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Había rodado unos dos o tres metros hasta detenerse en mitad de la calle. Incluso a esta distancia no cabía duda, pero sólo para asegurarme de que no había error posible, los faros de un coche que se acercaba la alumbraron. El coche derrapó y chocó contra un seto, y por encima del sonido ininterrumpido de la bocina pude oír los gritos del conductor. Me acerqué a esa cosa para confirmar mis sospechas.

Sí. Era eso.

Una cabeza de mujer.

Me agaché para verla de cerca. Se trataba de un corte muy limpio, un trabajo excelente. Casi no había sangre en el borde de la herida.

—Gracias a Dios —dije en voz alta, consciente de que estaba sonriendo. ¿Y por qué no?

¿No era una buena noticia? Al fin y al cabo no estaba loco.

10

Poco después de las ocho de la mañana LaGuerta se acercó al lugar donde estaba yo sentado, sobre el capó del coche. Apoyó el impecable traje sastre en la carrocería y se deslizó hasta que nuestros muslos se rozaron. Esperé que dijera algo, pero por una vez no parecía tener nada que decir. Tampoco yo. De modo que permanecí unos minutos sentado, mirando el puente, sintiendo el calor de su muslo contra el mío y preguntándome adonde se habría ido mi tímido amigo del camión. Pero una presión en el muslo me sacó de mi ensimismamiento.

Bajé la vista hacia el pantalón. LaGuerta me amasaba el muslo como si fuera una barra de arcilla. La miré a los ojos y me sostuvo la mirada.

—Han encontrado el cuerpo —dijo ella—. Ya me entiendes, el que acompañaba a la cabeza.

Me incorporé.

—¿Dónde?

Me miró del modo en que los policías miran a la gente que encuentra cabezas decapitadas por la calle. Pero respondió.

—En el Office Depot Center.

—¿Donde juegan los Panthers? —pregunté, y sentí un escalofrío, como si un dedo helado me atravesara el cuerpo—. ¿En el hielo?

LaGuerta asintió sin dejar de observarme.

—Los Panthers son un equipo de hockey —dijo ella—, ¿verdad?

—Creo que sí —dije, sin poder contenerme.

Se mordió los labios.

—Lo encontraron envuelto en la red de la portería.

—¿La del equipo de casa o la de los visitantes? —pregunté.

—¿Eso importa algo? —dijo ella, parpadeando.

Sacudí la cabeza.

—Era sólo una broma, inspectora.

—No tengo ni idea de qué diferencia hay. Debería encontrar a alguien que entienda de hockey —dijo ella, apartando por fin la mirada de mí y dirigiéndola hacia la multitud, en busca de alguien que llevara un disco para jugar al hockey—. Me alegra que estés de humor para bromas —añadió—. ¿Y qué es una… —frunció el ceño, en un esfuerzo por recordar— samboli?

—¿Qué?

—Es una especie de máquina —explicó con un encogimiento de hombros—. Creo que se usa para el hielo…

—¿Una Zamboni?

—Como se llame. El individuo que la conduce la saca para preparar el hielo para el entrenamiento matutino. Hay un par de jugadores a los que les gusta practicar a primera hora. Y les gusta que el hielo esté en condiciones, así que el tío este, el conductor de la… —vaciló por un instante— ¿zamboli?, llega muy temprano los días de entreno. La mete en la pista y ve las bolsas apiladas. Junto a la red de la portería. De manera que se acerca a echar un vistazo. —Volvió a encogerse de hombros—. Doakes está allí ahora. Dice que no consiguen calmarle lo suficiente como para sacarle ni una palabra más.

—Entiendo algo de hockey —dije yo.

Me lanzó una mirada intensa.

—Hay tantas cosas de ti que no sé, Dexter. ¿Juegas al hockey?

—No, nunca he jugado —admití con modestia—. Sólo he visto unos cuantos partidos.

No dijo nada y tuve que morderme los labios para no seguir presumiendo. Lo cierto es que Rita había sacado entradas de temporada para los Florida Panthers y, para mi sorpresa, yo había descubierto que me gustaba el hockey. No era sólo la violencia frenética y alegremente homicida lo que me divertía. Había algo relajante en estar sentado en el enorme y frío estadio, y habría ido allí sin oponer resistencia hasta para ver un partido de golf. También es cierto que le habría dicho cualquier cosa a LaGuerta con tal de que me llevara al estadio. Sentía unas incontenibles ganas de ir al estadio. Deseaba ver el cuerpo apilado sobre el hielo más que cualquier otra cosa, deseaba deshacer el pulcro envoltorio y ver la limpia carne fresca. Deseaba tanto verla que me sentí como un perro babeante de esos que salen en los dibujos animados; mi urgencia por verlo era tal que incluso sentía que el cuerpo, en cierto modo, me pertenecía.

—Muy bien —dijo LaGuerta cuando yo ya estaba a punto de reventar, luciendo una sonrisa fugaz, en parte oficial y en parte… ¿qué? Daba igual, algo distinto; desgraciadamente, algo humano que quedaba más allá de mi capacidad de comprensión—. Nos dará ocasión de charlar.

—Me gustaría mucho —dije, rezumando encanto por todos los poros. LaGuerta no respondió. Quizá no me oyó, aunque tampoco importaba. Estaba más allá del sarcasmo en todo lo que se refería a su imagen. Era posible herirla con el halago más absurdo del mundo y ella lo aceptaba como si fuera su obligación. La verdad es que no me divertía halagarla. Cuando no hay desafío pierde la gracia. Pero no se me ocurría nada mejor que decir. ¿De qué se imaginaba ella que hablaríamos? Ya me había interrogado sin piedad antes de llegar a la escena del crimen.

Permanecimos junto a mi coche abollado y presenciamos la salida del sol. Ella observó la carretera sobre el mar y me preguntó siete veces si había visto al conductor del camión, cada vez con una inflexión levemente distinta, frunciendo el ceño entre una y otra pregunta. Me había preguntado en cinco ocasiones si estaba seguro de que se trataba de un camión refrigerado, y estoy seguro de que eso era lo que entendía por sutileza. Quería preguntar mucho más, pero se echó atrás para no resultar demasiado obvia. Incluso una vez se olvidó de quién era y preguntó en español. Le contesté en español que estaba seguro, y ella me miró a los ojos y me tocó el brazo, pero no volvió a preguntar.

Y por tres veces había seguido con la mirada la rampa de acceso al puente, sacudido la cabeza y mascullado «¡Puta!» entre dientes. Se trataba de una clara referencia a la agente Puta, mi querida hermana Deborah. Dada la aparición en escena del camión refrigerado que Deborah había predicho, iba a necesitar una cierta cantidad de control por su parte y, por cómo LaGuerta se mordisqueaba el labio inferior, deduje que la inspectora estaba firmemente concentrada en ese problema. Estaba seguro de que daría con algo que a Deb le resultara incómodo —era una de sus mayores habilidades—, pero por el momento esperaba que mi hermana se anotara el punto. No con LaGuerta, claro, pero cabía esperar que el resto advirtiera que su brillante intento de trabajo detectivesco había dado en la diana.

Por extraño que resulte, LaGuerta no preguntó qué hacía yo en mi coche a esas horas. Claro que no soy detective, pero me parece una pregunta bastante obvia. Quizá sería poco amable por mi parte decir que las omisiones de ese tipo eran típicas de ella, pero ahí está. Simplemente no preguntó.

Y, sin embargo, al parecer teníamos más cosas de qué hablar. De manera que la seguí hasta su coche, un gran Chevrolet azul celeste que no tenía más de dos años y que conducía cuando estaba de servicio. En su vida privada llevaba un pequeño BMW del que se suponía que nadie tenía noticia.

—Sube —dijo ella. Y me senté en el asiento delantero, de un azul impoluto.

LaGuerta conducía deprisa, sorteando el tráfico, y en pocos minutos estábamos en la carretera sobre el mar de regreso a Miami, atravesando la bahía de Biscayne de nuevo y a un kilómetro más o menos de la I95. Se incorporó a la autopista en dirección norte sorteando el tráfico a una velocidad que parecía un poco excesiva incluso para Miami. Pero llegamos a la 595 y giramos hacia el oeste. Me miró tres veces de reojo antes de decidirse a hablar.