Выбрать главу

En la salida de Lejeune un enorme camión cargado con productos lácteos había invadido el arcén chocando con una furgoneta llena de alumnos de una escuela católica. El camión volcó. Y en este momento cinco niñas vestidas con faldas plisadas de lana estaban sentadas en un gran charco de leche con expresión de perplejidad en sus caras. El tráfico estuvo detenido casi durante una hora. Un niño fue trasladado en helicóptero al hospital Jackson. Los demás, enfundados en sus uniformes, observaban cómo los adultos se gritaban entre sí.

Yo aguardé plácidamente, escuchando la radio. Al parecer la policía tenía una buena pista en relación con el Carnicero de Tamiami. No se daban detalles, pero el capitán Matthews tenía indicios fiables. Parecía estar a punto de efectuar el arresto en persona tan pronto como acabara de beberse el café.

Por fin logré salir del atasco y avanzar un poco más deprisa. Me paré en la tienda de donuts que hay no muy lejos del aeropuerto. Compré un buñuelo relleno de manzana y un donut, pero el buñuelo de manzana no llegó ni al coche. Tengo un metabolismo muy alto. Es lo que pasa cuando te dedicas a la buena vida.

Cuando llegué al trabajo ya había dejado de llover. Brillaba el sol y las aceras exhalaban vapor. Entré en el edificio, mostré mis credenciales y subí a la oficina.

Deb me estaba esperando.

No se la veía muy contenta esta mañana. Claro que ya no se la ve contenta muy a menudo. Al fin y al cabo es una poli, y la mayoría no consiguen resistirlo. Se pasan demasiado tiempo de servicio intentando no parecer humanos. La cara les queda así.

—Deb —dije, colocando la crujiente bolsa con el donut sobre la mesa.

—¿Dónde te metiste anoche? —preguntó ella. Con amargura, tal y como esperaba. Tanto fruncir el entrecejo no tardaría en dejarle marcas permanentes en la frente, arruinando una cara maravillosa: profundos ojos azules, centelleantes de inteligencia, y una nariz pequeña y respingona con solo una ráfaga de pecas, todo enmarcado por los negros cabellos. Unos rasgos bellos, estropeados ahora por unos cuantos kilos de maquillaje barato.

La miré con cariño. Resultaba obvio que volvía del trabajo, aún vestida con el sujetador de encaje, shorts de lycra color fucsia y tacones dorados.

—¿Qué más da? —dije—. ¿Dónde has estado tú?

Enrojeció. Odiaba llevar cualquier prenda que no fueran tejanos limpios y planchados.

—Te llamé —dijo.

—Lo siento.

—Sí. Ya.

Me senté en silencio. A Deb le gusta desahogarse conmigo. Para eso sirve la familia.

—¿Y por qué tenías tantas ganas de hablar conmigo?

—Me están dejando fuera —dijo ella. Abrió la bolsa de donuts y miró en el interior.

—¿Y qué esperabas? —pregunté—. Ya sabes lo que siente LaGuerta por ti.

Sacó el donut de la bolsa y lo devoró.

—Lo que espero —dijo con la boca llena— es seguir en el caso. Como dijo el capitán.

—Careces de antigüedad. Y de padrinos. Arrugó la bolsa y me la tiró a la cabeza. Falló.

—Joder, Dexter. Sabes muy bien que merezco estar en Homicidios. En lugar de… —tiró del tirante del sujetador y señaló con una mano el provocativo atuendo-… de esta mierda.

Asentí.

—Aunque la verdad es que te queda bien —añadí.

Hizo una mueca: rabia y disgusto competían por invadirle la cara.

—Lo odio —dijo ella—. Si tengo que hacerlo mucho tiempo más, juro que me volveré loca.

—Es un poco pronto para tener atados todos los cabos, Deb.

—Mierda —exclamó. Lo que sí estaba claro es que el trabajo policial estaba arruinando el vocabulario de Deborah. Me lanzó una mirada fría, de poli malo, la primera de ese estilo que le había visto. Era la mirada de Harry, los mismos ojos, la misma sensación de estar viendo la verdad a través de ti—. No me tomes el pelo, Dex. La mitad de las veces lo único que tienes que hacer es ver el cadáver y sabes quién lo ha hecho. Nunca te he preguntado cómo lo haces, pero si tienes algún presentimiento en este caso, quiero que me lo cuentes. —Dio una fuerte patada a la mesa haciéndole una pequeña mella—. Joder, quiero sacarme de encima esta mierda de uniforme.

—Y a todos nos encantará verlo, Morgan —dijo una voz profunda y maliciosa desde la puerta. Levanté la mirada. Vince Masuoka nos sonreía.

—No sabrías qué hacer, Vince —le dijo Deb.

—¿Y por qué no probamos a descubrirlo? —dijo él, sonriendo aún más con aquella sonrisa brillante y falsa de libro de texto.

—Sigue soñando, Vince —dijo Debbie, haciendo un mohín que no le había visto desde que tenía doce años.

Vince hizo un gesto de asentimiento hacia la arrugada bolsa blanca que estaba encima de mi escritorio.

—Hoy te tocaba a ti, colega. ¿Qué me has traído? ¿Dónde está?

—Lo siento, Vince. Debbie se ha comido tu donut.

—Ojalá —dijo con voz de fingido falsete—. Así podría comerme su bollo de mermelada. Me debes un donut gigante, Dex.

—Es lo único gigante que tocarás nunca —dijo Deborah.

—En el donut el tamaño no importa, lo que importa es la habilidad del pastelero —respondió Vince.

—Por favor —dije—. Os van a saltar los lóbulos frontales. Es demasiado temprano para ser tan mordaz.

-Aja —dijo Vince, con su terrible risa falsa—. Ja, ja, ja. Hasta luego. —Nos guiñó un ojo—. No te olvides del donut. —Y fue a reunirse con su microscopio.

—¿Qué has descubierto? —me preguntó Deb.

Deb estaba convencida de que yo tenía presentimientos de vez en cuando. Y tenía motivos para creerlo. Normalmente mis inspiradas suposiciones se centraban en los canallas brutales que disfrutaban degollando a algún corderito cada pocas semanas sólo por divertirse. En varias ocasiones Deborah me había visto poner el dedo en la llaga: señalar algo que los demás habían pasado por alto. Nunca había dicho nada, pero mi hermana es una poli condenadamente buena y lleva bastante tiempo sospechando de mí. No sabe muy bien de qué se trata, pero sabe que algo no cuadra y esto la vuelve loca de vez en cuando porque, al fin y al cabo, me quiere. Es el único ser viviente sobre la superficie terrestre que me quiere. Y no se trata de autocompasión, sino de autoconocimiento claro y frío. Nadie puede quererme. Siguiendo el plan de Harry he intentado hacer vida social e, incluso, en algún momento de debilidad, tener relaciones amorosas. Pero no funciona. Hay algo que me falta, o no va bien, y tarde o temprano la otra persona me pilla Actuando. O llega una de Esas Noches.

Ni siquiera puedo tener animales. Me odian. Una vez compré un perro: ladró y aulló sin parar con una furia incontenible e interminable durante dos días, hasta que me vi obligado a librarme de él. Probé con una tortuga. La toqué una vez y no volvió a salir de la concha; murió al cabo de pocos días. Antes que verme o dejar que la tocara eligió la muerte.

Nada me quiere, y nada me querrá. Ni siquiera —y sobre todo— yo mismo. Sé lo que soy, y no es algo que se pueda amar. Estoy solo en el mundo, totalmente solo, a excepción de Deborah. Y excepto, claro, de esa Cosa que vive dentro de mí y que no sale a jugar con demasiada frecuencia. Además, ni siquiera juega conmigo, sino que debe buscar a otra persona.

Así que, en la medida de mis capacidades, me preocupo por ella. Querida Deborah. No creo que sea amor, pero preferiría que fuera feliz.

Y ahí estaba, mi querida Deborah, con aspecto de ser muy desgraciada. Mi familia. Mirándome y sin saber qué decir, pero más tentada de decirlo antes que nunca.

—Bueno —dije—, en realidad…

-¡Lo sabía! ¡TIENES algo!

—No interrumpas el trance, Deborah. Estoy contactando con el reino de los espíritus.