—¿Y bien? —dijo él, y en su tono leí una nota de impaciencia, de crítica, un inicio de decepción.
Cerré los ojos. La estancia se cerró en torno de mí, se hizo más oscura, y no pude moverme. Mamá me miraba sin parpadear. Abrí los ojos. Mi hermano estaba tan cerca que notaba su aliento en mi cuello. Mi hermana me miró, los ojos tan abiertos como los de mamá. Y su mirada me acarició, como me había acariciado mamá. Cerré los ojos; mamá. Los abrí; Deborah.
Cogí el cuchillo.
Hasta mis oídos llegó un leve ruido y una ráfaga de aire caliente entró por la puerta. Di media vuelta.
LaGuerta estaba en el umbral con una desagradable pistola automática en la mano.
—Sabía que lo intentarías —dijo ella—. Debería dispararos a los dos. Quizás a los tres —dijo, mirando a Deborah. Entonces vio el cuchillo que yo tenía en la mano y exclamó—. ¡Ja! Ojalá el sargento Doakes pudiera verlo. No se equivocaba contigo. —Y al decirlo me apuntó con el arma durante sólo un segundo.
Pero fue suficiente. Brian se movió con rapidez, más de la que yo habría creído posible. Sin embargo, LaGuerta consiguió disparar y Brian se tambaleó un poco mientras hundía el cuchillo en el pecho de LaGuerta. Permanecieron así durante un momento, y después ambos cayeron al suelo, inmóviles.
Un pequeño charco empezó a extenderse por el suelo, mezcla de la sangre de ambos: Brian y LaGuerta. No era un charco profundo, ni llegó lejos, pero me aparté de aquella horrible visión llevado por algo muy parecido al pánico. Fui retrocediendo hasta chocar con algo que emitía sonidos sofocados con un pánico igual al mío.
Deborah. Le arranqué la cinta de la boca.
—¡Por Dios, qué daño! —dijo ella—. Dex, quítame esta mierda de encima y deja de portarte como un puto chiflado.
Miré a Deborah. La cinta le había dejado un rastro de sangre en torno a los labios, una sangre roja y horrible que me hizo volar en el tiempo hacia la estancia de ayer, hacia mamá… Y Deb estaba allí, como mamá. Exactamente igual que la última vez, el aire frío me daba escalofríos y las sombras oscuras hablaban en torno a nosotros. Exactamente igual que cuando ella estaba atada allí, la misma cinta, mirándome como…
—Maldita sea. Venga, Dex. Libérame.
Pero en esta ocasión tenía un cuchillo, y ella seguía indefensa. Ahora podía cambiarlo todo. Ahora podía…
—¿Dexter? —dijo mamá.
Quiero decir Deborah. Claro que me refería a ella. No mamá, que nos había dejado en este lugar donde todo empezó y donde ahora podía terminar: esa ardiente necesidad galopando en su oscuro caballo bajo la luz de la luna, esas mis voces íntimas susurrando: Hazlo, hazlo ahora, hazlo y todo puede cambiar, ser como debía haber sido, volver al…
—¿Mamá? —dijo alguien.
—Vamos, Dexter —dijo mamá. Quiero decir, Deborah. Pero el cuchillo se movía—. Dexter, por el amor de Dios, corta esta mierda. ¡Soy yo! ¡Debbie!
Sacudí la cabeza, y era Deborah, por supuesto, pero no podía parar el cuchillo.
—Lo sé, Deb. Y lo siento mucho, de verdad.
El cuchillo siguió subiendo. Sólo podía mirarlo, sin poder hacer nada por detenerlo. Un ligero toque de la tela de araña de Harry seguía rozándome, pidiendo que le hiciera caso y recobrara la cordura, pero era tan pequeño y débil, y la necesidad tan grande, tan fuerte, más poderosa de lo que había sido jamás, porque esto era todo: el principio y el fin, elevándome fuera de mí y enviándome por aquel túnel que había entre el chico de la sangre y la última oportunidad de hacer las cosas bien. Esto lo cambiaría todo, castigaría a mamá, le enseñaría lo que había hecho. Porque mamá debería habernos salvado. Esta vez tenía que ser distinto. Incluso Deb tenía que verlo.
—Baja el cuchillo, Dexter. —Ahora su voz era más tranquila, pero las otras eran tan potentes que apenas la oía. Intenté bajar el cuchillo, de verdad, pero sólo conseguí hacerlo descender un par de centímetros.
—Lo siento, Deb. No puedo —dije, luchando para pronunciar esas palabras contra el creciente bramido de esa tormenta que llevaba veinticinco años gestándose. Y ahora, con mi hermano y yo, juntos como truenos en una oscura noche de luna…
—¡Dexter! —gritó la malvada mamá, la que quería dejarnos solos entre tanta sangre horrible, y la voz de mi hermano susurró con la mía—: ¡Puta! —Y el cuchillo volvió a ascender…
Oí un ruido procedente del suelo. ¿LaGuerta? No sabría decirlo, pero no importaba. Tenía que terminar, tenía que hacerlo, esto debía suceder así…
—¡Dexter! —dijo Debbie—. Soy tu hermana. No quieres hacerme esto. ¿Qué diría papá? —Eso me dolió, lo admito—. Baja el cuchillo, Dexter.
Un nuevo sonido a mi espalda, y un leve gemido. El cuchillo volvió a subir.
—¡Dexter, cuidado! —dijo Debbie, y me giré.
La inspectora LaGuerta estaba apoyada sobre una rodilla, jadeando, luchando para levantar un arma que le resultaba de repente increíblemente pesada. El cañón fue subiendo, despacio, despacio, apuntándome primero al pie, luego a la rodilla…
¿Pero acaso importaba? Esto iba a suceder ahora, pasara lo que pasara, y aunque hubiera visto cómo el dedo de LaGuerta apretaba el gatillo, el cuchillo que tenía en la mano no se habría detenido.
—¡Va a dispararte, Dex! —gritó Deb, histérica. Y la pistola me apuntaba al ombligo. En el semblante de LaGuerta se leía una tremenda concentración, fruto del esfuerzo y de su auténtica intención de disparar. Me había girado hacia ella, pero el cuchillo seguía recorriendo su camino hacia…
—¡Dexter! —gritó mamá/Debbie desde la mesa, pero el Oscuro Pasajero gritaba más, y actuaba, cogiéndome la mano y dirigiendo el cuchillo hacia…
—¡Dex!
Eres un buen chico, Dex, susurró Harry con aquella voz fantasmal, ligera como una pluma pero lo bastante penetrante para que el cuchillo detuviera el descenso.
—No puedo evitarlo —susurré, llevado por el temblor de la hoja de acero.
Elige qué… o a QUIÉN… matar, dijo desde detrás de aquel azul duro e infinito de sus ojos, mirándome con los mismos ojos que Deborah, mirándome con fuerza suficiente como para que el cuchillo se desviara un centímetro. Hay mucha gente que merece morir, dijo Harry, con aquella voz suave que contrastaba con la cólera creciente que me gritaba por dentro.
El extremo del cuchillo tembló y se quedó quieto. El Oscuro Pasajero no podía bajarlo. Harry no podía apartarlo. Y así nos quedamos.
A mis espaldas oí un ruido sordo, un golpe atronador, y después un gemido tan lleno de vacío que me recorrió los hombros como un pañuelo de seda sobre el cuerpo de una araña. Me volví.
LaGuerta había caído, el brazo que antes sostenía la pistola clavado al suelo por el cuchillo de Brian, el labio inferior atrapado entre los dientes y los ojos abiertos de terror. Brian se agachó a su lado, observando cómo el miedo le invadía el semblante. Le costaba respirar, pero sonreía.
—¿Limpiamos un poco, hermano? —dijo él.
—No… No puedo.
Mi hermano se puso en pie y se quedó plantado ante mí, oscilando lentamente de un lado a otro.
—¿No puedes? —dijo—. Creo que no conozco esta palabra.
Me quitó el cuchillo de la mano, sin que yo pudiera detenerle, ni ayudarle.
Tenía los ojos puestos en Deborah, pero su voz me azotaba y hacía que los dedos fantasmas de Harry desaparecieran de mi espalda.
—Debe hacerse, hermano. Es una obligación. —Jadeó y se dobló por un momento, incorporándose lentamente y levantando al mismo tiempo el cuchillo—. ¿Tengo que recordarte lo importante que es la familia?
—No —dije, con ambas familias, vivos y muertos, agrupándose en torno a mí clamando lo que debía y no debía hacer. Y con un último susurro del Harry de ojos azules de mi memoria, mi cabeza empezó a temblar y volví a decirlo—: No —y esta vez lo decía en serio—. No puedo. Deborah no.