—Corta el rollo, Dex.
—Pero Deborah, de verdad…
—Que cortes, te he dicho. ¿Me ayudarás o no?
Cuando se ponía así, con ese inusual e inaudito por favor flotando en el aire, ¿qué otra cosa podía decirle?
—Claro que sí, Deb. Ya lo sabes.
Me miró con dureza, retirando el por favor.
—No lo sé, Dex. Contigo nunca se sabe.
—Claro que voy a ayudarte, Deb —repetí, intentando sonar ofendido. Y fingiendo muy bien la pose de alguien con la dignidad ofendida, me dirigí al contenedor, rodeado por el resto de ratas de laboratorio.
Camilla Figg estaba arrastrándose entre la basura en busca de huellas dactilares. Era una mujer robusta de unos treinta y cinco años y pelo corto, que nunca se había mostrado muy receptiva a mis más volátiles y encantadores halagos. Pero en cuanto me vio, se puso de rodillas, enrojeció, y vio cómo me alejaba sin decir nada. Siempre hacía lo mismo: me miraba y se ruborizaba.
Sentado sobre una caja de cartón de leche volcada en el extremo más alejado del contenedor estaba Vince Masuoka, hurgando en un montón de desperdicios. Era medio japonés y solía bromear con que de esa mitad había sacado su corta estatura. Bueno, él decía que era broma.
Había algo ligeramente raro en la brillante sonrisa asiática de Vince. Como si hubiera aprendido a sonreír gracias a un libro de fotos. Nadie se enfadaba con él, ni siquiera cuando contaba los obligados chistes de mal gusto al resto de policías. Tampoco se reía nadie, pero eso no lo detenía. Seguía haciendo todos los gestos rituales correctos, pero siempre parecía falso. Me dije que por eso me gustaba. Otro que fingía ser humano, como yo.
—Bueno, Dexter —dijo Vince sin levantar la cabeza—. ¿Qué te trae por aquí?
—Vine a ver cómo trabajan los expertos de verdad en una atmósfera altamente profesional —dije—. ¿Has visto a alguno?
—Ja, ja —dijo él. Se suponía que era una risa, pero era aún más falsa que su sonrisa—. Debes de pensar que estás en Boston. —Encontró algo y lo sacó a la luz, entrecerrando los ojos—. Ahora en serio, ¿qué haces aquí?
—¿Por qué no iba a venir, Vince? —dije, intentando dar a mi tono una nota de indignación—. Es el lugar de un crimen, ¿no?
—Analizas muestras de sangre —dijo él, tirando al suelo lo que fuera que estuviera mirando y buscando otra cosa.
—Ya lo sé.
Me miró con la mayor y más falsa de sus sonrisas.
—Aquí no hay sangre, Dex.
Eso me desconcertó.
—¿Qué quieres decir?
—No hay sangre: ni aquí ni en los alrededores, Dex. Ni una gota. Lo más raro que hayas visto nunca —dijo él.
Ni una gota. Podía oír esa frase retumbando en mi cabeza, cada vez más fuerte. Ni una gota de esa cosa caliente, pegajosa, sucia y desagradable llamada sangre. No había muestras. Ni manchas. NI SIQUIERA UNA GOTA DE SANGRE.
¿Por qué no se me había ocurrido antes?
Parecía la pieza que faltaba a algo que ignoraba que estuviera incompleto.
No pretendo comprender qué hay entre Dexter y la sangre. Sólo pensar en ella me produce dentera, y, sin embargo, pese a eso, la he convertido en mi carrera, mi objeto de estudio y parte de mi trabajo de verdad. Resulta obvio que hay algo muy profundo ahí, pero me resulta difícil mantener el interés. Soy lo que soy, ¿y no hace una noche perfecta para diseccionar a un asesino de niños?
Pero esto…
—¿Estás bien, Dexter? —preguntó Vince.
—Estoy genial. ¿Cómo lo hace?
—Depende.
Miré a Vince. Tenía la vista fija en unos desechos de borra de café y los esparcía con cuidado con el dedo enfundado en un guante. —¿De qué depende, Vince?
—De quién sea él y de lo que esté haciendo —contestó—. Ja, ja. Sacudí la cabeza.
—A veces te esfuerzas demasiado para ser inescrutable —dije—. ¿Cómo se libra el asesino de la sangre?
—Es pronto para decirlo. No hemos encontrado ni rastro. Y el cuerpo no está en muy buena forma que digamos, así que resultará difícil encontrar algo.
Eso ya no sonaba tan interesante. A mí me gusta dejar un cuerpo limpio. Sin prisas, sin manchas, sin sangre que chorree. Si el asesino era sólo otro perro despedazando un hueso, ya no me interesaba para nada.
Respiré algo más tranquilo.
—¿Y el cadáver? —pregunté a Vince.
Sacudió la cabeza en dirección a un lugar que quedaba a unos seis metros.
—Allí —dijo—. Con LaGuerta.
—Oh, no. ¿LaGuerta lleva el caso?
Volvió a dedicarme su fingida sonrisa.
—Un asesino con suerte.
Miré hacia allí. Un pequeño grupo de gente se había congregado en torno a un montón de bolsas de basura.
—No lo veo —dije.
—Allí. En las bolsas. Cada una contiene una parte del cuerpo. Cortó a la víctima a trozos y después las envolvió una por una, como si fueran regalos de Navidad. ¿Habías visto algo así antes?
Claro que sí.
Yo hago lo mismo.
3
Contemplar el lugar donde se ha cometido un homicidio bajo la brillante luz del sol de Miami tiene algo extraño y cautivador a la vez. Hace que los asesinatos más grotescos parezcan asépticos, un simple montaje. Como si estuvieras en una nueva atracción de Disney World. El Territorio de Dahmer, el carnicero de Milwaukee. Acérquense y juguemos a ver qué hay en la nevera. Tiren la comida sólo en los contenedores señalados.
No es que la visión de cuerpos mutilados me haya molestado nunca, oh no, para nada. Los que están hechos un asco me ofenden un poco, sobre todo si no tienen cuidado con sus fluidos corporales: es repulsivo. Al margen de esto, no me causa más impresión que ver el mostrador de la carnicería. Pero los polis novatos y los transeúntes tienden a vomitar cuando se hallan en el lugar del crimen, y por alguna razón vomitan mucho menos aquí que en el norte. El sol elimina el gusanillo. Limpia las cosas, las deja más pulcras. Quizá por eso me encanta Miami. Por su pulcritud.
Y hacía uno de esos preciosos y cálidos días típicos de aquí. Todos los que llevaban abrigo estaban buscando algún lugar donde colgarlo. Pero en todo el sucio aparcamiento no había ninguno. Sólo había cinco o seis coches y el contenedor de basura. El contenedor estaba incrustado en un rincón, al lado de la cafetería, apoyado en un muro de estuco rosa coronado por una alambrada. La puerta trasera del café daba allí. Una taciturna mujer joven entraba y salía, haciendo su agosto a base de café cubano y pasteles con los polis y el personal técnico. El variado ramillete de policías trajeados que solía rondar por el lugar de un homicidio, ya fuera para llamar la atención, presionar o asegurarse de que sabían lo que sucedía, tenían ahora un elemento más para hacer juegos malabares. Café, una pasta, un abrigo.
Los del laboratorio no llevaban traje. Les iban más las camisas de rayón estilo bolera con dos bolsillos. Yo mismo llevaba una. El motivo que tenía estampado eran unos tamborileros de una ceremonia de vudú y palmeras en un fondo verde lima. Elegante, pero práctica.
Me dirigí a la camisa de rayón más cercana de todas las que rodeaban al cadáver. Pertenecía a Ángel Batistanadaquever, como solía presentarse él mismo. Hola, soy Ángel Batista, nada que ver. Trabajaba en la oficina del forense, y en ese momento estaba agachado al lado de una de las bolsas de basura, contemplando su contenido.
Me uní a él. Estaba ansioso por echar un vistazo al interior de esas bolsas. Si eso había provocado una reacción en Deborah, merecía la pena verlo.
—Ángel —dije, acercándome por un lado—. ¿Qué tenemos ahí?
—¿Qué quieres decir con ese tenemos, chico blanco? —dijo él—. No hay sangre en éste. No tienes nada que hacer con él.