Un contestador automático cuya luz parpadeaba cuando entré. Tener un mensaje no es algo que me suceda todos los días. Por alguna razón hay muy pocas personas en el mundo que crean tener algo que decir a un analista de restos de sangre durante el horario de trabajo. Una de las pocas personas que suele tener algo que decirme es Deborah Morgan, mi hermana de leche. De la poli, como su padre.
El mensaje era suyo.
Apreté el botón y oí una débil música tejana, seguida por la voz de Deborah. «Dexter, por favor, ven en cuanto llegues. Estoy en el lugar de un crimen en Tamiami Trail, en el motel Cacique.» Una pausa. La oí poner una mano sobre el receptor del teléfono mientras hablaba con alguien. Después se oyó otra ráfaga de música mexicana y volvió a ponerse al aparato. «¿Puedes venir enseguida? Por favor, Dex…»
Había colgado.
No tengo familia. Bueno, al menos por lo que yo sé. Supongo que debe de haber gente por ahí que lleva material genético parecido al mío, claro. Los compadezco. Pero no los conozco. No lo he intentado, ni ellos tampoco han intentado buscarme. Fui adoptado, criado por Harry y Doris Morgan, los padres de Deborah. Y, teniendo en cuenta lo que soy, podemos decir que hicieron un trabajo estupendo conmigo, ¿no creen?
Los dos han fallecido ya. De modo que Deb es la única persona del mundo a quien le importa una mierda si estoy vivo o muerto. Y, por alguna razón que no logro comprender, en realidad me prefiere vivo. Creo que es todo un detalle, y si fuera capaz de sentir algo por alguien, lo sentiría por Deb, seguro.
Así que hice lo que me pedía. Saqué el coche del aparcamiento de MetroDade y me metí por Turnpike, que me condujo hacia el sur, a la parte de Tamiami Trail que alberga el motel Cacique y a varios centenares de hermanos y hermanas de éste. A su modo es el paraíso. Sobre todo si eres una cucaracha. Filas interminables de edificios que se las apañan para brillar y acumular polvo al mismo tiempo. Neones relucientes sobre estructuras antiguas, escuálidas y putrefactas. Si no vas allí de noche, no vas nunca. Porque contemplar este tipo de lugares a la luz del día es ver la letra pequeña de nuestro pobre contrato con la vida.
Todas las ciudades importantes tienen una zona como ésta. Si un enano calvo en un estado avanzado de lepra quiere acostarse con un canguro y un coro de adolescentes, seguro que hallará el camino hasta aquí y alquilará una habitación. Cuando haya terminado, tal vez lleve a todo el grupo al bar de al lado, a tomar una taza de café cubano y un sandwich «medianoche». A nadie le importará, siempre y cuando deje propina.
Deborah había pasado mucho tiempo por allí últimamente. Lo afirma ella, no yo. Parecía un lugar ideal para ir si eres poli y deseas aumentar las probabilidades estadísticas de atrapar a alguien haciendo algo realmente malo.
Deborah no lo veía así. Quizá porque estaba en la brigada antivicio. Una chica atractiva que está en la brigada antivicio en Tamiami Trail suele acabar haciendo de anzuelo: en la calle, casi desnuda, para atrapar a hombres que anden a la caza de sexo. Deborah lo odiaba. La prostitución sólo le interesaba desde una perspectiva sociológica. No creía que cazar a esos tipos fuera luchar de verdad contra el crimen. Y, aunque eso sólo lo sabía yo, también odiaba todo lo que daba mayor énfasis a su feminidad y realzaba su exuberante figura. Quería ser poli; no era culpa suya que su aspecto recordara más al de la chica de las páginas centrales de una revista masculina.
Y mientras entraba en el aparcamiento que unía al Cacique con su vecino, el Café Cubano de Tito, observé que aquel día su ropa realzaba su exuberante figura más que nunca. Llevaba un top ajustado color rosa neón, shorts elásticos, medias negras de red y tacones de aguja. Todo directamente sacado de la tienda de disfraces para Putas de Hollywood en 3D.
Hace unos años llegó a oídos de alguien de la brigada antivicio que los chulos se reían de ellos por la calle. Según parece, los polis de antivicio, mayoritariamente hombres, escogían el atuendo para las agentes que debían actuar de señuelo. Dicha elección de vestuario mostraba muchas cosas sobre las perversiones sexuales de la policía, pero no se parecía mucho a lo que lleva una puta. De modo que cualquiera podía adivinar cuál de aquellas chicas nuevas llevaba una placa y un revólver en el bolso.
Tras ese soplo, los polis de antivicio empezaron a insistir en que las chicas que fueran de incógnito eligieran su propio uniforme de trabajo. Al fin y al cabo, los trapos son cosa de chicas, ¿no?
Tal vez de la mayoría de chicas, sí. Pero no en el caso de Deborah. La única prenda en la que siempre se ha sentido cómoda son los téjanos. Deberían haber visto lo que quería ponerse para el baile de graduación. Y ahora mismo: la verdad es que nunca había visto a una mujer guapa vestida con un traje tan provocativo que resultara menos atractiva sexualmente que Deb.
Pero destacaba. Estaba controlando a la multitud, con la placa colgando del top ajustado. Resultaba más visible que el medio kilómetro de cinta amarilla que delimitaba el lugar, más que los tres coches patrulla aparcados con las luces centelleando. El ajustado top rosa sofocaba cualquier otra luz.
Estaba a un lado del aparcamiento, manteniendo a una creciente multitud alejada de los técnicos de laboratorio que husmeaban en torno al contenedor de basura de la cafetería. Me alegré de que no me hubieran asignado el caso. El hedor se extendía más allá de los límites del aparcamiento y se metía por la ventanilla del coche: una fetidez oscura de desechos de borra de café cubano, mezclada con fruta pasada y carne rancia de cerdo.
El poli que había a la entrada del aparcamiento era alguien a quien conocía. Me hizo señas para que entrara y me abrí paso hasta él.
—Deb —dije mientras pasaba entre la gente—. Bonito traje. No deja mucho para la imaginación, ¿no crees?
—Vete a la mierda —dijo ella, y enrojeció. Toda una visión en un poli adulto—. Han encontrado a otra puta. Al menos creen que lo es. No resulta fácil saberlo con lo que queda de ella.
—Es la tercera en los últimos cinco meses —dije.
—La quinta —corrigió Deb—. Hubo dos más en Broward. —Sacudió la cabeza—. Y esos idiotas siguen empeñados en decir que oficialmente no hay conexión.
—Implicaría un montón de trabajo burocrático —dije, con ganas de ser útil.
Deb me lanzó una mirada desdeñosa.
—¿Y qué me dices de un poco de trabajo policial básico, joder? Hasta un imbécil podría ver que esas muertes están relacionadas —exclamó con un leve estremecimiento.
La miré, atónito. Era una poli, hija de un poli. Las cosas no la molestaban. Cuando era novata y los tíos más antiguos le gastaban bromas —mostrándole los cuerpos descompuestos que aparecen todos los días por Miami— para hacerle vomitar la comida, ella ni siquiera parpadeaba. No había espectáculo que la impresionara: lo había visto todo. Y ahí estaba, con su pasado, con su nuevo top.
Pero este crimen la hacía estremecer.
Interesante.
—Éste es especial, ¿no? —pregunté.
—Éste cae en mi campo de actuación, por las putas. —Me señaló con un dedo—. Y ESO quiere decir que tengo la oportunidad de meterme en él, destacar y forzar de una vez el traslado a la brigada de Homicidios.
Le brindé mi sonrisa de felicidad.
—¿Ambiciosa, Deborah?
—Por supuesto —dijo ella—. Quiero salir de antivicio y de este traje sexy. Quiero entrar en Homicidios, Dexter, y éste podría ser el billete. Con un poco de suerte… —Hizo una pausa. Y después dijo algo totalmente alucinante—. Por favor, Dex, ayúdame. Odio todo esto.
—¿Por favor, Deborah? ¿Me estás pidiendo por favor? ¿Sabes lo nervioso que eso me pone?