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A continuación, y con la pira todavía humeando, cada uno de nosotros fue firmemente sujetado por un indio y, siguiendo los pasos del comandante, su séquito y su ejército, fuimos conducidos hacia la salida de la plaza. Sólo entonces mis neuronas empezaron a reaccionar y los cabos sueltos comenzaron a atarse. Quizá fue porque tomamos la calle señalada por la flecha tallada en la rosquilla de piedra -la misma por la que había aparecido el jefe-, pero el caso es que, sumando dos más dos el resultado era cuatro: los indios nos habían estado espiando desde que llegamos a las ruinas, yo mismo les había entrevisto moviéndose subrepticiamente a nuestro alrededor, y, luego, aparecieron de repente en el preciso momento en el que colocamos el aro de piedra sobre el pedestal del monolito. Además, el emplumado había cogido el aro y, con él en la mano, había reaccionado visiblemente cuando Gertrude pronunció las palabras mágicas «Taipikala» y «yatiris». Ahora, tras anular cualquier intento de fuga por nuestra parte, nos llevaban con ellos siguiendo la misma dirección que señalaba la rosquilla. Todos estos datos conducían a dos conclusiones obvias: o bien estos tipos eran los propios yatiris, asilvestrados después de experimentar un retroceso hacia la barbarie como el sufrido por el grupo de escolares de El señor de las moscas de William Golding, o bien nos estaban llevando hacia los yatiris, es decir, precisamente lo que nosotros queríamos, aunque no de aquella forma ni en aquel momento.

– Oigan -dijo Efraín armándose de valor e intentando, supongo, transmitírnoslo-, ¿se fijaron que no nos han hecho daño y que nos están llevando en la dirección correcta?

El indio que le sujetaba por el brazo, le zarandeó sin misericordia para obligarlo a callar. Distinto hubiera sido de tratarse de Jabba, que sobrepasaba a su centinela en largo, ancho y alto, pero Efraín, teniendo más envergadura que la media de los bolivianos, apenas le llegaba al hombro a su guardián. El mío, siendo también bastante espigado, se me quedaba a la altura del cuello, pero yo no tenía la menor intención de ponerle nervioso, sobre todo ahora que sabía que no iban a matarnos y que nos llevaban a donde queríamos ir.

Mientras abandonábamos la ciudad, saliendo por otra puerta parecida a la de entrada y bajando a continuación unos grandes escalones desiguales y rotos, deduje en silencio que no debíamos de encontrarnos muy lejos de nuestro destino, puesto que habían echado a perder toda la comida que traíamos y ellos no llevaban nada encima además de sus lanzas. El hecho de que hubieran respetado las hamacas podía significar tanto que esa noche tendríamos que dormir en la selva como que, simplemente, se las quedaban para ellos y, por lo tanto, antes del anochecer encontraríamos a los yatiris.

Pero, naturalmente, cuando uno hace una deducción tan especulativa debería estar seguro de contar con toda la información, de poseer todos los datos, porque, si no es así, las conclusiones pueden ser tan erróneas como, al final, resultaron ser las mías: ni encontramos a los yatiris antes del anochecer ni tampoco al día siguiente, ni al otro, ni durante toda la semana; y las hamacas, en efecto, fueron nuestro lecho esa noche y las muchas que vinieron a continuación.

Caminamos toda la tarde siguiendo unos estrechos senderos misteriosamente abiertos en la espesura. Los indios no tenían machetes ni nada afilado con lo que segar la vegetación, así que costaba bastante adivinar el origen de aquellas trochas, pero el caso era que allí estaban y que daban muchas vueltas y giros extraños. Sólo días después aprendimos que eran los animales quienes las producían en su deambular por la selva en busca de agua o comida y que los indios sabían encontrarlas por instinto y aprovecharse de ellas para desplazarse de un lado a otro. Según su visión, era una pérdida de energía abrirse camino a fuerza de machete, existiendo otro método mucho menos cansado.

Estas sendas o trochas solían empezar y terminar en pequeños riachuelos, lagos, fuentes, saltos de agua o zonas pantanosas -que también las había y las atravesamos durante esos días- y aquella primera tarde nos adentramos en un pequeño canal de agua de color entre verdoso y negruzco y lo seguimos en sentido contrario a su curso hasta el anochecer. A cada lado se veían frondas de arbustos y maleza enroscándose en las columnatas de los altos árboles que formaban la barrera entre el agua y la tierra, proyectando una densa sombra sobre nuestras cabezas con sus espesos ramajes entrelazados a una altura increíble. Las raíces aéreas de muchos de aquellos gigantes colgaban a modo de cortinas que nos dificultaban el paso pero, en lugar de sajarlas a cuchillo como habíamos hecho nosotros hasta ese día, los indios las apartaban con las manos sin sentir, aparentemente, los pinchazos de sus espinas, de las que estaban abundantemente cubiertas. El aire era húmedo y pegajoso, y cuando, por alguna razón que desconocíamos, el jefe ordenaba parar un momento la marcha, el silencio de aquel lugar sombrío resultaba abrumador y las voces se escuchaban con eco, como si estuviéramos dentro de alguna cueva.

Atravesamos una zona en la que tábanos del tamaño de elefantes nos acosaban sin descanso y otra de anguilas eléctricas cuyas grandes cabezas, al rozarnos las piernas a través de las roturas de los pantalones, descargaban una corriente parecida a un intenso pinchazo de aguja. De repente, en el lugar más umbrío de aquel canal que llevábamos toda la tarde recorriendo, se escucharon unos gritos estridentes que parecían aullidos de almas en pena. Sentí un desagradable hormigueo en la espalda y la piel se me erizó de puro terror; sin embargo, los indios reaccionaron con gran satisfacción, deteniendo la marcha y ordenándonos con gestos que nos mantuviésemos quietos y en silencio mientras ellos estiraban el cuello hacia arriba buscando no sabíamos qué. Los gritos continuaban de manera discordante y con notas diferentes. Mi guardián se quitó del hombro una correa de la que colgaba una cajita diminuta y dos palos, que unió formando uno solo con gran habilidad; de la cajita sacó una flecha corta que tenía en uno de sus extremos una pequeña masa ovalada y la introdujo por la parte ancha de lo que, sin duda, era la primera cerbatana auténtica -y también falsa- que veía en mi vida. Se colocó el tubo sobre los labios y siguió vigilando intensamente las altísimas copas de los árboles que formaban la bóveda sobre nosotros. Los vigilantes del resto de mis compañeros hicieron lo mismo, así que quedamos temporalmente libres aunque sólo nos atrevimos a intercambiar miradas de ánimo y sonrisas de circunstancias. Los gritos de las almas en pena empezaban a definirse y sonaban como algo parecido a «tócano, tócano». Por fin, algunos de los indígenas descubrieron el escondite del grupo cantor porque se escucharon de repente unos ruidos secos y breves como de disparos de pistolas de aire comprimido y un alboroto en el ramaje provocado por el caer de objetos desde una gran altura. Lamentablemente, uno de aquellos bichos vino a desplomarse a pocos centímetros de mí, levantando una enorme cantidad de agua que me bañó por completo. El animal era un hermoso tucán bastante gordo, con un formidable pico de casi veinte centímetros de largo y un plumaje en la cola de increíbles tonalidades azafranadas. Por desgracia no estaba muerto del todo (tenía la flecha clavada entre el pecho y una de las alas), así que, cuando mi vigía intentó cogerlo, se defendió vigorosamente y emitió unos sonoros lamentos que alarmaron a los indios a más no poder y empezaron a gritarle algo desesperado a mi guardián en tono apremiante. Pero, antes de que éste tuviera tiempo de actuar, millares de pájaros, invisibles hasta ese momento, surgieron de la nada y empezaron a descender hacia nosotros, completamente enfurecidos, saltando de rama en rama con las enormes alas extendidas y emitiendo unos chillidos aterradores que brotaban de sus picos abiertos. Creo que el terror que sentí fue tan grande que hice un gesto involuntario de protección cruzando los brazos sobre la cara pero, por suerte, antes de que aquellos parientes lejanos de los protagonistas de Los pájaros de Alfred Hitchcock nos destrozaran, mi guardián consiguió dominar al ave herida y le retorció el pescuezo sin compasión. El final de sus gemidos lastimeros acabó con el ataque de manera súbita y los tucanes desaparecieron en la espesura como si nunca hubieran existido.