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Y, de repente…

—¡Espera! —grité.

En la pantalla una furgoneta se acercaba a la puerta de abajo. La imagen cambió y vimos a un hombre de pie junto al camión.

—¿Puedes hacer que se vea de más cerca? —preguntó Deborah.

—Dale al zoom —dije antes de que tuviera tiempo de fruncir el ceño. Movió el cursor, marcó la figura oscura de la pantalla y luego apretó el ratón. La silueta se hizo más grande.

—No es que tenga demasiada resolución —dijo el chico—. Los píxeles…

—Cállate —ordenó Deborah. Miraba a la pantalla con tanta intensidad que habría podido fundirla, y cuando vi la imagen comprendí por qué.

Estaba oscuro, y el hombre seguía demasiado lejos como para poder asegurar nada, pero con los pocos detalles que se apreciaban pude distinguir en él un aire extrañamente familiar: el modo en que aparecía congelado en la imagen, el peso apoyado sobre los dos pies, y la impresión general del perfil. Y mientras una creciente ola de susurros sibilantes emergía de las profundidades de mi cerebro y se apoderaba de mí con el impacto de una orquesta sinfónica, me di cuenta de que, en realidad, el tipo se parecía mucho a…

—¿Dexter…? —dijo Deborah, con una voz extrañamente afónica.

Pues sí.

El tío era igual a Dexter.

23

Estoy bastante seguro de que Deborah llevó al señor Malospelos de vuelta a la sala porque, cuando volví a mirar, estaba sola frente a mí. No tenía aspecto de policía a pesar del uniforme. Parecía preocupada, como si no supiera si gritar o llorar, como una madre que acaba de sufrir una gran decepción de su hijito preferido.

—¿Estás bien? —Su pregunta venía a cuento, lo reconozco.

—He tenido momentos peores —dije—. ¿Y tú?

Le dio una patada a la silla, derribándola.

—Maldita sea, Dexter, ¡ahora no me vengas con juegos de palabras! Dime algo. ¡Dime que no eras tú! —No dije nada—. Bueno, ¡pues dime que eras tú! Dime ALGO. ¡Lo que sea!

Sacudí la cabeza.

—Yo…

La verdad es que no tenía nada que decir, de manera que opté por volver a sacudirla.

—Estoy bastante seguro de que no era yo —dije—. Bueno, al menos eso creo. —Incluso yo tuve la sensación de que tenía ambos pies firmemente asentados en la tierra de las respuestas idiotas.

—¿Qué quieres decir con «bastante seguro»? —inquirió Deb—. ¿Eso significa que no lo estás? ¿Que el tío de la foto podrías ser tú?

—Bueno —dije, una respuesta brillante, dadas las circunstancias—. Tal vez. No lo sé.

—¿Y ese «no lo sé» significa que no piensas decírmelo, o significa que de verdad no sabes si eres tú el tío que salía en la pantalla?

—Estoy bastante seguro de que no era yo, Deb —repetí—. Pero no tengo una certeza absoluta. Se parece a mí, ¿no?

—Mierda —exclamó ella, dándole otra patada a la silla del suelo y haciéndola chocar contra la mesa—. ¿Cómo puedes no saberlo, joder?

-Es algo un poco difícil de explicar.

—¡Inténtalo!

Abrí la boca, pero por una vez en la vida no salió nada. Como si no tuviera ya bastante con todo esto, al parecer también se me había agotado la inteligencia.

—Son… Bueno, he estado teniendo una serie de sueños y… ¡No lo sé, Deb! ¡De verdad! —Mi voz se había convertido en un murmullo.

—¡Mierda, mierda, MIERDA! —dijo Deborah. Patada, patada, patada.

Y no era fácil disentir con su diagnóstico de la situación.

Todas aquellas reflexiones que había considerado fruto de mi estupidez y de mis ansias de automutilación me invadieron de nuevo, adoptando esta vez un tono burlón e ingenioso. Claro que no era yo… ¿cómo podría serlo? ¿Acaso no lo sabría? Pues al parecer no, guapo. Al parecer no sabías nada de nada. Porque nuestros oscuros y enigmáticos cerebros nos dicen cosas que a veces son reales y a veces no, pero las fotos no mienten.

Deb propinó toda una serie de ataques salvajes sobre la pobre silla y después se irguió. Tenía la cara encendida y unos ojos más parecidos a los de Harry que nunca.

—Muy bien —concluyó—. Esto es lo que hay. —Y cuando parpadeó e hizo una pausa momentánea los dos pensamos que acababa de usar una de las frases de Harry.

Y, durante un segundo, Harry estuvo allí, entre Deborah y yo, los dos tan distintos y, a la vez, también sus hijos: dos extrañas muestras de su legado. La espalda de Deb perdió parte de la tensión y por un momento pareció humana, algo que hacía tiempo que no veía. Me miró fijamente y después suspiró.

—Eres mi hermano, Dex —dijo, por fin. Intuí que no era eso lo que había pretendido decir al principio.

—No tienes la culpa de eso —repliqué.

—¡Que te jodan, Dex! ¡Eres mi hermano! —gritó, y su furia me pilló completamente desprevenido—. No sé qué os llevabais entre manos papá y tú. Esos secretos de los que nunca hablabais. Pero sí sé qué haría él en mi lugar.

—Entregarme —dije, y Deborah asintió. Algo le brillaba en el rabillo del ojo.

—Eres mi única familia, Dex.

—Menuda ganga, ¿no?

Se volvió hacia mí y vi sus ojos llenos de lágrimas. Se limitó a mirarme durante un largo instante. Contemplé cómo una lágrima le caía del ojo izquierdo y le rodaba por la mejilla. Se la secó, recuperó la calma e inspiró profundamente, desviando la vista hacia la ventana.

—Tienes razón —dijo—. Él te entregaría. Y eso es lo que voy a hacer. —Evitaba mirarme, sus ojos estaban fijos en la ventana, observando algún punto del horizonte—. Tengo que terminar con este interrogatorio. Voy a dejar que seas tú quien decida si esta prueba es o no válida. Llévatela a casa, insértala en el ordenador y averigua lo que tengas que averiguar. Y cuando haya terminado con esto, antes de salir de servicio, iré a tu casa a buscarla y a escuchar lo que tengas que decir. —Echó una ojeada al reloj—. Las ocho. Si entonces creo que debo entregarte, lo haré. —Volvió a clavar su mirada en mí—. Joder, Dexter —dijo en voz baja antes de salir.

Me acerqué hasta la ventana y eché un vistazo con mis propios ojos. A mis pies el círculo formado por polis, reporteros y tíos desgarbados seguía girando, inmutable. Más allá, al otro lado del aparcamiento, se veía la autopista, llena del fragor de coches y camiones que zumbaban a ciento cincuenta kilómetros por hora, la velocidad máxima en Miami. Y más allá, en la distancia, aparecían las siluetas de los edificios que conformaban el perfil de la ciudad.

Y aquí, en primer plano, estaba el débil y confundido Dexter, mirando por la ventana a una ciudad que no hablaba y que, aunque pudiera hacerlo, no le habría dicho nada.

Joder, Dexter.

No sé cuánto tiempo me pasé en la ventana, pero finalmente se me ocurrió que las respuestas no estaban allí. Si las había, tenían que estar en el ordenador del capitán Granos. Me volví hacia el escritorio. El aparato tenía grabadora de CD, y en el primer cajón encontré una caja de CD regrabables. Inserté uno, copié toda el archivo de imágenes y después lo extraje. Lo sostuve en el aire y lo miré; no tenía mucho que decir, y supongo que el débil cloqueo que creí oír de la oscura voz del asiento de atrás fue fruto de mi imaginación. Pero, sólo para asegurarme, eliminé el archivo del disco duro.

Al salir, los polis de Broward que estaban de servicio no me pararon, ni siquiera me dirigieron la palabra, pero tuve la sensación de que me miraban con una dura y sospechosa indiferencia.

Me pregunté si era así como se siente alguien que tenga conciencia. Supuse que nunca lo sabría, a diferencia de la pobre Deb, que se debatía entre lealtades opuestas y que difícilmente podían convivir en un mismo cerebro. Admiré su resolución de dejarme a cargo de decidir si la prueba era o no convincente. Muy pulcro. Tenía un toque muy propio de Harry, como dejar un revólver cargado delante de un amigo culpable, sabiendo que la culpa apretaría el gatillo y ahorraría a la ciudad los costes de un juicio. En el mundo de Harry, un hombre no podía vivir con ese peso en la conciencia.