Después paseamos por Ocean Boulevard, enfrascados en una conversación intrascendente, un arte que domino a la perfección. Hacía una noche preciosa. La luna llena de noches atrás, la que había iluminado mis juegos con el padre Donovan, había perdido un trozo.
Y cuando volvíamos a casa de Rita en el sur de Miami después de nuestra cita convencional, pasamos por un cruce situado en una de las áreas menos elegantes de Coconut Grove. Una luz roja parpadeante me llamó la atención y eché un vistazo a la calle. Se había cometido un crimen: la cinta amarilla ya estaba en pie y varios coches patrulla se dirigían hacia allí.
Ha vuelto a matar, pensé, y antes de saber qué estaba haciendo giré el volante hacia la calle donde se había perpetrado el crimen.
—¿Adonde vamos? —preguntó Rita, con bastante lógica.
—Bueno, ya que pasamos por aquí me gustaría asegurarme de que no me necesitan.
—¿No llevas el busca?
Le dediqué mi mejor sonrisa de viernes por la noche.
—No siempre saben que me necesitan.
Me habría parado igual, sólo para presumir ante Rita. La gracia de llevar un disfraz es que la gente lo vea. Pero, sinceramente, la vocecilla que me martilleaba desde el oído me habría hecho parar en cualquier caso. Ha vuelto a matar. Y tenía que ver qué había hecho esta vez. Dejé a Rita en el coche y salí corriendo.
El muy canalla no había hecho nada bueno. Ahí teníamos el mismo lote de miembros seccionados pulcramente envueltos. Angelnadaquever estaba agachado, casi en la misma postura como lo había dejado en la escena del último crimen.
—Hijo de puta —dijo él, cuando me acerqué.
—Espero que no te refieras a mí —dije.
—Estamos todos quejándonos de tener que trabajar un viernes por la noche y tú te presentas con una chica. Y aquí sigue sin haber nada para ti.
—¿El mismo individuo y el mismo patrón?
—Exacto —dijo él. Abrió el plástico con el bolígrafo—. Totalmente seco. Ni gota de sangre.
Esas palabras me hicieron sentir ligeramente ansioso. Me incliné para echar un vistazo. Una vez más las partes del cuerpo presentaban un aspecto increíblemente limpio y seco. Había en ellas un tono azulado, y parecían conservadas en su breve y perfecto momento temporal. Maravilloso.
—Esta vez hay una ligera diferencia en los cortes —dijo Ángel—. En cuatro lugares. Éste de aquí ha sido hecho con fuerza, casi con emoción. Ése de ahí no tanto. Y esos dos están en un punto medio. ¿Lo ves?
—Muy bonito —dije.
—Y, ahora, mira esto —dijo él. Con la punta de un lápiz apartó el pedazo desangrado que había encima. Debajo apareció otro fragmento, de un blanco resplandeciente. La carne había sido cuidadosamente arrancada, a lo largo, hasta dejar el hueso pelado—. ¿Por qué haría eso? —preguntó Ángel en voz baja.
Respiré hondo.
—Está experimentando —expliqué—. Tratando de encontrar la forma de hacerlo. —Y me quedé contemplando el trozo seco y limpio hasta que me di cuenta de que Ángel no me había quitado la vista de encima.
«Como un niño que juega con la comida», así se lo describí a Rita en cuanto volví al coche.
—Por Dios —exclamó ella—. ¡Que horror!
—Creo que la palabra adecuada es atroz.
—¿Cómo puedes bromear sobre esto, Dexter?
Le brindé una sonrisa reconfortante.
—En mi campo de trabajo acabas acostumbrándote. Bromeamos para ocultar el dolor.
—Bueno, sólo espero que capturen pronto a ese maníaco.
Pensé en las partes del cuerpo pulcramente envueltas, en la variedad de los cortes, en la maravillosa y absoluta falta de sangre.
—No lo creo —murmuré.
—¿Qué has dicho? —preguntó ella.
—Decía que no creo que lo capturen demasiado pronto. Es un asesino extremadamente inteligente, y la inspectora que lleva el caso está más interesada en hacer política que en resolver crímenes.
Me miró para ver si bromeaba. Después permaneció un rato en silencio mientras nos dirigíamos al sur por la autopista estatal 1. No abrió la boca hasta que llegamos a South Miami.
—Nunca podría acostumbrarme a ver… No sé. ¿El lado oscuro? ¿La verdad de las cosas? Tu visión de las cosas —dijo finalmente.
Me cogió por sorpresa. Había aprovechado el silencio para meditar sobre las partes del cadáver cuidadosamente envueltas que habían quedado atrás. Mi mente había rondado con avidez sobre los miembros seccionados como un águila que busca un pedazo de carne para devorar. La observación de Rita fue tan inesperada que, por un instante, no pude ni hablar.
—¿Qué quieres decir? —conseguí articular, por fin.
Frunció el ceño.
—No estoy segura. Es sólo que… Todos suponemos que las cosas… son de… una cierta manera. ¿Como deberían ser? Y luego nunca lo son, siempre son más… No sé, ¿más siniestras? Más humanas. Como esto: una piensa que los detectives quieren atrapar al criminal, ¿es lo que hacen, no? Y nunca se me había ocurrido antes que un asesinato pueda tener un componente político.
—Prácticamente todo lo tiene —dije. Giré por su calle y me paré delante de su limpia y vulgar casa.
—Pero tú —dijo ella. No parecía advertir dónde estábamos o qué había dicho yo—, tú empiezas por ahí. La mayoría de la gente no llegaría tan lejos.
—No soy tan profundo, Rita —dije, disponiéndome a aparcar el coche.
—Es como… como si todo tuviera dos partes: la parte que todos creemos que es y la que es de verdad. Y tú ya lo sabes, y todo esto parece sólo un juego para ti.
No tenía la menor idea de qué intentaba decir. La verdad es que había desistido de seguir su razonamiento hacía rato y, mientras ella hablaba, había dejado que mi mente volviera al nuevo asesinato: la pulcritud de la carne muerta, la calidad improvisada de los cortes, la total y absoluta falta de sangre que dejaba un entorno impoluto…
—Dexter —dijo Rita, apoyando una mano en mi brazo.
La besé.
No sé cuál de los dos se quedó más sorprendido. Lo cierto es que no era algo que tuviera planeado de antemano. Y puedo jurarles que no fue por su perfume. Pero llevé mis labios contra los suyos y los tuve allí durante un largo momento.
Ella se apartó.
—No —dijo ella—. Yo… No, Dexter.
—Muy bien —acepté, aún perplejo por lo que había hecho.
—No creo que quiera… No estoy preparada para eso… Maldita sea, Dexter —dijo ella. Se quitó el cinturón de seguridad, abrió la puerta del coche y corrió hacia su casa.
Oh, Dios, pensé. ¿Qué diablos has hecho?
Y supe que seguiría dándole vueltas a todo eso, y tal vez me sintiera decepcionado por haberme cargado un disfraz que llevaba año y medio construyéndome día a día.
Pero en este momento en lo único en que podía pensar era en ese montón de partes de cuerpo humano seccionadas.
Desangradas.
Ni una gota.
7
El cuerpo yace tal y como a mí me gusta. Brazos y piernas sujetos y la boca sellada con cinta aislante para que no haya ruido ni salpicaduras en mi área de trabajo. Y mi mano sostiene el cuchillo con tanta firmeza que estoy seguro de que éste será uno de los buenos, muy satisfactorio…
Pero no se trata de un cuchillo, sino de una especie de…
Y tampoco se trata de mi mano. Aunque mi mano la mueve, no es la mía la que sostiene el arma. Y la estancia es muy pequeña, bastante estrecha, lo cual tiene sentido porque es… ¿qué?
Y ahora estoy flotando sobre este perfecto y cerrado espacio de trabajo y su tentador cuerpo, y por primera vez siento el frío que sopla alrededor, y, en cierto modo, a través de mí. Y si sólo pudiera sentir los dientes, estoy seguro de que castañetearían. Y mi mano, en una simbiosis perfecta con esa otra mano, se alza y traza en el aire el arco que provocará un corte perfecto…