– ¿Cierto parecido…? -exclamé, indignado.
– ¡Hombre, todos son enormes y pelirrojos, pero ahí termina la cosa!
– Pues, yo diría que son idénticos.
– ¡No te pases!
Pero ahora mi hermano no estaba en su casa y no podía contarle, como hacía siempre, que había vuelto a encontrarme en el ascensor con uno de aquellos clones. Me abrió la puerta mi cuñada, que, aunque ya arreglada para irnos, estaba demacrada y con ojeras.
– Tienes mala cara, Arnau -me comentó ella con una sonrisa cariñosa.
– Creo que no he dormido muy bien -repuse mientras entraba en la casa. Por el pasillo que se abría frente a mí y que terminaba en el salón, una figura diminuta avanzaba con paso vacilante, arrastrando, como el Linus de Snoopy, una vieja toquilla con la que también se cubría media cabeza.
– Está muerto de sueño -me comentó Ona, bajando la voz-. No lo espabiles.
No tuve ocasión de hacerlo. A medio camino, la figura entoquillada decidió que no valía la pena el esfuerzo y dio media vuelta, regresando con sus abuelos, que estaban viendo la televisión. Como el sofá resultaba visible desde la entrada, saludé a los padres de Ona levantando la mano en el aire mientras mi cuñada tironeaba de mi brazo izquierdo para llevarme hacia el despacho de Daniel.
– Tienes que ver esto, Arnau -dijo mientras encendía la luz. El estudio de mi hermano era incluso más pequeño que mi vestidor, pero él se las había ingeniado para colocar por todas partes una cantidad ingente de altísimas estanterías de madera que rebosaban libros, revistas, cuadernos y archivadores. Ocupando el espacio central de todo aquel maremágnum estaba su mesa de trabajo, cubierta por pilas inestables de carpetas y papeles que rodeaban como altos muros unas cuartillas con anotaciones sobre las que descansaba un bolígrafo, y, al lado, el ordenador portátil apagado.
Ona se dirigió hacia la mesa y, sin mover nada, se inclinó sobre las hojas y puso un dedo sobre ellas.
– Lee esto, anda -murmuró.
Yo todavía llevaba el macuto al hombro, pero la urgencia que se transmitía en la voz de Ona me arrastró hacia la mesa. Allí donde ella señalaba con el índice estaban escritas unas frases con la letra de mi hermano que, aunque al inicio se entendían bastante bien, al final resultaban casi ilegibles:
«¿Mana huyarinqui lunthata? ¿No escuchas, ladrón?
»Jiwañta […] Estás muerto […], anatatäta chakxaña, jugaste a quitar el palo de la puerta.
»Jutayañäta allintarapiña, llamarás al enterrador, chhärma, esta misma noche.
»Los demás (ellos) jiwanaqañapxi jumaru, mueren todos por todas partes para ti.
»Achakay, akapacha chhaqtañi jumaru. ¡Ay, este mundo dejará de ser visible para ti!
»Kamachi […], ley […], lawt'ata, cerrado/a con llave, Yäp…»
Después, como si Daniel hubiera ido perdiendo el conocimiento mientras su mano seguía intentando escribir, aparecían una serie de líneas, de rayas inseguras que terminaban abruptamente.
Me quedé en suspenso unos segundos y, luego, incrédulo, releí aquellas notas un par de veces más.
– ¿Qué me dices, Arnau? -preguntó Ona, nerviosa-. ¿No te parece un poco raro?
Abrí la boca para decir… no sé qué, pero de mi garganta no salió ni un sonido. No, no era posible. Simplemente, resultaba ridículo pensar que aquellas frases estuvieran directamente relacionadas con la enfermedad de Daniel. Sí, la describían punto por punto y, sí, también sonaban amenazadoras, pero, ¿qué mente en su sano juicio podría aceptar algo tan absurdo como que lo último que mi hermano escribió antes de enfermar pudiera tener algo que ver con lo que le había pasado? ¿Es que nos estábamos volviendo tan locos como él?
– No sé qué decirte, Ona -balbucí-. En serio. No sé qué decirte.
– ¡Pero es que Daniel estaba trabajando en esto cuando…!
– ¡Lo sé, pero no perdamos la cabeza! -exclamé. Mi cuñada apoyaba las manos sobre el respaldo del sillón de Daniel y lo apretaba con tanta fuerza que tenía los dedos crispados y los nudillos blancos-. Piénsalo, Ona. ¿Cómo podría este papel ser el causante de su agnosia y de su dichosa ilusión de Cotard…? Ya sé que parece tener alguna relación, pero es imposible, es… ¡grotesco!
Durante unos instantes eternos nos quedamos los dos en silencio, inmóviles, con la vista fija en las anotaciones de Daniel. Cuanto más leía aquellas letras, más crecía en mi interior un miedo aprensivo y receloso. ¿Y si aquello le había afectado de verdad? ¿Y si se había sentido tan impresionado por lo que quiera que fuese que leía y traducía que su inconsciente le había jugado una mala pasada, adoptando aquella especie de maldición y convirtiéndola en una enfermedad real? No quería dar alas a la imaginación de Ona, así que me abstuve de comentarle lo que estaba pensando, pero la idea de que mi hermano hubiera podido somatizar aquellas palabras por la razón que fuese hizo mella en mi interior. Quizá estaba demasiado cautivado por aquel trabajo o demasiado cansado de estudiar; quizá había rebasado el límite de sus fuerzas, dedicando más energía y tiempo de los debidos a su carrera profesional. Todo podía, y debía, tener una explicación racional, por más que aquellas cuartillas garabateadas parecieran indicar que Daniel había sido hipnotizado… O algo por el estilo. ¿Qué demonios sabía yo de estúpidas brujerías y encantamientos?
Giré lentamente la cabeza para mirar a Ona y descubrí que ella, a su vez, me estaba mirando con unos ojos llorosos y enrojecidos.
– Tienes razón, Arnau -susurró-. Tienes toda la razón. Es una tontería, ya lo sé, pero es que, por un momento, he pensado que…
Le pasé un brazo por encima de los hombros y la atraje hacia mí. Ella se dejó arrastrar blandamente. Estaba rota.
– Esto no es fácil para nadie, Ona. Tenemos los nervios destrozados y estamos muy asustados por Daniel. Cuando alguien tiene miedo, se refugia en cualquier cosa que le aporte un poco de esperanza y tú has creído que, a lo mejor, si todo era producto de una especie de maldición, con otro poco de magia podría curarse, ¿no es verdad?
Ella se echó a reír bajito y se pasó una mano por la frente, intentando quitarse aquellas ideas locas de la cabeza.
– Vámonos al hospital, anda -murmuró sonriendo y soltándose de mi brazo-. Clifford y tu madre estarán agotados.
Mientras cogía sus bártulos y se despedía de sus padres y su hijo, yo continué allí, frente a aquel condenado papel que me aguijoneaba el cerebro como un enjambre de mosquitos en verano.
Nos encontrábamos muy cerca de La Custodia y no hubiera valido la pena utilizar el coche de no ser porque, a la mañana siguiente, cansados e insomnes, esos diez minutos de caminata nos habrían parecido una eternidad.
– ¿En qué estaba trabajando Daniel? -le pregunté a Ona sin quitar los ojos del semáforo en rojo que nos acababa de detener en la Ronda Guinardó.
Mi cuñada suspiró largamente.
– En esa odiosa investigación sobre etnolingüística inca -manifestó-. Marta, la catedrática del departamento, le ofreció una colaboración en Navidad. «Un estudio muy importante», le dijo, «una publicación que dará renombre al departamento»… ¡Patrañas! Todo lo que quería era que Daniel le hiciera el trabajo sucio para, luego, quedarse con todo el mérito, como siempre. Ya sabes cómo funciona.
Mi hermano era profesor de Antropología del lenguaje en la UAB, la Universidad Autónoma de Barcelona, adscrito al Departamento de Antropología Social y Cultural. Siempre había sido un magnífico estudiante, un coleccionista de éxitos académicos y, con veintisiete años recién cumplidos, no podía llegar más lejos ni hacerlo más rápido. Curiosamente, a pesar de todo ello, sufría de una inexplicable rivalidad hacia mí; nada exagerado, naturalmente, pero sus frecuentes comentarios sobre mis negocios y mi dinero no dejaban lugar a dudas y, por eso (creía yo), se esforzaba de aquella manera en su trabajo. Tenía un brillante futuro por delante antes de caer enfermo.