—Sí —dijo él—. La primera vez resulta toda una impresión, ¿verdad?
—Un poco —dije—. ¿Quién eres? ¿Y por qué está todo tan…? —Dejé la frase en el aire, porque no sabía cómo seguir.
Hizo una mueca, una mueca de decepción muy propia de Dexter.
—Vaya. Estaba seguro de que lo habías adivinado.
Negué con la cabeza.
—Ni siquiera sé cómo llegué hasta aquí.
Sonrió con dulzura.
—¿El otro conducía esta noche? —Mientras sentía cómo un escalofrío me recorría la nuca, él emitió una risita, un sonido mecánico que no merecería mención de no ser porque la voz de lagarto que salía del fondo de mi cerebro la repitió, idéntica, nota por nota—. Y eso que hoy no hay luna llena…
—Bueno, tampoco hay luna vacía —dije. No puede definirse como una réplica ingeniosa, pero al menos era un intento, y en esas circunstancias ya era algo. Me di cuenta de que me invadía una sensación de ebriedad al ser consciente de que por fin tenía ante mí a alguien que lo sabía. No hacía comentarios a lo tonto que por casualidad daban en el blanco. Mi blanco era también el suyo. Lo sabía. Por primera vez podía mirar al espacio que separaba mis ojos de los de otra persona y decir sin preocupación alguna: Es como yo.
Fuera lo que fuera yo, él lo era también.
—En serio —dije—. ¿Quién eres?
Su cara compuso una sonrisa propia de DexterelGatodeCheshire, pero como se parecía tanto a la mía, percibí que no había en ella felicidad real.
—¿Qué recuerdas de antes? —dijo él. Y el eco de esa pregunta rebotó en las paredes del contenedor y casi me hizo estallar el cerebro.
27
—¿Qué recuerdas de antes? —me había preguntado Harry.
Nada, papá.
Excepto…
El cerebro se me llenó de imágenes. ¿Visiones mentales? ¿Sueños? ¿Recuerdos? En cualquier caso, se trataba de imágenes muy claras. Y sucedían aquí… ¿en esta habitación? No, imposible. Este contenedor no podía llevar mucho tiempo aquí, y yo no lo había pisado antes. Pero la estrechez del espacio, la corriente fría que salía de la bomba de aire, la luz débil… todo formaba una sinfonía que me daba la bienvenida a casa. No había sido en este mismo lugar, claro, pero las imágenes eran tan claras, tan parecidas, tan completamente ajustadas, excepto por…
Parpadeé; una imagen flotaba sobre mis ojos. Los cerré.
Y vi el interior de un contenedor distinto, en el que no había cartones. Había… cosas encima de ella… De… ¿mamá? he veía la cara y ella se escondía, mirando entre las cosas, mostrando sólo su cara, una cara inmóvil, imperturbable. Y al principio tenía ganas de reírme por lo bien que se había escondido mamá. No podía verle el cuerpo, sólo la cara. Debía de haber hecho un agujero en el suelo, y miraba desde allí, pero… ¿por qué no me contestaba ahora que ya la había visto? ¿Por qué ni siquiera parpadeaba? No contestó ni cuando la llamé a gritos; no se movió, no hizo nada. Sólo mirarme. Y, sin mamá, estaba solo.
Pero no… no del todo. Giré la cabeza, y el recuerdo giró conmigo. No estaba solo. Alguien estaba allí. Al principio era muy confuso porque era yo, pero a la vez otro que se parecía a mí. Los dos nos parecíamos a mí…
¿Qué hacíamos en esa caja? ¿Por qué no se movía mamá? Tenía que ayudarnos. Estábamos sentados en un denso charco de, de… Mamá, muévete, sácanos de aquí, de toda esta…
—¿Sangre…? —susurré.
—Te acuerdas —dijo él a mi espalda—. Me alegro tanto.
Abrí los ojos. Los golpes de mi cabeza seguían. Casi podía ver aquella otra habitación superpuesta sobre ésta. Y en esa otra habitación el pequeño Dexter se sentaba allí. Podía poner los pies en ese lugar. Y el otro yo se sentaba a mi lado, pero no era yo, claro; era alguien distinto, alguien que yo conocía tan bien como a mí mismo, alguien llamado…
—¿Biney…? —dije vacilante. El sonido era el mismo, pero el nombre no acababa de sonar bien.
Asintió con un alegre movimiento de cabeza.
—Así me llamabas. En esa época te costaba decir Brian. Decías Biney. —Me acarició la mano—. No pasa nada. Es agradable tener un apodo. —Hizo una pausa, sonriendo, pero con los ojos puestos en mi cara—. Hermanito.
Me senté. Él tomó asiento a mi lado.
—¿Qué…? —fue todo lo que pude decir.
—Hermanos —repitió él—. La gente nos tomaba por gemelos. Naciste sólo un año después que yo. Nuestra madre no era muy precavida. —Por su rostro se extendió una sonrisa, amplia y feliz—. En más de un sentido.
Intenté tragar. No pude. Él, Brian, mi hermano, prosiguió.
—En parte sólo son deducciones —dijo él—. Pero tuve un poco de tiempo libre, y cuando me animaron a que aprendiera a hacer algo útil, lo aproveché. Me volví muy bueno buscando cosas en el ordenador. Encontré los antiguos archivos policiales. Nuestra querida mamá salía con un grupo de gente muy traviesa. Andaban en negocios de importación, como yo. Claro que el producto que importaban era un poco más sensible. —Alcanzó una de las cajas de cartón y de ella sacó un puñado de gorras con una pantera enfurecida grabada en ellas—. Mis productos vienen de Taiwán. Los suyos, de Colombia. Mi conclusión es que mamá y sus amigos intentaron iniciar algún proyecto por su cuenta con algún material que no era estrictamente propiedad suya; sus socios no acabaron de encajar bien su espíritu de independencia y decidieron desanimarla.
Devolvió con cuidado las gorras a la caja y sentí que me miraba, pero no podía volver la cabeza. Un momento después, desvió la cabeza.
—Nos encontraron aquí —dijo él—. Justo aquí. —Bajó la mano al suelo y tocó el lugar exacto donde aquel pequeño noyo había estado sentado hace tanto tiempo—. Dos días y medio después. Adheridos al suelo sobre un dedo de sangre seca. —Su voz era ronca, horrible; pronunció aquella palabra, sangre, exactamente igual que lo habría hecho yo, con un odio profundo y despectivo—. Según los informes de la policía, había también varios hombres. Probablemente tres o cuatro. Nuestro padre podía haber sido cualquiera de ellos. La sierra mecánica dificultó mucho la identificación, claro. Pero están bastante seguros de que sólo había una mujer. Tú tenías tres años; yo, cuatro.
—Pero… —dije. No me salió nada más.
—Cierto —prosiguió Brian—. Y me costó mucho encontrarte. En este estado se toman muy en serio la confidencialidad de las adopciones. Pero te encontré, hermanito, ¿verdad que sí? —Volvió a acariciarme la mano, un extraño gesto que me resultaba desconocido. Claro que también era la primera vez que veía a un hermano de sangre. Quizás era un gesto que debía practicar con mi hermano, o con Deborah… Y, de repente, con un súbito ataque de remordimiento, me di cuenta de que me había olvidado por completo de Deborah.
Miré hacia ella: a unos dos metros, pulcramente sujeta.
—Está bien —dijo mi hermano—. No quería empezar sin ti.
La primera pregunta coherente que hice puede sonarles muy rara, pero la hice:
—¿Cómo sabías que querría? —Lo que tal vez sonó como si de verdad quisiera… y desde luego, no quería explorar a Deborah. Seguro que no. Y, sin embargo… aquí estaba mi hermano mayor, con ganas de jugar, una oportunidad genuinamente única. Más que por el hecho del parentesco, por el hecho de que era igual que yo—. No podías saberlo —dije, dando a la frase mayor incertidumbre de la que habría creído posible.