofá, fresca como una rosa, y me esperaba en pie y sonriendo. Podía ver su excelente aspecto gracias a la luz de la tarde que entraba por el balcón.

– ¿Sabes que eres una tramposa y que vas a tener que confesarte muchas veces por lo que has hecho esta tarde? -le grité, avanzando hacia ella con pasos de gigante.

– ¡Calla, que van a oírte! -me pidió con cara de susto, llevándose un dedo a los labios-. Ven aquí. ¿Creías que iba a perdérmelo? ¡De ninguna manera! Además, me lo debes. He estado encubriéndote durante dos meses. Por cierto, ¿dónde está Marta?

– En la cafetería que hay al doblar el chaflán en el que siempre aparco el coche.

– Espero que no la vean.

– Sólo la conoce Ona y no creo que se fije -repuse, tomando asiento y mirando las plantas que mi cuñada tenía en la terraza. En el espacio más pequeño que se pueda imaginar se amontonaban decenas de macetas con todo tipo de flores.

– ¡Tendrías que oír las cosas que Ona dice de ella! ¡Si llega a enterarse de que ha venido a su casa, nos matará a ti y a mí!

– Tengo algo que contarte, abuela -dije con toda la pena del mundo, cogiéndola de la mano y obligándola a sentarse a mi lado. Sabía que lo que iba a explicarle sobre su nieto Daniel le iba a hacer mucho daño, pero no tenía otro remedio; ella era la más lúcida de la familia y, si curábamos a mi hermano, necesitaría su ayuda para afrontar lo que, necesariamente, vendría después. Además, las tonterías que decía mi familia sobre Marta debían terminarse. Empecé poniéndola en antecedentes sobre la investigación de los quipus y los tocapus, aunque sin entrar en detalles para no embrollarla. De la manera más suave y breve que pude le referí lo del robo del material del despacho de la catedrática y lo que había pasado con la maldición. Y mientras le aclaraba qué era lo que habíamos ido a buscar de verdad a la selva y lo que habíamos encontrado allí, llamé a Marta para que subiera.

Mi abuela se vino abajo cuando supo la verdad. Era la mujer más fuerte que conocía (bueno, Marta era igual de fuerte, pero a mi abuela la había visto afrontar problemas muy serios en esta vida y resolverlos con absoluta entereza), sin embargo, cuando supo que su nieto Daniel había robado documentos importantes del despacho de su jefa, se hundió y empezó a llorar. Nunca, hasta ese día, la había visto derramar una sola lágrima, así que me quedé helado y hecho polvo. Afortunadamente, reaccioné y la abracé con fuerza. Le dije que entre ella y yo haríamos lo posible y lo imposible por ayudar a Daniel. En ese momento se oyó el timbre y la dejé un momento para ir hasta el telefonillo y abrir la puerta de abajo. Luego, mientras Marta subía, corrí de nuevo a su lado pero, para mi sorpresa, la encontré recuperada y con los ojos totalmente secos.

– ¿Y esta mujer, la catedrática -me preguntó con recelo-, viene a ayudar a Daniel después de lo que él le hizo?

– ¡Abuela! -la recriminé, saliendo disparado otra vez hacia el recibidor; acababa de sonar el timbre de nuevo-. Marta es una buena persona. Tú también lo harías… Cualquiera lo haría.

– Supongo que sí -la escuché decir mientras abría la puerta. Allí, con un gesto serio en la cara, estaba la mujer por la que cada uno de los miembros de mi familia sentía algo distinto y polémico. Incluido yo.

– Pasa, por favor -le pedí. Mi abuela ya se acercaba por el pasillo para recibirla-. Abuela, ésta es Marta Torrent, la jefa de Daniel. Marta, ésta es mi abuela Eulalia.

– Gracias por venir -le dijo mi abuela con una sonrisa.

– Encantada de conocerla. Supongo que Arnau ya le habrá explicado, más o menos, la tontería que pensamos hacer.

– No pasa nada por intentarlo, ¿verdad? Te agradezco mucho que estés aquí. Y, por favor, háblame de tú. Cuando se tienen más de ochenta años el usted se lleva mal.

Marta sonrió y los tres avanzamos despacio hacia el fondo de la casa. La puerta de la habitación de mi hermano, que estaba entornada, quedaba justo entre la entrada del salón y el extremo cercano del sofá, frente a la pequeña mesa redonda de comedor.

– ¿Queréis tomar algo antes de…? -empezó a decir mi abuela sin saber cómo acabar.

– Yo no quiero nada -rehusé, nervioso.

– Yo tampoco, gracias. Prefiero ver a Daniel primero. Si… -Marta titubeó-. Si no sale bien, entonces sí que necesitaré un café bien cargado. Y, desde luego, un cigarrillo.

– ¡Yo también soy fumadora! -exclamó mi abuela con la alegría de una hermana de cofradía que encuentra a otra.

– ¿Vamos, Marta? -le dije, abriendo la puerta y mirándola. Ella asintió.

Las persianas estaban levantadas y las ventanas abiertas, aunque parcialmente cubiertas por las cortinas. La habitación era un horno a aquellas horas de la tarde. Frente a nosotros quedaba el pequeño vestidor que Daniel y Ona habían construido en un rincón del cuarto. Dando un par de pasos hacia la izquierda, se llegaba a lo que había quedado de habitación después de la obra, ocupada casi por entero por la enorme cama en cuyo centro estaba mi hermano. Su visión me sobrecogió.

Daniel parecía un auténtico muerto. Estaba destapado y llevaba una camiseta y unos pantalones cortos de pijama. Había perdido al menos quince o veinte kilos y, como me había dicho mi madre, parecía consumido. En ese momento tenía los ojos abiertos, pero no se volvió a mirarnos cuando entramos. Permanecía inmóvil, ausente. Los brazos le caían desmadejadamente sobre la sábana. Mi abuela se acercó a él y, cogiendo un dosificador de la mesilla de noche, le puso un par de gotas en cada ojo.