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Aquél era un mundo de dioses, no de personas, y nuestro grupo parecía una pequeña fila de hormigas ahogándose en la espesura. Finalmente, las sendas desaparecieron de forma abrupta, comidas por la vegetación y los Toromonas se detuvieron. El jefe, que abría nuestra larga comitiva, levantó un brazo en el aire y emitió un grito que reverberó en el bosque y que provocó una algazara en el ramaje. Y, luego, nada. Allí nos quedamos, quietos y a la espera de no se sabía bien qué. Al cabo de unos instantes, se oyó un grito similar que procedía de algún lugar distante y sólo entonces el jefe toromona bajó el brazo y se relajó. Pero no nos movimos y, al poco, Marta, muy serena, metió las manos en los bolsillos de su raído pantalón y dijo en voz alta:

– Creo que hemos llegado, amigos míos.

– ¿Llegado…? ¿Adónde? -preguntó el pánfilo de Marc.

– A Osaka, Japón -le dije muy serio.

– A territorio yatiri -le aclaró ella, haciéndome un gesto de reconvención con los ojos.

– No se ve a nadie -murmuró Efraín, preocupado.

– Pues yo tengo la sensación de que nos observan -dijo Lola, con un escalofrío, pegándose a Marc. Sin darnos cuenta, habíamos formado un pequeño corro mientras esperábamos que la marcha se reanudara o que nos dieran alguna indicación.

– Sí, yo también la tengo -apuntó Gertrude, llevándose la mano al estómago y dejándola allí.

– Bueno, es probable que lo estén haciendo -concedió Marta, asintiendo-. Seguramente los yatiris sienten curiosidad por saber quiénes somos y por qué hemos aparecido aquí de repente acompañados por los Toromonas.

Yo denegué, cambiando los pies de sitio porque se me estaban quedando helados.

– ¿Qué hacía un ejército tan numeroso de Toromonas escondido en las ruinas de aquella ciudad abandonada en la selva? -pregunté a modo de pista-. ¿Estaban allí por casualidad o les había enviado alguien a buscarnos?

– Venga, Arnau, no irás a decirme que los yatiris les mandaron para recogernos tal día a tal hora, ¿verdad? -objetó Lola.

– No lo sé, pero sí recuerdo haber leído una crónica en la que se afirmaba que los tipos estos, cuando vivían en Taipikala, adivinaron que iban a llegar los incas y los españoles, unos extranjeros que vivían al otro lado del océano, ni más ni menos. A lo mejor son fantasías, pero yo no pondría la mano en el fuego.

– Son fantasías -repitió Marta, asintiendo-. Lo más probable es que el poblado de los Toromonas se encuentre a escasa distancia de aquellas ruinas y que tengan apostados vigilantes por si se acerca alguien con el aro de piedra. Que son aliados de los yatiris es indudable, pero de ahí a que éstos les enviaran a buscarnos porque sabían que íbamos a aparecer, hay mucha diferencia.

Nos quedamos callados de golpe porque, de reojo, todos nos dimos cuenta de que los Toromonas empezaban a moverse. Pero lo extraño era que no avanzaban, sino que nos rodeaban y, eso, a pesar de que la senda entre los gigantescos árboles no era ancha en absoluto. Poco a poco nos encerraron en un círculo estrecho y nosotros, estupefactos, les veíamos hacer sin entender lo que estaba ocurriendo, aunque todos teníamos un cierto sentimiento de alarma que se reflejaba en la inquietud de nuestros rostros. Algo raro sucedía. Cuando vimos acercarse al jefe con el viejo chamán y su guardia de corps, ya no nos cupo la menor duda.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Marc, alarmado, pasando un brazo sobre los hombros de Lola.

– Eso quisiera saber yo -repuso Marta con la misma voz fría y grave que empleaba cuando estaba enfadada.

El jefe se puso frente a nuestro pequeño grupo, nos miró de manera inescrutable y señaló la senda por la que había venido. Como no nos movimos, su brazo se alargó en aquella dirección y repitió imperiosamente el gesto. Nos estaba ordenando pasar por delante de ellos y recorrer aquella vereda entre helechos.

– ¿Qué hacemos? -preguntó mi amigo.

– Lo que nos mandan -titubeó Efraín, cogiendo a Gertrude de la mano e iniciando el camino.

– Esto no me gusta un pelo -murmuró Marc.

– Si se te ocurre alguna buena alternativa -le dije, cogiendo a Marta por un brazo y animándola a venir conmigo-, te regalo Ker-Central. Palabra.

– ¿Vale la de echar a correr como locos? -preguntó con una sonrisa irónica.

– No, ésa no.

– Lo sabía -le dijo a Lola mientras cerraban la comitiva.

Como no las tenía todas conmigo, me giré para mirar a los Toromonas, por si estaban apuntándonos con sus lanzas o algo así, pero los indios seguían inmóviles en mitad de la selva, observándonos sin pestañear. El jefe mantenía un porte digno y el chamán sonreía. Era el fin de otra etapa en aquella increíble aventura. Me pregunté si volveríamos a verlos, pues sin su ayuda nos resultaría imposible regresar a la civilización. Pero, ¿quién podía saber cuál sería el final de aquel extraño viaje?

Treinta metros más allá, la senda se estrechaba como la punta de un lápiz y terminaba abruptamente. Llegamos hasta el final y nos detuvimos, sin saber qué hacer. ¿Se suponía que teníamos que esperar o quizá debíamos regresar con los Toromonas?

Los helechos se removieron un poco a mi derecha y volví la cabeza rápidamente en esa dirección. Un brazo desnudo apareció de repente apartando las hojas y me encontré a menos de un metro de un tipo tan alto como yo, algo mayor y vestido con una especie de camisa larga y sin mangas, ceñida a la cintura por una faja de color verde. El tipo, que llevaba unos grandes discos de oro insertados en los lóbulos de las orejas, me miró un buen rato, sin alterar el gesto y, luego, examinó uno por uno a todos mis compañeros. Él tenía unos rasgos típicamente aymaras, con los pómulos altos, la nariz afilada y unos ojos lejanamente felinos. Sin embargo, su piel era muy clara, tan clara que, sin ser blanca como la nuestra, tampoco podía decirse que fuera ni remotamente como la de los indígenas.

Por supuesto, nos habíamos quedado petrificados. Petrificados y fuera de combate. De modo que, cuando nos hizo una seña para que le siguiéramos, los seis dimos un respingo de lo más descortés.

Volvió a internarse entre los helechos, que se cerraron tras él haciéndole desaparecer, y allí nos quedamos nosotros, con cara de imbéciles e inmovilizados. Al cabo de unos segundos, reapareció y nos contempló con el ceño fruncido. Era curioso, pero sus cejas seguían direcciones opuestas: ambas dibujaban la forma sinuosa de la tilde de la eñe pero mientras una se inclinaba hacia abajo, hacia la nariz, la otra subía hacia la frente. Y allí estaba, mirándonos desde debajo de aquellas extrañas cejas y esperando a que nos pusiéramos en movimiento y le siguiéramos. Uno detrás de otro fuimos cruzando la verde empalizada e internándonos en aquel mar de hojas inmensas sin decir ni media palabra, abrumados por una situación que, sin embargo, habíamos estado esperando desde hacía mucho tiempo. Yo fui el primero en entrar y a mi espalda venía Efraín. El yatiri -pues no cabía duda de que lo era- caminaba directamente hacia uno de los árboles sin detenerse ni cambiar de dirección y, asombrado, le vi meterse por una abertura, por una puerta muy baja burdamente tallada en el tronco que nos llevó a un corredor oscuro en el que me sentí como debían de sentirse los camiones que atravesaban el túnel del baobab africano. El árbol estaba vivo y la savia circulaba sin duda por su madera, que desprendía una fragancia intensa, un aroma parecido al del cedro. Al fondo del corredor, de unos pocos metros de longitud, se veía luz, así que deduje que allí nos esperaban más yatiris, pero me equivoqué: aquellos tipos habían agujereado el centro del árbol, creando una enorme sala tubular de la que partía una rampa cincelada en las propias paredes del árbol que ascendía en espiral hacia lo más alto. Unos cuencos de piedra llenos de aceite en los que ardía una mecha aparecían colocados a distintas alturas, iluminando fantasmagóricamente aquella extraña chimenea.

– ¡Jiwasanakax jutapxtan! -exclamó nuestro guía con tono adusto, como si estuviera convencido de que no íbamos a entenderle.

– ¿Qué ha dicho? -le pregunté a Marta en un susurro.

– Es aymara -murmuró ella, fascinada.

– Claro -repuse-. ¿Qué esperabas?

– No sé… -susurró sin poder ocultar una gran sonrisa de felicidad. Nunca le había visto un gesto tan agradable pintado en la cara.