Pero eso no era posible, claro que no. Y ahora ya no podía dejar de pensar en ello. El espejo estaba allí por alguna razón importante. Las bolsas no eran para él simple basura. Tal y como había demostrado eligiendo la pista de hockey como escenario, la presentación jugaba un papel trascendente en sus actos. No dejaba ningún detalle al azar. Y por eso empecé a pensar qué podía significar el espejo. Tenía que creer que, por improvisado que pudiera parecer, colocarlo con los trozos del cuerpo era un acto absolutamente deliberado. Y tenía la sensación, burbujeando en algún punto de mis pulmones, de que se trataba de un mensaje esmerado, muy privado.
¿Dirigido a mí?
Si no a mí, ¿a quién? El resto del acto hablaba para el mundo en generaclass="underline" vean cómo soy. Vean cómo somos todos. Vean qué hago al respecto. El retrovisor de un camión no formaba parte de la frase. Seccionar el cuerpo, drenar la sangre… eran acciones necesarias y elegantes. Pero el espejo —y sobre todo si resultaba pertenecer al camión que perseguí— era distinto. Un toque elegante, sí; ¿pero qué información aportaba? Ninguna. Se había añadido por alguna otra razón, y esa razón tenía que ser comunicar algo nuevo y distinto. Podía sentir la electricidad del pensamiento surcando mi cuerpo. Si pertenecía al camión, sólo podía ir dirigido a mí.
¿Pero qué significaba?
—¿A qué coño viene eso? —dijo Deb, a mi lado—. Un retrovisor. ¿Por qué?
—Ni idea —dije, aún sintiendo que su energía latía en mí—. Pero te apuesto una cena en Joes Stone Crabs a que procede del camión refrigerado.
—No me apuesto nada —dijo ella—. Pero al menos deja sentada una cuestión importante.
La miré, atónito. ¿Podía haber deducido de verdad algo que a mí me había pasado por alto?
—¿Qué cuestión, hermanita?
Indicó con un movimiento de cabeza al enjambre de agentes que seguían deambulando por los bordes de la pista.
—Jurisdicción. Éste es nuestro. Vamos.
A primera vista, la inspectora LaGuerta no estaba muy impresionada por este nuevo hallazgo. Quizá bajo aquella máscara de indiferencia cuidadosamente estructurada se ocultaba una inquietud profunda y permanente por el simbolismo del espejo y todas sus implicaciones. O eso, o era más tonta que una bolsa con piedras. Seguía junto a Doakes. A favor de él hay que decir que parecía perplejo, pero quizás obedeciera simplemente a que su cara se había cansado de la habitual expresión de mezquindad y estaba intentando algo nuevo.
—Morgan —dijo LaGuerta dirigiéndose a Deb—. No te había reconocido vestida.
—Supongo que es posible pasar por encima de un montón de cosas obvias, inspectora —dijo Deb antes de que yo pudiera detenerla.
—Así es —dijo LaGuerta—. Por eso algunos de entre nosotros nunca llegan a Homicidios. —Fue una victoria total y sin esfuerzo, y LaGuerta ni siquiera esperó a ver cómo la bala daba en el blanco. Apartándose de Deb, se dirigió a Doakes—: Averigua quién tiene llaves del estadio. Quién puede entrar aquí cuando se le antoje.
—De acuerdo —dijo Doakes—. ¿Compruebo las cerraduras para ver si alguien ha forzado alguna?
—No —dijo LaGuerta con una pequeña mueca—. Ahora ya tenemos la relación con el hielo. Ese camión refrigerado era sólo una cortina de humo —añadió mirando a Deborah, antes de volverse de nuevo hacia Doakes—. Los daños que se aprecian en los tejidos tienen que proceder de aquí, del hielo. De modo que el asesino guarda alguna relación con este lugar. —Miró a Deborah una última vez—. No con el camión.
—Uh, uh —dijo Doakes. No sonaba muy convencido, pero no era él quien mandaba.
LaGuerta me miró.
—Creo que puedes irte a casa, Dexter —dijo—. Ya sé dónde vives por si te necesito. —Al menos no me guiñó un ojo.
Deborah me acompañó hasta las puertas del estadio.
—Como esto siga así, estaré vigilando pasos de cebra dentro de un año —dijo, con un gruñido.
—Tonterías, Deb. Yo diría que dentro de dos meses máximo.
—Gracias.
—Bueno, la verdad es que no puedes desafiarla abiertamente. ¿No has visto cómo lo hacía el sargento Doakes? Un poco de sutileza, por el amor de Dios.
—Sutileza. —Se quedó inmóvil y me cogió del brazo—. Mira, Dexter. Esto no es ningún juego.
—Sí lo es, Deb. Un juego diplomático. Y no lo estás jugando como es debido.
—No estoy jugando a nada. Hay vidas humanas en peligro. Hay un carnicero campando a sus anchas que seguirá suelto mientras esa inútil de LaGuerta siga al frente de la operación.
Reprimí un atisbo de esperanza.
—Quizá sea así…
-Es así —insistió Deb.
—… pero Deborah, no vas a cambiar nada ganándote un destierro a la patrulla de tráfico de Coconut Drive.
—No —dijo ella—. Pero eso puede cambiar si encuentro al asesino.
Hay gente que simplemente no tiene la menor idea de cómo funciona el mundo. En otros temas Deb era una persona muy lista, de verdad, pero había heredado toda la franqueza tosca de Harry, su modo directo de enfrentarse a las cosas, sin el matiz de comprensión con que él la combinaba. En Harry la testarudez había constituido un modo de atravesar la materia fecal. En Deborah era un modo de fingir que no existía tal materia.
Una de las patrullas que había en la zona me llevó hasta mi coche. Fui hacia casa, imaginando que había guardado la cabeza, la había envuelto cuidadosamente en papel de seda y la había colocado en el asiento trasero para llevarla conmigo. Estúpido y terrible, lo sé. Por primera vez comprendí a esos individuos tristes, normalmente pervertidos, que se extasían ante los zapatos de mujer o llevan encima ropa interior sucia. Una sensación sucia que me hacía desear una ducha en la misma medida en que deseaba acariciar esa cabeza.
Pero no la tenía en mi poder. Lo único que me quedaba era volver a casa. Avancé despacio, a una velocidad algo inferior a la permitida, algo que en Miami equivale a llevar un cartel diciendo PÉGAME colgado a la espalda. Nadie me golpeó, claro. Para eso habrían tenido que frenar. Pero sí intentaron meterme prisa a base de bocinazos unas siete veces, me insultaron ocho, y cinco coches se limitaron a adelantarme, ya fuera por el arcén o invadiendo el carril contrario.
Pero aquel día ni siquiera el enérgico espíritu de los conductores de Miami conseguía animarme. Estaba agotado, aturdido; necesitaba pensar, lejos de los ecos estrepitosos del estadio y del absurdo acoso de LaGuerta. Conducir despacio me daba tiempo para meditar, para descifrar el significado de todo lo que había sucedido. Y caí en la cuenta de que una estúpida frase seguía rondándome por la cabeza, columpiándose entre los engranajes y ruedecillas de mi exhausto cerebro. Había tomado vida propia. Y cuanta más atención prestaba a mis pensamientos, más sentido tenía. Además del sentido, se convirtió en una especie de mantra hipnótico. Se convirtió en la clave para pensar sobre el asesino: la cabeza rodando por la calle, el espejo retrovisor guardado junto a una de esas partes del cuerpo maravillosamente secas.
De haber sido yo…
Es decir: «De haber sido yo, ¿qué querría decir con ese espejo?», y «De haber sido yo, ¿qué habría hecho con el camión?»
Claro que no había sido yo, y esa envidia es muy mala para el alma, pero como no acabo de estar seguro de tener una, tampoco importaba. De haber sido yo, habría metido el camión en cualquier cuneta cercana al estadio para así alejarme después en un coche más rápido. ¿Un coche escondido de antemano? ¿Robado? Dependía. De haber sido yo, ¿tendría ya planeado dejar el cadáver en el estadio, o habría surgido como reacción a la persecución por carretera?