—Gire aquí —dije por fin.
Los ojos del cura volaron hacia los míos reflejados en el espejo. El pánico intentaba huir de su mirada, descender por su rostro, llegar hasta la boca y expresarse, pero…
—¡Gire! —dije, y giró. Se derrumbó al ver confirmados sus temores, unos temores que albergaba desde el principio, y giró.
El camino sucio y estrecho apenas resultaba visible. Casi había que saber que estaba allí. Pero yo lo sabía. Ya había estado allí antes. El camino se prolongaba unos cuatro kilómetros, girando tres veces entre la maleza y los árboles, corriendo paralelo a un pequeño canal que al llegar a un claro se convertía en una ciénaga.
Alguien había construido una casa allí cincuenta años atrás. Se conservaba bastante bien. Incluso podía decirse que era grande. Tres habitaciones, medio tejado todavía en pie: un lugar que llevaba muchos años completamente abandonado.
Excepto por el antiguo huerto que había en el patio lateral. Presentaba señales de que alguien lo había estado excavando no hacía mucho.
—Pare el coche —dije en cuanto los faros alumbraron la casa en ruinas.
El padre Donovan obedeció a trompicones. El miedo le había dejado totalmente agarrotado, dando rigidez a sus miembros y sus pensamientos.
—Apague el motor —ordené, y lo hizo.
De repente, todo quedó en silencio.
Algún animalillo se agitó en un árbol. El viento erizaba la hierba. Y después más quietud, un silencio tan profundo que casi ahogaba el rugido de la música nocturna que resonaba en mi yo secreto.
—Baje —dije.
El padre Donovan no se movió en absoluto. Tenía los ojos fijos en el huerto.
La imagen era siniestra bajo la luz de la luna: siete pequeños montículos de tierra. Al padre Donovan le debieron de parecer aún más siniestros. Y siguió inmóvil.
Tiré con fuerza del lazo, con más fuerza de la que él creía que podía resistir, con más fuerza de la que él creía que podía aplicársele. La espalda se le arqueó en el respaldo, se le marcaron las venas de la frente y creyó que estaba a punto de morir.
Pero no lo estaba. Aún no. De hecho, todavía le quedaba un poco de tiempo.
Abrí la puerta con violencia y lo saqué de un tirón, sólo para hacerle sentir lo fuerte que yo era. Cayó sobre el lecho arenoso, retorciéndose como una serpiente herida. El Oscuro Pasajero se reía, encantado, y yo representaba mi papel. Puse una bota sobre el pecho del padre Donovan y tiré del lazo.
—Será mejor que escuche con atención y obedezca mis órdenes —expliqué—. Mucho mejor. —Me agaché y aflojé el lazo—. Debería saberlo. Es importante.
Y me escuchó. Los ojos, inyectados en sangre y dolor, y derramando lágrimas por su cara, se encontraron con los míos en un súbito arrebato de comprensión: todo lo que tenía que pasar estaba ahí delante para que lo viera. Y lo vio. Y supo lo importante que era para él portarse bien. Empezaba a saberlo.
—Levántese —dije.
Lentamente, muy lentamente, sin apartar su mirada de la mía, el padre Donovan se incorporó. Nos quedamos un buen rato así, los ojos juntos, convirtiéndonos en una única persona con una sola necesidad, y entonces empezó a temblar. Levantó una mano hacia la cara, pero la dejó caer a medio camino.
—Vamos a la casa —dije con voz muy muy suave. En la casa todo estaba listo.
El padre Donovan bajó la mirada. Trató de mirarme, pero ya no soportaba mis ojos. Encaminó sus pasos en dirección a la casa, pero se detuvo al volver a ver los montículos oscuros del jardín. Y quiso mirarme, pero no pudo; no después de que la luna volviera a mostrarle aquellos montones negros de tierra.
Se dirigió hacia la casa mientras yo sostenía la correa. Avanzó obediente, cabizbajo, una víctima buena y dócil. Subió los cinco escalones desvencijados y cruzó el estrecho porche que conducía hasta la puerta principal, que estaba cerrada. El padre Donovan se detuvo. No levantó la vista. No me miró.
—Abra la puerta —ordené con la misma voz suave.
El padre Donovan tembló.
—Abra la puerta de una vez —repetí.
Pero no pudo.
Me adelanté y empujé la puerta. Metí al cura dentro de un puntapié. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y se quedó al otro lado del umbral con los ojos casi cerrados.
Cerré la puerta. Había dejado una lámpara alimentada por una batería en el suelo, junto a la puerta, y la encendí.
—Mire —susurré.
El padre Donovan, lenta y cuidadosamente, abrió un ojo.
Se quedó helado.
El tiempo se paró para el padre Donovan.
—No —dijo él.
—Sí.
—Oh, no.
—Oh, sí —dije.
—¡NOOO! —gritó.
Tiré del lazo. El grito se cortó en seco y cayó de rodillas. Emitió un gemido ahogado y se cubrió la cara con las manos.
—Sí —dije—. Es un espectáculo terrible, ¿no cree?
Necesitó todos los músculos de la cara para cerrar los ojos. No podía mirar, ahora no, así no. Era comprensible, la verdad: era un espectáculo terrible. También a mí me había disgustado sólo saber que estaba allí, a pesar de haberlo preparado yo para él. Claro que tenía que verlo. Tenía que verlo. No sólo por mí. No sólo por el Oscuro Pasajero, sino por él. Tenía que ver. Y no miraba.
—Abra los ojos, padre Donovan —dije.
—Por favor —dijo con un horrible gemido. Me sacó de quicio, lo reconozco, no debería haber perdido los nervios; debía haber mantenido un control glacial, pero no pude evitarlo, mientras gemía al ver todo ese espanto por el suelo. Le pateé las piernas. Tiré con fuerza del lazo y le agarré la nuca con la mano derecha para luego empujarle la cara contra el combado y sucio suelo de madera. Había un poco de sangre y eso me enojó aún más.
—Ábralos —dije—. Abra los ojos. Ábralos AHORA. Mire. —Le cogí del pelo y le eché la cabeza hacia atrás—. Haga lo que le digo. Mire. O le arrancaré los párpados de un tajo.
Fui muy convincente. Y obedeció. Hizo lo que se le decía. Miró.
Yo le había dedicado mucho esfuerzo para que quedara bien, pero no queda más remedio que jugar con las cartas que uno tiene. No podría haberlo hecho si no hubieran llevado enterrados tiempo suficiente como para secarse, pero estaban muy sucios. Había conseguido eliminar gran parte de la suciedad, pero algunos cuerpos llevaban mucho tiempo en el huerto y resultaba difícil distinguir dónde empezaba la suciedad y acababa el cuerpo. Si te paras a pensarlo la verdad es que uno nunca podía decirlo. Tanta suciedad…
Eran siete, siete cuerpecillos, siete niños huérfanos muy sucios dispuestos sobre cortinas de ducha de plástico, que son más resistentes y absorben mejor. Siete líneas rectas apuntando directamente desde el suelo.
Apuntando directamente al padre Donovan. Y entonces lo supo.
Estaba a punto de reunirse con ellos.
—Santa María, madre de Dios… —empezó. Di un fuerte tirón al lazo.
—Deje eso ahora, padre. Ahora no. Ha llegado el momento de la verdad.
—Por favor —masculló.
—Sí, pídamelo. Eso está bien. Mucho mejor. —Volví a tirar—. ¿Cree que basta con eso, padre? ¿Sólo eso a cambio de siete cadáveres? ¿Le suplicaron? —No tenía nada que decir—. ¿Cree que están todos, padre? ¿Sólo siete? ¿Los he encontrado a todos?
—Oh, Dios —dijo con voz áspera, fruto de un dolor que resultaba gratificante de escuchar.
—¿Y qué me dice de las otras ciudades, padre? ¿Qué me dice de Fayetteville? ¿Le gustaría hablar de Fayetteville? —Emitió sólo un gemido ahogado, sin palabras—. ¿O East Orange? ¿Fueron tres? ¿O me dejo alguno? Es difícil estar seguro. ¿Fueron cuatro en East Orange, padre?