—Porque quería entrar. Buscaba un modo de cruzar la valla.
—¿Y porque se te olvidó que trabajas para la policía?
Bueno, habíamos llegado al quid de la cuestión, claro. De repente había dado en el clavo, y sin ayuda de nadie. Para eso no tenía respuesta. Todo este rollo de decir la verdad no suele funcionar sin tener que pasar por un trance desagradable.
—Sólo… sólo quería asegurarme, antes de dar la alarma.
Asintió.
—Vaya. Realmente brillante. Pero te voy a decir lo que pienso: o has hecho algo malo, o conoces a quién lo ha hecho. Y algo más: o lo estás protegiendo, o lo que quieres es descubrirlo por tu cuenta.
—¿Por mi cuenta? ¿Por qué iba a querer hacerlo?
Sacudió la cabeza con un gesto de desprecio.
—Para ganarte las medallas. Tú y esa hermanita tuya. ¿Te crees que me engañas? Ya te he dicho que no tengo un pelo de tonta.
—No soy el carnicero que buscan, inspectora —dije, apelando a su compasión aunque estaba completamente seguro de que tenía aún menos que yo—. Pero creo que está allí, en uno de los contenedores.
—¿Y por qué lo crees? —preguntó, humedeciéndose los labios.
Vacilé, pero ella mantuvo su mirada de reptil sin parpadear. Por incómodo que me hiciera sentir, tenía que comunicarle una parte más de la verdad. Señalé hacia la furgoneta de Allonzo Brothers aparcada al otro lado de la valla.
—Ese es su camión.
—Ja —dijo ella, y parpadeó por fin. Su atención me abandonó durante un instante y pareció deambular hacia algún otro y profundo lugar. ¿El pelo? ¿El maquillaje? ¿Su carrera? No sabría decirlo. Pero un buen detective habría tenido unas cuantas preguntas que hacer: ¿cómo sabía yo que era su camión? ¿Cómo lo había encontrado? ¿Por qué estaba tan seguro de que no se había limitado a dejarlo aparcado aquí y se había largado a otro sitio? Pero, tras el examen final, decidí que LaGuerta no era una buena detective; se limitó a asentir, relamerse los labios, y decir:
—¿Cómo vamos a encontrarlo?
La había subestimado, desde luego. Ahora pasaba del «tú» al «nosotros» sin problema alguno.
—¿No quiere pedir refuerzos? —pregunté—. Es un individuo muy peligroso.
Admito que la estaba pinchando, pero ella se lo tomó muy en serio.
—Si no atrapo sola a ese tipo, dentro de dos semanas estaré vigilando parquímetros. Voy armada. No se me escapará. Llamaré pidiendo refuerzos cuando lo haya cogido. —Me miró sin parpadear—. Y si no está ahí dentro, te entregaré a ti.
Pensé que lo mejor que podía hacer era seguirle la corriente.
—¿Puede hacer que crucemos la valla?
Se rió.
—Claro que puedo. Mi placa nos lleva a cualquier sitio. ¿Y luego qué?
Llegábamos a la parte peliaguda. Si se lo tragaba, podía considerarme libre.
—Luego nos dividimos y buscamos hasta dar con él.
Me observó. Volví a ver en su cara lo mismo que había visto cuando se bajó del coche: la mirada de un depredador evaluando a su presa, preguntándose cuándo y dónde atacar y cuántas garras usar. Era horrible: de repente noté que me caía mejor.
—De acuerdo —dijo por fin. Hizo un gesto en dirección a su coche—. Sube.
Subí. Condujo hacia la calzada y se acercó a la verja. Incluso a esta hora había tráfico. La mayoría parecían ser ciudadanos de Ohio que buscaban el barco, pero unos cuantos se plantaron ante la verja, donde los guardias les indicaron que debían desandar lo andado. La inspectora LaGuerta los adelantó a todos, aparcando el gran Chevy al principio de la cola. No le importó que la habilidad al volante de los oriundos del Medio Oeste no pudiera compararse con la de una mujer cubana que vivía en Miami y disponía de seguro médico. Se oyó un coro de bocinazos y unos cuantos gritos, mientras nos dirigíamos a la garita.
El guardia sacó la cabeza, un negro delgado y musculoso.
—Señora, no puede…
Ella sacó la placa.
—Policía. Abra la verja. —Lo dijo con una autoridad tan contundente que casi salté del coche para abrir la puerta en persona.
Pero el guardia se quedó paralizado. Tomó aire por la boca y miró nervioso hacia el interior de la garita.
—¿Qué está…?
—¡Abra la puta puerta! —ordenó ella, haciendo sonar la placa. Eso consiguió hacerle reaccionar.
—Enséñeme la placa.
LaGuerta la sostuvo a distancia, obligándole a dar un paso para verla. El tipo frunció el ceño, pero no encontró nada que objetar.
—Bien —dijo—. ¿Puede decirme qué busca allí?
—Puedo decirte que si no abres la puerta en dos segundos, te meteré en el maletero de mi coche, te llevaré a la ciudad, te encerraré en una celda llena de gays sádicos y luego tiraré la llave.
El guardia se incorporó de un salto.
—Sólo intentaba ser útil —dijo y, por encima del hombro, gritó—: ¡Tavio, abre la puerta!
La verja ascendió y LaGuerta metió el coche.
—Ese hijoputa no sabe con quién está hablando —dijo la inspectora. Su voz tenía un tono divertido y nervioso a la vez—. Pero esta noche no estoy para contrabandos. ¿Adonde vamos?
—No lo sé —dije—. Supongo que deberíamos empezar por donde dejó el camión.
Asintió, acelerando entre los montones de contenedores.
—Si va cargado con un cuerpo, no creo que haya aparcado muy lejos del lugar adonde se dirige. —A medida que nos acercábamos a la valla, redujo la velocidad y con ella el ruido del coche. Aparcó a unos cincuenta metros del camión—. Echemos un vistazo a la valla —dijo ella, poniendo el freno de mano y bajando del coche.
La seguí. LaGuerta pisó algo que no le gustó y levantó el pie para ver de cerca el zapato.
—Mierda —exclamó.
La adelanté a toda prisa, sintiendo cómo el pulso se me aceleraba con estruendo. Llegué hasta el camión, lo rodeé y probé las puertas. Estaban cerradas, y aunque tenía ventanillas traseras, éstas estaban pintadas por dentro. Me acerqué por si había algún claro que me permitiera ver, pero nada. No había nada más en ese lado, pero me agaché y miré debajo. Sentí, más que oí, los pasos de LaGuerta a mi espalda.
—¿Tienes algo? —preguntó.
Me incorporé.
—Nada. Las ventanas traseras están pintadas por dentro.
—¿Y por delante?
Me dirigí hacia la parte delantera del camión. Tampoco había nada que ver allí. Por dentro del parabrisas había desplegadas dos pantallas para proteger del sol, ésas que se llevan tanto en Florida, que impedían cualquier visión del interior. Me subí al capó y llegué hasta el techo, pero tampoco había ninguna entrada de aire.
—Nada —dije, y bajé.
—De acuerdo —dijo LaGuerta, mirándome con ojos turbios y mostrando sólo el extremo de la lengua entre los dientes—. ¿Por dónde quieres ir?
Por aquí, susurró una voz desde mi cerebro. Por aquí. Miré hacia la derecha, el lugar adonde habían señalado los dedos mentales y después a LaGuerta, quien seguía atenta a cualquiera de mis movimientos como haría un tigre hambriento.
—Iré hacia la izquierda y daré la vuelta —dije—. Nos encontraremos en el centro.
—De acuerdo —repuso LaGuerta con una sonrisa letal—. Pero iré yo por la izquierda.
Intenté fingir sorpresa y decepción, y supongo que me las apañé para conseguir una imitación razonable, porque me miró y asintió.
—De acuerdo —repitió, girando hacia la primera fila de contenedores apilados.
Por fin estaba solo con mi tímido amigo interno. ¿Y ahora qué? Ahora que había engañado a LaGuerta y me había quedado con el lado derecho, ¿cuál era el siguiente paso? Al fin y al cabo, no tenía razón alguna para pensar que era mejor que el izquierdo o, por la misma razón, mejor que sentarme en la valla y hacer sonar dos cocos. Sólo tenía aquel sibilino clamor interno… ¿Era suficiente? Cuando se es una torre de puro hielo, como yo había sido hasta ahora, la lógica suele guiar tus pasos y, por supuesto, hace caso omiso de aquel irritante y musical chillido de voces subjetivas e irracionales que salen del fondo del cerebro e intentan enviarte por un camino en concreto, sin que importe lo ansiosas que se pongan bajo la electrizante luz de la luna.