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o de soldado raso, sus polainas, su espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada. Aquel estar simultáneo en todas partes durante los años pedregosos que precedieron a su primera muerte, aquel subir mientras bajaba, aquel extasiarse en el mar mientras agonizaba de malos amores no eran un privilegio de su naturaleza, como lo proclamaban sus aduladores, ni una alucinación multitudinaria, como decían sus críticos, sino que era la suerte de contar con los servicios íntegros y la lealtad de perro de Patricio Aragonés, su doble perfecto, que había sido encontrado sin que nadie lo buscara cuando le vinieron con la novedad mi general de que una falsa carroza presidencial andaba por pueblos de indios haciendo un próspero negocio de suplantación, que habían visto los ojos taciturnos en la penumbra mortuoria, que habían visto los labios pálidos, la mano de novia sensitiva con un guante de raso que iba echando puñados de sal a los enfermos arrodillados en la calle, y que detrás de la carroza iban dos falsos oficiales de a caballo cobrando en moneda dura el favor de la salud, imagínese mi general, qué sacrilegio, pero él no dio ninguna orden contra el suplantador sino que había pedido que lo llevaran en secreto a la casa presidencial con la cabeza metida en un talego de fique para que no fueran a confundirlo, y entonces padeció la humillación de verse a sí mismo en semejante estado de igualdad, carajo, si este hombre soy yo, dijo, porque era en realidad como si lo fuera, salvo por la autoridad de la voz, que el otro no logró imitar nunca, y por la nitidez de las líneas de la mano en donde el arco de la vida se prolongaba sin tropiezos en torno a la base del pulgar, y si no lo hizo fusilar en el acto no fue por el interés de mantenerlo como suplantador oficial, pues esto se le ocurrió más tarde, sino porque lo inquietó la ilusión de que las cifras de su propio destino estuvieran escritas en la mano del impostor. Cuando se convenció de la vanidad de aquel sueño ya Patricio Aragonés había sobrevivido impasible a seis atentados, había adquirido la costumbre de arrastrar los pies aplanados a golpes de mazo, le zumbaban los oídos y le cantaba la potra en las madrugadas de invierno, y había aprendido a quitarse y a ponerse la espuela de oro como si se le enredaran las correas sólo por ganar tiempo en las audiencias mascullando carajo con estas hebillas que fabrican los herreros de Flandes que ni para eso sirven, y de bromista y lenguaraz que había sido cuando soplaba botellas en la carquesa de su padre se volvió meditativo y sombrío y no ponía atención a lo que le decían sino que escudriñaba la penumbra de los ojos para adivinar lo que no le decían, y nunca contestó a una pregunta sin antes preguntar a su vez y usted qué opina y de holgazán y vividor que había sido en el negocio de vender milagros se volvió diligente hasta el tormento y caminador implacable, se volvió tacaño y rapaz, se resignó a amar por asalto y a dormir en el suelo, vestido, bocabajo y sin almohada, y renunció a sus ínfulas precoces de identidad propia y a toda vocación hereditaria de veleidad dorada de simplemente soplar y hacer botellas, y afrontaba los riesgos más tremendos del poder poniendo primeras piedras donde nunca se había de poner la segunda, cortando cintas inaugurales en tierra de enemigos y soportando tantos sueños pasados por agua y tantos suspiros reprimidos de ilusiones imposibles al coronar sin apenas tocarlas a tantas y tan efímeras e inalcanzables reinas de la belleza, pues se había conformado para siempre con el destino raso de vivir un destino que no era el suyo, aunque no lo hizo por codicia ni convicción sino porque él le cambió la vida por el empleo vitalicio de impostor oficial con un sueldo nominal de cincuenta pesos mensuales y la ventaja de vivir como un rey sin la calamidad de serlo, qué más quieres. Aquella confusión de identidades alcanzó su tono mayor una noche de vientos largos en que él encontró a Patricio Aragonés suspirando hacia el mar en el vapor fragante de los jazmines y le preguntó con una alarma legítima si no le habían echado acónito en la comida que andaba a la deriva y como atravesado por un mal aire, y Patricio Aragonés le contestó que no mi general, que la vaina es peor, que el sábado había coronado a una reina de carnaval y había bailado con ella el primer vals y ahora no encontraba la puerta para salir de aquel recuerdo, porque era la mujer más hermosa de la tierra, de las que no se hicieron para uno mi general, si usted la viera, pero él replicó con un suspiro de alivio que qué carajo, ésas son vainas que le suceden a los hombres cuando están estreñidos de mujer, le propuso secuestrársela como hizo con tantas mujeres retrecheras que habían sido sus concubinas, te la pongo a la fuerza en la cama con cuatro hombres de tropa que la sujeten por los pies y las manos mientras tú te despachas con la cuchara grande, qué carajo, te la comes barbeada, le dijo, hasta las más estrechas se revuelcan de rabia al principio y después te suplican que no me deje así mi general como una triste pomarrosa con la semilla suelta, pero Patricio Aragonés no quería tanto sino que quería más, quería que lo quisieran, porque ésta es de las que saben de dónde son los cantantes mi general, ya verá que usted mismo lo va a ver cuando la vea, así que él le indicó como fórmula de alivio los senderos nocturnos de los cuartos de sus concubinas y lo autorizó para usarlas como si fuera él mismo, por asalto y de prisa y con la ropa puesta, y Patricio Aragonés se sumergió de buena fe en aquel cenagal de amores prestados creyendo que con ellos le iba a poner una mordaza a sus anhelos, pero era tanta su ansiedad que a veces se olvidaba de las condiciones del préstamo, se desbraguetaba por distracción, se demoraba en pormenores, tropezaba por descuido con las piedras ocultas de las mujeres más mezquinas, les desentrañaba los suspiros y las hacía reír de asombro en las tinieblas, qué bandido mi general, le decían, se nos está volviendo avorazado después de viejo, y desde entonces ninguno de ellos ni ninguna de ellas supo nunca cuál de los hijos de quién era hijo de quién, ni con quién, pues también los hijos de Patricio Aragonés como los suyos nacían sietemesinos. Así fue como Patricio Aragonés se convirtió en el hombre esencial del poder, el más amado y quizá también el más temido, y él dispuso de más tiempo para ocuparse de las fuerzas armadas con tanta atención como al principio de su mandato, no porque las fuerzas armadas fueran el sustento de su poder, como todos creíamos, sino al contrario, porque eran su enemigo natural más temible, de modo que les hacía creer a unos oficiales que estaban vigilados por los otros, les barajaba los destinos para impedir que se confabularan, dotaba a los cuarteles de ocho cartuchos de fogueo por cada diez legítimos y les mandaba pólvora revuelta con arena de playa mientras él mantenía el parque bueno al alcance de la mano en un depósito de la casa presidencial cuyas llaves cargaba en una argolla con otras llaves sin copias de otras puertas que nadie más podía franquear, protegido por la sombra tranquila de mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar, un artillero de academia que era además su ministro de la defensa y al mismo tiempo comandante de las guardias presidenciales, director de los servicios de seguridad del estado y uno de los muy pocos mortales que estuvieron autorizados para ganarle a él una partida de dominó, porque había perdido el brazo derecho tratando de desmontar una carga de dinamita minutos antes de que la berlina presidencial pasara por el sitio del atentado. Se sentía tan seguro con el amparo del general Rodrigo de Aguilar y la asistencia de Patricio Aragonés, que empezó a descuidar sus presagios de conservación y se fue haciendo cada vez más visible, se atrevió a pasear por la ciudad con sólo un edecán en un carricoche sin insignias contemplando por entre los visillos la catedral arrogante de piedra dorada que él había declarado por decreto la más bella del mundo, atisbaba las mansiones antiguas de calicanto con portales de tiempos dormidos y girasoles vueltos hacia el mar, las calles adoquinadas con olor de pabilo del barrio de los virreyes, las señoritas lívidas que hacían encaje de bolillo con una decencia ineluctable entre los tiestos de claveles y los colgajos de trinitarias de la luz de los balcones, el convento ajedrezado de las vizcaínas con el mismo ejercicio de clavicordio a las tres de la tarde con que habían celebrado el primer paso del cometa, atravesó el laberinto babélico del comercio, su música mortífera, los lábaros de billetes de lotería, los carritos de guarapo, los sartales de huevos de iguana, los baratillos de los turcos descoloridos por el sol, el lienzo pavoroso de la mujer que se había convertido en alacrán por desobedecer a sus padres, el callejón de miseria de las mujeres sin hombres que salían desnudas al atardecer a comprar corbinas azules y pargos rosados y a mentarse la madre con las verduleras mientras se les secaba la ropa en los balcones de maderas bordadas, sintió el viento de mariscos podridos, la luz cotidiana de los pelícanos a la vuelta de la esquina, el desorden de colores de las barracas de los negros en los promontorios de la bahía, y de pronto, ahí está, el puerto, ay, el puerto, el muelle de tablones de esponja, el viejo acorazado de los infantes más largo y más sombrío que la verdad, la estibadora negra que se apartó demasiado tarde para dar paso al cochecito despavorido y se sintió tocada de muerte por la visión del anciano crepuscular que contemplaba el puerto con la mirada más triste del mundo, es él, exclamó asustada, que viva el macho, gritó, que viva, gritaban los hombres, las mujeres, los niños que salían corriendo de las cantinas y las fondas de chinos, que viva, gritaban los que trabaron las patas de los caballos y bloquearon el coche para estrechar la mano del poder, una maniobra tan certera e imprevista que él apenas tuvo tiempo de apartar el brazo armado del edecán reprendiéndolo con voz tensa, no sea pendejo, teniente, déjelos que me quieran, tan exaltado con aquel arrebato de amor y con otros semejantes de los días siguientes que al general Rodrigo de Aguilar le costó trabajo quitarle la idea de pasearse en una carroza descubierta para que puedan verme de cuerpo entero los patriotas de la patria, qué carajo, pues él ni siquiera sospechaba que el asalto del puerto había sido espontáneo pero que los siguientes fueron organizados por sus propios servicios de seguridad para complacerlo sin riesgos, tan engolosinado con los aires de amor de las vísperas de su otoño que se atrevió a salir de la ciudad después de muchos años, volvió a poner en marcha el viejo tren pintado con los colores de la bandera que se trepaba gateando por las cornisas de su vasto reino de pesadumbre, abriéndose paso por entre ramazones de orquídeas y balsaminas amazónicas, alborotando micos, aves del paraíso, leopardos dormidos sobre los rieles, hasta los pueblos glaciales y desiertos de su páramo natal en cuyas estaciones lo esperaban con bandas de músicas lúgubres, le tocaban campanas de muerto, le mostraban letreros de bienvenida al patricio sin nombre que está sentado a la diestra de la Santísima Trinidad, le reclutaban indios deshalagados de las veredas que bajaban a conocer el poder oculto en la penumbra fúnebre del vagón presidencial, y los que conseguían acercarse no veían nada más que los ojos atónitos detrás de los cristales polvorientos, veían los labios trémulos, la palma de una mano sin origen que saludaba desde el limbo de la gloria, mientras alguien de la escolta trataba de apartarlo de la ventana, tenga cuidado, general, la patria lo necesita, pero él replicaba entre sueños no te preocupes, coronel, esta gente me quiere, lo mismo en el tren de los páramos que en el buque fluvial de rueda de madera que iba dejando un rastro de valses de pianola por entre la fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas de los afluentes ecuatoriales, eludiendo carcachas de dragones prehistóricos, islas providenciales donde se echaban a parir las sirenas, atardeceres de desastres de inmensas ciudades desaparecidas, hasta los caseríos ardientes y desolados cuyos habitantes se asomaban a la orilla para ver el buque de madera pintado con los colores de la patria y apenas si alcanzaban a distinguir una mano de nadie con un guante de raso que saludaba desde la ventana del camarote presidencial, pero él veía los grupos de la orilla que agitaban hojas de malanga a falta de banderas, veía los que se echaban al agua con una danta viva, un ñame gigantesco como una pata de elefante, un huacal de gallinas de monte para la olla del sancocho presidencial, y suspiraba conmovido en la penumbra eclesiástica del camarote, mírelos cómo vienen, capitán, mire cómo me quieren. En diciembre, cuando el mundo del Caribe se volvía de vidrio, subía en el carricoche por las cornisas de rocas hasta la casa encaramada en la cumbre de los arrecifes y se pasaba la tarde jugando dominó con los antiguos dictadores de otros países del continente, los padres destronados de otras patrias a quienes él había concedido el asilo a lo largo de muchos años y que ahora envejecían en la penumbra de su misericordia soñando con el barco quimérico de la segunda oportunidad en las sillas de las terrazas, hablando solos, muriéndose muertos en la casa de reposo que él había construido para ellos en el balcón del mar después de haberlos recibido a todos como si fueran uno solo, pues todos aparecían de madrugada con el uniforme de aparato que se habían puesto al revés sobre la piyama, con un baúl de dinero saqueado del tesoro público y una maleta con un estuche de condecoraciones, recortes de periódicos pegados en viejos libros de contabilidad y un álbum de retratos que le mostraban a él en la primera audiencia como si fueran las credenciales, diciendo mire usted, general, éste soy yo cuando era teniente, aquí fue el día de la posesión, aquí fue en el decimosexto aniversario de la toma del poder, aquí, mire usted general, pero él les concedía el asilo político sin prestarles mayor atención ni revisar credenciales porque el único documento de identidad de un presidente derrocado debe ser el acta de defunción, decía, y con el mismo desprecio escuchaba el discursillo ilusorio de que acepto por poco tiempo su noble hospitalidad mientras la justicia del pueblo llama a cuentas al usurpador, la eterna fórmula de solemnidad pueril que poco después le escuchaba al usurpador, y luego al usurpador del usurpador como si no supieran los muy pendejos que en este negocio de hombres el que se cayó se cayó, y a todos los hospedaba por unos meses en la casa presidencial, los obligaba a jugar dominó hasta despojarlos del último céntimo, y entonces me llevó del brazo frente a la ventana del mar, me ayudó a dolerme de esta vida puñetera que sólo camina para un solo lado, me consoló con la ilusión de que me fuera para allá, miré, allá, en aquella casa enorme que parecía un trasatlántico encallado en la cumbre de los arrecifes donde le tengo un aposento con muy buena luz y buena comida, y mucho tiempo para olvidar junto a otros compañeros en desgracia, y con una terraza marina donde a él le gustaba sentarse en las tardes de diciembre no tanto por el placer de jugar al dominó con aquella cáfila de mampolones sino para disfrutar de la dicha mezquina de no ser uno de ellos, para mirarse en el espejo de escarmiento de la miseria de ellos mientras él chapaleaba en la ciénaga grande la felicidad, soñando solo, persiguiendo en puntillas como un mal pensamiento a las mulatas mansas que barrían la casa civil en la penumbra del amanecer, husmeaba su rastro de dormitorio público y brillantina de botica, acechaba la ocasión de encontrarse con una sola para hacer amores de gallo detrás de las puertas de las oficinas mientras ellas reventaban de risa en la sombra, qué bandido mi general, tan grande y todavía tan garoso, pero él quedaba triste después del amor y se ponía a cantar para consolarse donde nadie lo oyera, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, mírame cómo estoy de acontecido en el patíbulo de tu ventana, cantaba, tan seguro del amor de su pueblo en aquellos octubres sin malos presagios que colgaba una hamaca en el patio de la mansión de los suburbios donde vivía su madre Bendición Alvarado y hacía la siesta a la sombra de los tamarindos,