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A los dos o tres días de salir de las ruinas noté que tenía un enorme absceso en la pantorrilla derecha. No hice caso, pensando que sería una vulgar inflamación producida por algunos de los miles de pinchazos y pequeños cortes que nos hacíamos al cabo del día con las plantas, pero poco después empezó a supurar y a hincharse todavía más, provocándome un dolor tan terrible que tenía que andar cojeando. Gertrude empezó a preocuparse bastante cuando otro forúnculo similar me apareció en el dorso de la mano izquierda y se hinchó tanto que llegó un momento en que más que una mano parecía un guante de boxeo. No teníamos antibióticos ni analgésicos y la pobre doctora Bigelow se sentía incapaz de ayudarme. El día que Marc y Efraín tuvieron que ayudarme a caminar, cogiéndome por debajo de los hombros, los Toromonas cayeron en la cuenta de que algo raro me pasaba. Uno de ellos -el viejo pirómano que prendió fuego a nuestras pertenencias-, hizo que volvieran a dejarme en el suelo y me examinó la mano y la pantorrilla con ojo de médico de pueblo que lleva toda la vida viendo las mismas enfermedades en sus vecinos. Se metió en la boca unas hojas de algo que parecía tabaco y las mascó durante un buen rato, dejando caer hilillos de saliva de color marrón por las comisuras de los labios. Me encontraba tan mal que no pude hacer ni el gesto de retirar la mano cuando el viejo escupió lentamente sobre la dolorosísima inflamación para, a continuación, quedarse mirando atentamente el absceso hasta que se abrió una pequeña boca, un volcán en la superficie y algo que se movía surgió de mi mano. Creo que juré, maldije y blasfemé hasta quedarme ronco, mientras Marc y Efraín me sujetaban a la viva fuerza para que no me moviera. Lola se mareó y tuvo que alejarse con Marta, que tampoco lo estaba pasando bien. Sólo Gertrude permanecía atenta a la jugada mientras yo soltaba por la boca todas las barbaridades que conocía. El viejo indio, con dos dedos, extrajo de mi mano hinchada una larva blanca de unos dos centímetros de longitud, que se dejó sacar sin oponer resistencia, atontada por el jugo de tabaco que tan amablemente había preparado el viejo indio para mí. Sacar la segunda larva costó un poco más porque era más grande y permaneció mucho rato agarrada con fuerza a mi carne. Por gestos, el viejo, que resultó ser el chamán de la tribu, me explicó que eran larvas de tábano y que, por lo visto, como los mosquitos a la hora de chupar la sangre, sentían una predilección especial por unas personas más que por otras. Lógicamente, todo esto despertó la pasión investigadora de la médica y antropóloga aficionada que era Gertrude Bigelow y, desde aquel momento, la doctora se pegó como una lapa al viejo chamán y vivía fascinada con las nuevas cosas que iba aprendiendo.

Después de aquella desagradable experiencia, me pasé el resto del viaje espantando como un loco los tábanos que se me acercaban y también mis compañeros desarrollaron una fuerte aprensión hacia este insecto, de manera que, al final, nos ayudábamos unos a otros en la tarea de alejarlos, pues eran capaces de picar a través de la ropa. Lo único bueno fue que, en cuanto el viejo me sacó las larvas, los abscesos se cerraron y cicatrizaron perfectamente en un par de días con la ayuda de un aceite que los indios sacaban de la corteza de un árbol de hojas color verde oscuro y flores blancas muy parecidas a las del jazmín, aceite que conseguían con sólo clavar una de las afiladas garras de oso hormiguero en cualquier parte del árbol. La forma en la que el chamán me aliviaba el dolor ya era otro cantar: me obligaba a poner los pies descalzos sobre la tierra húmeda que había junto a las charcas y, entonces, me aplicaba las gruesas cabezas de varias anguilas eléctricas en la mano y en la pantorrilla. Ni que decir tiene que aquello provocaba una serie de descargas que, curiosamente, actuaban como anestésico, haciendo desaparecer por completo el dolor durante unas cuantas horas.

Aquellos indios sabían sacarle partido a todo y encontrar en su entorno todo lo que necesitaban. De un extraño árbol que proliferaba en las orillas de los ríos extraían una resina blanca que olía de modo penetrante a alcanfor y que mantenía alejadas a las temibles hormigas soldado y a las garrapatas. Sólo tenían que arrancar un pedazo de corteza y dejar fluir la resina, que luego se aplicaban por algunas partes del cuerpo o por los árboles a los que fueran a atar sus hamacas. Con el tiempo, naturalmente, terminamos imitándoles -que es la mejor forma de aprender que existe- y, por ejemplo, cuando nuestras ropas se convirtieron en andrajos, decidimos que sería buena idea cortar por encima de las rodillas lo que nos quedaba de los pantalones, aguantando como ellos las pequeñas heridas y las contusiones que, en efecto, acabamos por no tener en cuenta.

Lo cierto es que, casi sin reparar en ello, fui sufriendo una importante transformación. Y no sólo yo, sino también mis civilizados compañeros, que terminaron adaptándose perfectamente al ritmo de vida cotidiano en la selva y a las insólitas costumbres de los Toromonas. A pesar de la humedad y de las constantes picaduras de los insectos gozamos de una excelente salud durante todo el viaje, y eso se debía, según nos dijo Gertrude, a que en el Amazonas, por regla general, los lugares pantanosos y enmalezados son más saludables que los secos por la ausencia del calor tropical. Ya no notábamos el cansancio y podíamos caminar a buena marcha durante todo el día sin acabar rendidos al llegar la noche, y aprendimos a comer y a beber cosas inimaginables -Marc, por supuesto, no le hizo ascos a nada en ningún momento- y también a permanecer callados y concentrados durante horas, en estado de alerta frente a las señales de la selva. En mi caso, no obstante, fue una metamorfosis mucho más espectacular porque, de los seis, era el menos aficionado a la naturaleza y el más escrupuloso y maniático. Sin embargo, en aquel breve plazo de tres semanas, llegué a convertirme en un tipo capaz de disparar con cerbatana, de distinguir tanto el árbol de corteza rojiza y rugosa del que extraíamos una bebida muy nutritiva (que, si bien olía a perro muerto, sabía exactamente igual que la leche de vaca), como la liana venenosa que machacábamos y agitábamos en las aguas de los ríos para matar a los peces que nos iban a servir de comida o de cena. También llegué a saber, por propia experiencia y algún tardío consejo toromona, qué hojas eran las que podíamos usar como papel higiénico y cuáles contenían unas toxinas de las que convenía mantenerse alejado y, por supuesto, a reconocer la estela silenciosamente dibujada en el agua por los caimanes o las anacondas mientras nos bañábamos en los ríos.

Claro que todo eso no era nada. Apenas lo básico, lo indispensable para sobrevivir. No se puede aprender en unos días lo que necesita toda una vida de adiestramiento. Yo sólo era un turista privilegiado, no un viajero al antiguo estilo de esos que pasaban meses e incluso años en el lugar que querían conocer, y, como vulgar turista, mi visión de aquel mundo era la misma que recibían los miembros de un viaje organizado al estilo de «Toda Grecia en cuatro días, crucero por las islas incluido». Era consciente de ello pero, igual que la adrenalina fluía a borbotones por mis venas cuando rompía las protecciones de algún lugar con información prohibida o me colaba por las alcantarillas en el Nou Camp para dejar mi tag pintado en las paredes de la sala de prensa, ahora no podía resistirme a combatir mi supina ignorancia sobre todo lo que me rodeaba.

Una noche, muy cerca ya de nuestro destino, mientras hablábamos un rato antes de dormir, Lola me miró y se echó a reír de repente.

– Cuando vuelvas a casa -farfulló entre hipos-, ¿vas a seguir pidiéndole a Sergi que te proteja de los pequeños e inocentes bichitos de tu jardín?

Marc, que estaba fastidiado porque la tarde anterior había tocado una polilla y luego, sin darse cuenta, se había limpiado el sudor de la cara con las manos provocándose una urticaria que lo estaba matando, soltó una carcajada que hizo girar la cabeza en nuestra dirección a unos cuantos Toromonas que también permanecían charlando junto al fuego.

– ¡Quién te ha visto y quién te ve, Root, amigo! ¡Cuando lo cuente en la empresa!