A lo largo del día fui recibiendo datos forenses a gotas. Sobre mediodía la historia había estallado a nivel nacional. Después del «inquietante descubrimiento» del motel Cacique, se levantaba la veda contra el asesino de las putas. El Canal 7 había realizado un trabajo notable a la hora de señalar el horror implícito en las partes del cuerpo halladas en el contenedor sin decir nada concreto sobre ellas. Tal y como maliciosamente había comentado la inspectora LaGuerta, no eran más que putas; pero en cuanto los medios comenzaran a presionar, daría igual que se hubiera tratado de hijas de senadores. Y entonces el departamento iniciaría las maniobras defensivas, sabiendo exactamente qué clase de angustiosas bobadas salían de los valientes y arrojados soldados del quinto poder.
Deb había permanecido en el lugar del crimen hasta que el capitán comenzó a pensar que estaba autorizando demasiadas horas extra y la enviaron a casa. Empezó a llamarme a las dos de la tarde para enterarse de lo que yo había descubierto, lo cual era muy poco. No habían encontrado nada en el hotel. En el aparcamiento había tantas marcas de neumáticos que era imposible distinguirlas. No había huellas ni pistas en el contenedor, ni en las bolsas, ni en las partes del cuerpo. Todo limpio.
La gran pista del día era la pierna izquierda. Tal y como Ángel había señalado, la pierna derecha había sido cortada en varios trozos: a la altura de la cadera, la rodilla y el tobillo. Pero la izquierda no. La habían seccionado en dos, y luego las habían envuelto cuidadosamente. Aja, dijo la inspectora LaGuerta en una de sus frecuentes muestras de genialidad. Alguien había interrumpido al asesino, lo había sorprendido, alarmado, y éste no había tenido tiempo de terminar el corte. Sintió pánico al verse descubierto. Y a partir de ese momento todos los esfuerzos de LaGuerta se centraron en encontrar a dicho testigo.
La teoría de la interrupción de LaGuerta presentaba un pequeño problema. Algo mínimo, quizá sería buscar distinciones demasiado sutiles, pero… Todo el cuerpo había sido meticulosamente lavado y envuelto, al parecer después de ser seccionado. Y después había sido transportado con cuidado hasta el contenedor, en apariencia con suficiente tiempo y capacidad de concentración por parte del asesino como para no dejar el menor rastro ni cometer error alguno. O bien nadie le comentó esto a LaGuerta, o bien —¡maravilla de las maravillas!—, ¿era posible que nadie se hubiera dado cuenta? Pues sí: gran parte del trabajo policial es pura rutina y consiste en hacer que los detalles encajen en patrones preestablecidos. Así que, ante un nuevo patrón, los investigadores podían parecer ciegos observando a un elefante a través de un microscopio.
Pero dado que yo no estaba ciego ni atrapado por la rutina, a mí me parecía más probable que ese hecho fuera simplemente una muestra de que el asesino estaba insatisfecho. Había tenido tiempo de sobra para trabajar, pero… éste era el quinto asesinato con el mismo patrón. ¿Acaso cortar el cuerpo a trozos empezaba a aburrirle? ¿Tal vez nuestro chico buscara algo distinto, algo más? ¿Alguna nueva dirección, un giro inédito?
Casi podía sentir su frustración. Haber llegado tan lejos, hasta el final, seccionando las sobras para envolverlas como regalos. Y entonces esa súbita idea: No se trata de esto. Algo no está bien. Coitus interruptus.
Lo que hacía ya no le llenaba. Necesitaba un enfoque distinto. Intentaba expresar algo y todavía no había encontrado las palabras. Y en mi opinión personal —es decir, si hubiese sido yo— esto debió de frustrarlo mucho. Y la única forma de responder a esa frustración era seguir adelante.
Pronto.
Pero dejemos que LaGuerta busque al testigo. No habría ninguno. Era un monstruo frío y prudente, y en mi opinión, absolutamente fascinante. ¿Y qué debería hacer yo respecto a dicha fascinación? No estaba seguro, así que me retiré a mi lancha a pensar.
Una Donzi a más de cien kilómetros por hora me cortó el paso a sólo unos centímetros de distancia. Saludé alegremente y volví al presente. Me acercaba a Stiltsville, un grupo de casas asentadas sobre pilares, en su mayoría abandonadas y viejas, cerca del Cabo Florida. Dibujé un gran círculo, sin rumbo definido, y dejé que mis pensamientos avanzaran en ese mismo arco lento.
¿Qué iba a hacer? Tenía que decidirlo ahora, antes de ser demasiado útil para Deborah. No me cabía la menor duda de que podía ayudarla a resolver el caso, nadie mejor que yo. Nadie más se estaba moviendo en la dirección correcta. ¿Pero quería ayudarla? ¿Quería que arrestaran a este asesino? ¿O prefería encontrarlo y encargarme de él personalmente? Es más —oh, un pensamiento perverso—, ¿de verdad quería que lo detuvieran? ¿Qué iba a hacer?
A mi derecha pude ver la zona de Elliot Key bajo la última luz del día. Y, como siempre, recordé la vez que fui de acampada allí con Harry Morgan. Mi padre adoptivo. El buen poli.
Eres diferente, Dexter.
Sí, Harry, la verdad es que sí.
Pero puedes aprender a controlar esa diferencia y usarla de forma constructiva.
De acuerdo, Harry. Si tú lo crees. ¿Cómo?
Y me lo explicó.
Ningún cielo estrellado puede compararse al del sur de Florida cuando tienes catorce años y has salido de acampada con tu padre. Aunque se trate sólo de tu padre adoptivo. Y aunque la visión de todas esas estrellas sólo te llene de una cierta satisfacción, ya que la emoción está fuera de juego. No la sientes. En parte, por eso estás aquí.
El fuego se ha extinguido y las estrellas brillan como nunca, y el querido padre adoptivo lleva un buen rato callado, dando sorbos a la anticuada cantimplora que ha sacado del bolsillo exterior de la mochila. Y no se le da muy bien, no es como muchos otros polis, en realidad no es un bebedor. Pero ahora está vacía, y ha llegado ya el momento de que diga lo que tiene que decir. Ahora o nunca.
—Dexter, tú eres diferente —empieza.
Aparto la mirada del brillo de las estrellas. Los últimos vestigios del fuego dibujan sombras en torno al pequeño claro donde nos hallamos. Algunas se reflejan en la cara de Harry. Lo veo raro, como si fuera la primera vez que lo tengo delante. Decidido, descontento, un poco inquieto.
—¿Qué quieres decir, papá?
No me mira.
—Los Billup dicen que Buddy ha desaparecido —dice él.
—Menudo coñazo. Se pasaba la noche ladrando. Mamá no podía dormir.
Y mamá necesitaba dormir, por cierto. Morir de cáncer requiere mucho descanso, y no había forma de que lo consiguiera con aquel chucho asqueroso que vivía enfrente y que se pasaba la noche entera ladrando a cualquier hoja que cayera sobre la calle.
—Encontré la tumba —dice Harry—. Contenía muchos huesos, Dexter. No sólo los de Buddy.
No hay mucho que decir. Hago una montañita con hojas de pino y espero a que Harry prosiga.
—¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo?
Observo la cara de Harry y luego desvío la mirada hacia el claro que hay junto a la playa. Nuestra embarcación está allí, meciéndose suavemente por el impulso del agua. A la derecha queda el tenue resplandor blanco de las luces de Miami. No puedo adivinar adonde quiere llegar Harry, qué quiere oír. Pero se trata de mi padre adoptivo, amigo de hablar sin dobleces; con Harry la verdad suele ser la mejor opción. Siempre lo sabe todo, o acaba enterándose.
—Un año y medio —digo.
Harry asiente.
—¿Por qué empezaste?
Una buena pregunta, y la verdad, con catorce años, la respuesta está fuera de mi alcance.