Pero, cuando aparcaba, otro coche se detuvo junto a mí, un Chevy azul claro conducido por una mujer. Me quedé un momento inmóvil. Lo mismo hizo ella. Abrí la puerta y bajé.
La inspectora LaGuerta me imitó.
25
Siempre se me han dado bien las situaciones sociales comprometidas, pero debo admitir que ésta me dejó atónito. La verdad es que no sabía qué decir, y me quedé mirando a LaGuerta, que sostuvo mi mirada sin pestañear y mostrando ligeramente los colmillos, cual felino depredador que vacila entre jugar contigo o devorarte. No se me ocurría ninguna observación que no empezara con un tartamudeo, mientras que ella sólo parecía interesada en observarme. De manera que nos quedamos así durante un momento eterno. Por fin, fue ella quien rompió el hielo con uno de sus agudos comentarios.
—¿Qué hay allí? —preguntó, señalando en dirección a la valla que se erguía a unos cien metros.
—¡Qué sorpresa, inspectora! —grité, con la esperanza de que no siguiera por ese camino, supongo—. ¿Qué hace por aquí?
—Te he seguido. ¿Qué hay allí?
—¿Allí? —dije. Una observación bastante idiota, lo sé, pero, con sinceridad, ya se me habían agotado las réplicas inteligentes y en aquellas circunstancias no podía esperarse que tuviera una idea luminosa.
Inclinó la cabeza y sacó la lengua, dejando que ésta recorriera su labio inferior: lentamente, primero hacia la izquierda, luego a la derecha, izquierda de nuevo, y después de vuelta a la boca. Después hizo un gesto de asentimiento.
—Debes de creer que soy imbécil —afirmó. Bueno, no puede decirse que esa idea no me hubiera pasado por la mente una o dos veces, pero no me pareció el momento oportuno de confesárselo—.
Pero quiero que recuerdes que soy inspectora de Homicidios, y que estamos en Miami. ¿Cómo crees que llegué hasta aquí, eh?
—¿Por lo guapa que es? —dije, dedicándole una sonrisa deslumbrante. Un cumplido nunca está de más con una mujer.
Me mostró su encantadora dentadura, aún más brillante por los faros que iluminaban la zona.
—Muy bueno —dijo ella, moviendo los labios hasta que dibujaron una extraña media sonrisa que le hundió las mejillas y la envejeció—. Esa es la clase de mierda que me tragaba cuando creía que te gustaba.
—Claro que me gusta, inspectora —le dije. ¿Con demasiada ansiedad, tal vez? No pareció oírme.
—Ya, por eso me tiras al suelo como si fuera una cerda. Y yo me pregunto, ¿qué he hecho mal? ¿Tengo mal aliento? Y entonces se hace la luz. No soy yo. Eres tú. En ti hay algo raro.
Tenía razón, por supuesto, pero aun así oírlo de sus labios me dolió.
—No sé… ¿A qué se refiere?
Volvió a sacudir la cabeza.
—El sargento Doakes quiere matarte y ni él sabe por qué. Debería haberle hecho caso. A ti te pasa algo. Y me juego el cuello que tienes algo que ver con el caso de las putas.
—¿Algo que ver? ¿De qué está hablando?
La sonrisa que me brindó tenía esta vez un aspecto salvaje, y el acento cubano volvió a su voz.
—Ahórrate la representación para tu abogado. Y para el juez también. Porque creo que te he pillado. —Me contempló con dureza durante un momento y luego sus negros ojos brillaron en la oscuridad. Tenía un aspecto tan inhumano como yo, y eso hizo que un escalofrío me cosquilleara en la nuca. ¿La había subestimado? ¿Era realmente así de buena?
—¿Y por eso me ha seguido?
Más dientes.
—Sí. Exactamente. ¿Por qué estabas parado delante de la valla? ¿Qué hay allí?
Estoy seguro de que, en condiciones normales, se me habría ocurrido antes, pero apelo a su comprensión. No se me pasó por la cabeza hasta ese momento. Pero, cuando lo hizo, fue como una luz centelleante y dolorosa.
—¿Cuándo empezó a seguirme? ¿En mi casa? ¿A qué hora?
—¿Por qué te empeñas en cambiar de tema? ¿Voy bien encaminada, eh?
—Inspectora, por favor… Esto podría ser de una gran importancia. ¿Cuándo y dónde empezó a seguirme?
Me observó durante un minuto, y empecé a comprender que, en realidad, sí la había subestimado. Esa mujer tenía mucho más que instinto político. Parecía estar en posesión de algún talento extra. No acababa de estar convencido de que se tratara precisamente de inteligencia, pero lo que sí tenía era paciencia, y a veces dicha cualidad era mucho más útil en su campo de trabajo. Estaba dispuesta a observarme, esperar y repetir la misma pregunta hasta obtener una respuesta. Y después formularía la pregunta unas cuantas veces más, esperaría y me observaría un poco más, a ver qué hacía. En cualquier otro momento habría podido desesperarla, pero no esta noche. De manera que compuse la expresión más humilde que pude y repetí:
—Por favor, inspectora…
Chasqueó la lengua una vez más y, por fin, se rindió.
—De acuerdo. Cuando su hermana desapareció durante horas sin decir dónde, empecé a pensar que tal vez tuviera algo. Y sé que no es capaz de averiguar nada sola, así que ¿adonde podía haber ido? —Enarcó una ceja y después prosiguió, en tono triunfal—. ¡A casa de su hermanito! ¿Adonde si no? ¡A hablar contigo! —Movió la cabeza, satisfecha de su lógica deductiva—. Así que me pongo a pensar en ti. En cómo apareces a mirar, incluso cuando no tienes por qué. En cómo has descubierto a otros asesinos en serie… Excepto a éste. Y luego me jodes con esa estúpida lista, haciéndome quedar como una imbécil, y encima me tiras al suelo… —La expresión de su rostro se endureció, y por un momento volvió a parecer más vieja. Después sonrió y siguió adelante—. Hice un comentario en voz alta, y va el sargento Doakes y me contesta: «Ya se lo advertí, pero no me hizo caso». Y de repente lo único que veo por todas partes es esa cara de chico guapo que tienes. —Se encogió de hombros—. Y me voy a tu casa.
—¿Cuándo? ¿A qué hora? ¿Se fijó?
—No. Pero no estuve más de veinte minutos, y después saliste y empezaste a mariconear con la Barbie antes de salir hacia aquí.
—Veinte minutos… —No había llegado a tiempo de ver quién o qué se había llevado a Deborah. Y lo más probable es que me estuviera diciendo la verdad y simplemente me hubiera seguido para ver… ¿para ver qué?
—¿Pero por qué seguirme?
Volvió a encogerse de hombros.
—Estás metido en esto. Quizá no seas el autor, no lo sé. Pero voy a descubrirlo. Y parte de lo que descubra te salpicará. ¿Qué hay en esas cajas? ¿Piensas decírmelo, o nos quedaremos toda la noche así?
A su modo había metido el dedo en la llaga. No podíamos pasarnos toda la noche allí. Desde luego, no antes de que cosas terribles empezaran a sucederle a Deborah. Eso si no habían empezado ya. Teníamos que irnos, ahora mismo, encontrarlo y detenerlo. ¿Pero cómo hacerlo con LaGuerta al lado? Me sentía como una cometa con una cola no deseada.
Realicé una inspiración profunda. Una vez Rita me llevó a un taller New Age sobre salud y conciencia donde enfatizaban la necesidad de realizar inspiraciones profundas y purificantes. Les hice caso. No puede decirse que me sintiera más limpio, pero al menos me activó el cerebro, y caí en la cuenta de que tenía que hacer algo poco habitual en mí: decir la verdad. LaGuerta seguía mirándome, a la espera de una respuesta.
—Creo que el asesino está allí —dije a LaGuerta—. Y creo que tiene a la agente Morgan.
Me observó, inmóvil.
—Ya —dijo, por fin—. Y por eso vienes hasta aquí y te quedas apostado a la verja, ¿no? ¿Porque quieres tanto a tu hermana que te apetece mirar?