—Bueno… La verdad es que… tuve que hacerlo —le digo. Ya entonces, joven pero sutil.
—¿Oyes una voz? —insiste—. ¿Algo o alguien que te dice lo que debes hacer y a la que no puedes negarte?
—Huy —digo con la elocuencia típica de los adolescentes—, no exactamente.
—Cuéntamelo —dice Harry.
Esa luna, una luna buena y rolliza, algo más grande a lo que mirar. Agrupo un puñado más de hojas de pino. Me arde la cara, como si papá me hubiera pedido que le contara mis sueños eróticos. Lo cual, en cierto modo…
—Bueno, huy…, es como si sintiera algo, ya me entiendes. Dentro de mí. Observándome. Quizá…, hmm, ¿riéndose de mí? Pero no se trata de una voz, es sólo… —Añado un elocuente encogimiento de hombros. Pero para Harry parece tener sentido.
—Y este algo hace que tengas ganas de matar.
Un lento y gordo jet cruza por encima de nuestras cabezas.
—No, hmm, no es que me obligue —digo—. Sólo… hace que parezca una buena idea.
—¿Alguna vez has sentido deseos de matar otras cosas? ¿Algo más grande que un perro?
Intento responder pero noto un nudo en la garganta. Lo deshago.
—Sí.
—¿A alguna persona?
—Nadie en particular, papá. Sólo… —Vuelvo a encogerme de hombros.
—¿Qué te contuvo?
—Creí… creí que a ti y a mamá no os parecería bien.
—¿Eso fue lo único que te detuvo?
—Bueno, no quería que os enfadarais. Ya sabes, no quería decepcionaros.
Miro a Harry de reojo. Él me observa fijamente, sin parpadear.
—¿Por eso hemos salido de excursión, papá? ¿Para hablar de esto?
—Sí —dice Harry—. Tenemos que aclarar esto.
Aclararlo, sí, por supuesto: un ejemplo de cómo es la vida según Harry, con rincones de hospital y zapatos relucientes. E incluso entonces ya lo sabía: esa necesidad de matar a alguien de vez en cuando acabaría colocándome, más tarde o más temprano, en la situación de aclarar mi situación.
—¿Cómo? —pregunto, y me dirige una mirada larga e intensa, y al ver que voy siguiéndole paso a paso hace un gesto de asentimiento.
—Buen chico —dice—. Ahora mismo. —Y a pesar de decir ahora mismo, transcurre un buen rato antes de que vuelva a hablar. Observo las luces de una lancha que pasa a unos doscientos metros de nuestra pequeña playa. Por encima del ruido del motor una radio emite música cubana—. Ahora mismo —repite Harry, y lo miro. Pero él ha apartado la mirada, la tiene puesta en los restos de la hoguera, en el futuro que nos aguarda en algún lugar—. Es así —dice él. Lo escucho con atención. Es lo que suele decir antes de expresar una verdad importante. Cuando me enseñó cómo lanzar una pelota con efecto, y cómo propinar un gancho de izquierda. Es así, decía, y así era, tal y como él decía.
—Me hago viejo, Dexter. —Esperaba que yo pusiera alguna objeción, pero no lo hice y asintió con la cabeza—. Creo que la gente comprende las cosas de manera distinta a medida que envejece. No es que uno se vuelva blando, o vea las cosas en gris en lugar de en blanco y negro. Creo de verdad que entiendo las cosas de manera distinta. Mejor. —Me mira con la mirada de Harry: amor duro y ojos azules.
—De acuerdo —digo yo.
—Hace diez años te habría internado en algún centro —dice él, y parpadeo al oírlo. Casi me hace daño, pero tengo que reconocer que también yo lo he pensado—. Pero ahora creo que he aprendido muchas cosas. Sé cómo eres, y sé que eres un buen chico.
—No —protesto. Lo digo en voz baja, casi inaudible, pero Harry lo oye.
—Sí —dice con firmeza—. Eres un buen chico, Dex. Lo sé. Lo sé. —Lo repite casi para sí mismo, o tal vez para darle más énfasis, y sus ojos se encuentran con los míos—. En caso contrario no te habría importado qué pensara yo o qué pensara mamá. Lo habrías hecho. No puedes evitarlo, lo sé. Porque… —Se para y me mira sin decir nada durante un momento. Me resulta muy incómodo—. ¿Qué recuerdas de antes? De antes de que te lleváramos a casa.
Eso todavía duele, pero la verdad es que ignoro por qué. Sólo tenía tres años.
—Nada.
—Bien —dice él—. Es algo que nadie debería recordar. —Y eso será lo máximo que diga al respecto en toda su vida—. Pero aunque no lo recuerdes, Dex, eso te hizo algo. Esas cosas te hacen ser lo que eres. He hablado con expertos acerca de ello. —Y por raro que parezca, me dirige una de esas sonrisas breves, casi tímidas, típicas de Harry—. Esperaba que sucediera algo así. Lo que te sucedió cuando eras muy pequeño te ha modelado. He intentado corregirlo, pero… —Se encoge de hombros—. Era demasiado fuerte. Demasiado. Se te metió dentro a edad muy temprana y no te podrás desprender de ello. Te provocará ganas de matar y no podrás evitarlo. No puedes cambiarlo. Pero… —prosigue, mirando hacia otro lado, como si viera algo que no está a mi alcance—. Pero puedes canalizarlo. Controlarlo. Elegir —sus palabras son ahora muy cuidadosas, mucho más de lo que habían sido nunca—, elegir qué o a quién quieres matar. —Y me lanzó una sonrisa, distinta a cualquiera de las que le había visto antes, una sonrisa tan seca y amarga como las cenizas que quedan de la hoguera—. Hay mucha gente que se lo merece, Dex.
Y con esas palabras orientó toda mi vida, mi todo, mi quién soy y qué soy. Ese hombre maravilloso, que lo veía todo y lo sabía todo. Harry. Mi padre.
Si hubiese sido capaz de amar, ¡cuánto habría amado a Harry!
Hace ya mucho tiempo. Harry lleva años muerto. Pero sus lecciones persisten. No por ningún sentimiento de nostalgia o emoción, sino porque Harry tenía razón. Lo he comprobado una y otra vez. Harry sabía de qué hablaba, y me enseñó bien.
Ten cuidado, había dicho Harry. Y me enseñó a tenerlo, tan bien como sólo un policía puede enseñar a un asesino.
Escoger con cuidado de entre todos los que lo merecían. Asegurarse sin lugar a dudas. Después limpiar. No dejar rastro. Y siempre evitar cualquier implicación emocionaclass="underline" provoca errores.
Ese cuidado iba más allá del momento del asesinato, claro. Tener cuidado significaba construirse una vida. Compartimentar. Hacer vida social. Imitar al resto.
Y yo había seguido sus consejos con gran esmero. Era casi un holograma perfecto. Estaba por encima de cualquier sospecha, más allá de cualquier reproche, y ni siquiera era digno de desprecio. Un monstruo pulcro y educado, el vecino de la puerta contigua. Incluso Deborah seguía engañada la mitad del tiempo. Claro que ella también creía lo que quería creer.
Y en este momento ella creía que yo podía ayudarla a resolver estos asesinatos, impulsar su carrera y catapultarla desde ese atuendo sexy hacia el traje chaqueta. Y tenía razón, por supuesto. Podía ayudarla. Pero lo cierto es que no me apetecía, porque disfrutaba mucho viendo actuar a ese otro asesino, sintiendo cierta clase de conexión estética, o…
Implicación emocional.
Bien. Ahí estaba. Una clara violación del código de Harry.
Emprendí el camino de regreso. Ya había oscurecido del todo, pero me guié por una torre de radio que estaba a unos grados a la izquierda de mis aguas natales.
Así eran las cosas. Harry siempre había tenido razón, y por lo tanto ahora también la tenía. No te impliques emocionalmente, había dicho Harry. Y no lo haría.
Ayudaría a Deb.
5
A la mañana siguiente llovía y el tráfico estaba imposible, como siempre que llueve en Miami. Algunos conductores reducían la velocidad en las resbaladizas autopistas, lo que ponía furiosos a otros, que hacían sonar el claxon, gritaban por las ventanillas y se metían por el arcén para adelantar, dejando atrás a los lentos mientras blandían los puños.