—Suéltalo ya —dijo ella.
—Es esa amputación interrumpida, Deb. La pierna izquierda.
—¿Qué le pasa?
—LaGuerta cree que alguien descubrió al asesino. Éste se puso nervioso y no terminó. Deborah asintió.
—Me ha tenido toda la noche preguntando a las putas si vieron algo. Alguien tiene que haberlo visto.
—Oh, no. No caigas en eso —dije—. Piensa, Deborah. Si lo hubieran interrumpido, si hubiera estado demasiado asustado para terminar…
—El envoltorio —cortó Deb—. Tuvo que pasarse un buen rato envolviendo el cuerpo, limpiando. —Me miró sorprendida—. Mierda. ¿Después de que alguien lo viera?
Aplaudí y le lancé una sonrisa radiante.
—Bravo, miss Marple.
—No tiene sentido.
-Au contraire. Si dispuso de tiempo suficiente, pero aun así no completó el ritual… Y recuerda, Deb, para ellos el ritual es casi lo más importante… ¿Qué podemos deducir?
—¿Por qué no puedes limitarte a decírmelo, por el amor de Dios?
—¿Qué gracia tendría?
Soltó un suspiro.
—Joder. Muy bien, Dex. Si no lo interrumpieron, pero no terminó… Mierda. ¿La parte del envoltorio era más importante que la de desmembrar el cadáver?
Sentí pena por ella.
—No, Deb. Piensa. Es la quinta víctima, exactamente como las otras. Tenemos cuatro piernas izquierdas perfectamente troceadas. Y de repente la número cinco… —Me encogí de hombros y enarqué una ceja.
—Mierda, Dexter, ¿cómo voy a saberlo? Quizá sólo necesitaba cuatro piernas izquierdas. Quizá… Te juro por Dios que no lo sé. ¿Qué?
Sonreí y sacudí la cabeza. Para mí estaba clarísimo.
—Se acabó la emoción, Deb. Hay algo que no va bien. Que no funciona. Parte de la magia que lo hacía perfecto se ha esfumado.
—¿Y esperabas que lo dedujera?
—Alguien debería hacerlo, ¿no crees? Así que esa falta de emoción le obliga a detenerse en busca de inspiración, pero no la encuentra.
—¿Quieres decir que ya está? —dijo, con el ceño fruncido—. ¿No volverá a hacerlo?
Me reí.
—Oh, por Dios, no, Deb. Precisamente es al contrario. Si fueras un cura y creyeras genuinamente en Dios pero no pudieras hallar el modo de adorarlo, ¿qué harías?
—Seguir intentándolo —dijo ella— hasta conseguirlo. ¡Dios! ¿Eso crees? ¿Volverá a intentarlo enseguida?
—Es sólo una intuición —dije con modestia—. Podría equivocarme. —Pero estaba seguro de que tenía razón.
—Deberíamos estar preparando algo para cazarlo cuando lo haga —dijo ella—. En lugar de buscar testigos inexistentes. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta—. Luego te llamo. ¡Adiós! —Y se marchó.
Contemplé la bolsa de papel. No quedaba nada dentro. Era como yo: limpia y crujiente por fuera, pero totalmente vacía por dentro.
Doblé la bolsa y la metí en la papelera que tengo al lado de la mesa. Esta mañana tenía trabajo que hacer, auténtico trabajo policial de laboratorio. Tenía que redactar un largo informe, elegir las fotos que debía adjuntar, archivar las pruebas. Algo rutinario, un doble homicidio que seguramente nunca llegaría a los tribunales, pero me gusta asegurarme de que todo lo que pasa por mis manos está bien organizado.
Además, había sido un caso interesante. Las muestras de sangre habían sido muy difíciles de analizar; entre las arterias chorreantes, el hecho de que las víctimas eran dos —que obviamente no se habían estado quietas— y el extraño corte producido por lo que debía ser una sierra mecánica, me había resultado casi imposible encontrar un punto de impacto. A fin de cubrir toda la habitación tuve que usar dos botellas de Luminol, que revela incluso los rastros más débiles de sangre, y cuesta la friolera de 12 dólares la botella.
En realidad, había tenido que colocar cuerdas para que me ayudaran a deducir cuáles habían sido los ángulos primarios, una técnica lo bastante antigua como para parecer propia de alquimistas. La pauta de las salpicaduras era asombrosa, vivida: su brillo salvaje y terrorífico resaltaba en las paredes, los muebles, el televisor, las toallas, las colchas y las cortinas, formando una estampa horrenda de sangre por todas partes. Aunque estuviéramos en Miami, alguien tenía que haber oído algo. Dos personas son despedazadas vivas con una sierra mecánica en una habitación de un hotel caro y elegante, y la única reacción de los vecinos fue subir el volumen de la tele.
Podéis pensar que el trabajo absorbe demasiado a Dexter el diligente, pero me gusta ser concienzudo, y me gusta saber dónde se esconde toda la sangre. Las razones profesionales resultan obvias, pero no son tan importantes para mí como las de índole personal. Quizás algún día un psiquiatra pagado por el sistema penitenciario del Estado me ayudará a descubrir el porqué.
En cualquier caso, cuando llegamos al lugar, los pedazos de cuerpo estaban fríos, y probablemente nunca encontraríamos a ese tío que calzaba unos mocasines italianos hechos a mano talla 42. Diestro y con sobrepeso, con un revés terrible.
Pero yo había perseverado hasta completar el trabajo al máximo. No trabajo para atrapar a los malos. ¿Por qué iba a querer hacerlo? No, mi trabajo consiste en poner orden en el caos. Obligar a las manchas de sangre a que se comporten como deben y después largarme. Otros pueden aprovechar mi trabajo para atrapar criminales; me parece bien, pero no me importa.
Si algún día soy lo bastante descuidado y me pillan, dirán que soy un monstruo psicópata, un demonio enfermo y retorcido que ni siquiera es humano, y probablemente me condenarán a morir en la silla eléctrica. En cambio, si algún día pillan al que calza 42, dirán que se trata de un desgraciado que eligió el camino equivocado por culpa de unas fuerzas sociales a las que no pudo resistirse, y le meterán diez años en la cárcel. Luego le soltarán con el dinero suficiente como para comprarse un traje nuevo y una nueva sierra mecánica.
Cada día que paso trabajando comprendo un poco mejor a Harry.
6
Viernes noche. Noche de citas en Miami. Y, créanlo o no, Noche de Cita para Dexter. Por extraño que parezca, había encontrado a alguien. ¿Qué, qué? ¿Ese muerto en vida de Dexter quedando con rubias debutantes? ¿Sexo entre zombies? ¿Tal vez mi necesidad de imitar la vida ha llegado hasta el extremo de fingir orgasmos?
Respiren profundamente. El sexo nunca ha formado parte de esto. Tras años de deambular atrozmente avergonzado e intentando parecer normal, había dado por fin con la cita perfecta.
Rita estaba casi tan hecha polvo como yo. Casada desde muy joven, había luchado para que su matrimonio durara a lo largo de diez años y dos hijos. Su encantador cónyuge tuvo unos cuantos problemas menores. Primero el alcohol, luego la heroína, lo crean o no, y finalmente el «crack». El muy bestia le pegaba. Rompía muebles, gritaba, arrojaba objetos y profería amenazas. Después la violaba. Le contagió una de esas espantosas enfermedades que acompañan a los adictos al crack. Todo esto de forma regular, y Rita lo soportó, trabajó, consiguió internarle dos veces en sendos programas de rehabilitación. Pero una noche el tío se ensañó con los niños y ahí Rita dijo basta.
Las heridas de la cara ya se le habían curado, por supuesto. Y los brazos y las costillas rotas son asunto rutinario para los médicos de Miami. Rita estaba ya bastante presentable, justo lo que pedía el monstruo.
El divorcio llegó por fin, el bestia fue encerrado, ¿y luego? Ah, misterios de la mente humana. En algún momento y por alguna razón, Rita había decidido volver a salir con hombres. Estaba bastante segura de que era Lo Que Debía Hacer; pero fruto de las regulares palizas recibidas a manos del Hombre de su Vida, había perdido por completo el interés por el sexo. Lo único que quería era, digamos, un poco de compañía masculina durante un rato.