sin escolta, soñando con los peces errátiles que navegaban en las aguas de color de los dormitorios, la patria es lo mejor que se ha inventado, madre, suspiraba, pero nunca esperaba la réplica de la única persona en el mundo que se atrevió a reprenderlo por el olor a cebollas rancias de sus axilas, sino que regresaba a la casa presidencial por la puerta grande exaltado con aquella estación de milagro del Caribe en enero, aquella reconciliación con el mundo al cabo de la vejez, aquellas tardes malvas en que había hecho las paces con el nuncio apostólico y éste lo visitaba sin audiencia para tratar de convertirlo a la fe de Cristo mientras tomaban chocolate con galletitas, y él alegaba muerto de risa que si Dios es tan macho como usted dice dígale que me saque este cucarrón que me zumba en el oído, le decía, se desabotonaba los nueve botones de la bragueta y le mostraba la potra descomunal, dígale que me desinfle esta criatura, le decía, pero el nuncio lo pastoreaba con un largo estoicismo, trataba de convencerlo de que todo lo que es verdad, dígalo quien lo diga, proviene del Espíritu Santo, y él lo acompañaba hasta la puerta con las primeras lámparas, muerto de risa como muy pocas veces lo habían visto, no gaste pólvora en gallinazos, padre, le decía, para qué me quiere convertido si de todos modos hago lo que ustedes quieren, qué carajo. Aquel remanso de placidez se desfondó de pronto en la gallera de un páramo remoto cuando un gallo carnicero le arrancó la cabeza al adversario y se la comió a picotazos ante un público enloquecido de sangre y una charanga de borrachos que celebró el horror con músicas de fiesta, porque él fue el único que registró el mal presagio, lo sintió tan nítido e inminente que ordenó en secreto a su escolta que arrestaran a uno de los músicos, a ése, el que está tocando el bombardino, y en efecto le encontraron una escopeta de cañón recortado y confesó bajo tortura que pensaba disparar contra él en la confusión de la salida, por supuesto, era más que evidente, explicó él, porque yo miraba a todo el mundo y todo el mundo me miraba a mí, pero el único que no se atrevió a mirarme ni una sola vez fue ese cabrón del bombardino, pobre hombre, y sin embargo él sabía que no era ésa la razón última de su ansiedad, pues la siguió sintiendo en las noches de la casa civil aun después de que sus servicios de seguridad le demostraron que no había motivos de inquietud mi general, que todo estaba en orden, pero él se había aferrado a Patricio Aragonés como si fuera él mismo desde que padeció el presagio de la gallera, le daba de comer de su propia comida, le daba a beber de su propia miel de abejas con la misma cuchara para morirse al menos con el consuelo de que ambos se murieran juntos si las cosas estaban envenenadas, y andaban como fugitivos por aposentos olvidados, caminando sobre las alfombras para que nadie conociera sus grandes pasos furtivos de elefantes siameses, navegando juntos en la claridad intermitente del faro que se metía por las ventanas e inundaba de verde cada treinta segundos los aposentos de la casa a través del humo de boñiga de vaca y los adioses lúgubres de los barcos nocturnos en los mares dormidos, pasaban tardes enteras contemplando la lluvia, contando golondrinas como dos amantes vetustos en los atardeceres lánguidos de septiembre, tan apartados del mundo que él mismo no cayó en la cuenta de que su lucha feroz por existir dos veces alimentaba la sospecha contraria de que existía cada vez menos, que yacía en un letargo, que había sido doblada la guardia y no se permitía la entrada ni la salida de nadie en la casa presidencial, que sin embargo alguien había logrado burlar aquel filtro severo y había visto los pájaros callados en las jaulas, las vacas bebiendo en la pila bautismal, los leprosos y los paralíticos durmiendo en los rosales, y todo el mundo estaba al mediodía como esperando a que amaneciera porque él había muerto como estaba anunciado en los lebrillos de muerte natural durante el sueño pero los altos mandos demoraban la noticia mientras trataban de dirimir en conciliábulos sangrientos sus pugnas atrasadas. Aunque él ignoraba estos rumores era consciente de que algo estaba a punto de ocurrir en su vida, interrumpía las lentas partidas de dominó para preguntarle al general Rodrigo de Aguilar cómo siguen las vainas, compadre, todo bajo control mi general, la patria estaba en calma, acechaba señales de premonición en las piras funerarias de las plastas de boñiga de vaca que ardían en los corredores y en los pozos de aguas antiguas sin encontrar ninguna respuesta a su ansiedad, visitaba a su madre Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios cuando aflojaba el calor, se sentaban a tomar el fresco de la tarde debajo de los tamarindos, ella en su mecedor de madre, decrépita pero con el alma entera, echándoles puñados de maíz a las gallinas y a los pavorreales que picoteaban en el patio, y él en la poltrona de mimbre pintada de blanco, abanicándose con el sombrero, persiguiendo con una mirada de hambre vieja a las mulatas grandes que le llevaban las aguas frescas de fruta de colores para la sed del calor mi general, pensando madre mía Bendición Alvarado si supieras que ya no puedo con el mundo, que quisiera largarme para no sé dónde, madre, lejos de tanto entuerto, pero ni siquiera a su madre le mostraba el interior de los suspiros sino que regresaba con las primeras luces de la noche a la casa presidencial, se metía por la puerta de servicio oyendo al pasar por los corredores el taconeo de los centinelas que lo iban saludando sin novedad mi general, todo en orden, pero él sabía que no era cierto, que lo engañaban por hábito, que le mentían por miedo, que nada era verdad en aquella crisis de incertidumbre que le estaba amargando la gloria y le quitaba hasta las viejas ganas de mandar desde la tarde aciaga de la gallera, permanecía hasta muy tarde tirado bocabajo en el suelo sin dormir, oyó por la ventana abierta del mar los tambores lejanos y las gaitas tristes que celebraban alguna boda de pobres con el mismo alborozo con que hubieran celebrado su muerte, oyó el adiós de un buque perdulario que se fue a las dos sin permiso del capitán, oyó el ruido de papel de las rosas que se abrieron al amanecer, sudaba hielo, suspiraba sin querer, sin un instante de sosiego, presintiendo con un instinto montaraz la inminencia de la tarde en que regresaba de la mansión de los suburbios y lo sorprendió un tropel de muchedumbres en la calle, un abrir y cerrar de ventanas y un pánico de golondrinas en el cielo diáfano de diciembre y entreabrió la cortina de la carroza para ver qué pasaba y se dijo esto era, madre, esto era, se dijo, con un terrible sentimiento de alivio, viendo los globos de colores en el cielo, los globos rojos y verdes, los globos amarillos como grandes naranjas azules, los innumerables globos errantes que se abrieron vuelo por entre el espanto de las golondrinas y flotaron un instante en la luz de cristal de las cuatro y se rompieron de pronto en una explosión silenciosa y unánime y soltaron millares y millares de hojas de papel sobre la ciudad, una tormenta de panfletos volantes que el cochero aprovechó para escabullirse del tumulto del mercado público sin que nadie reconociera la carroza del poder, porque todo el mundo estaba en la rebatiña de los papeles de los globos mi general, los gritaban en los balcones, repetían de memoria abajo la opresión, gritaban, muera el tirano, y hasta los centinelas de la casa presidencial leían en voz alta por los corredores la unión de todos sin distinción de clases contra el despotismo de siglos, la reconciliación patriótica contra la corrupción y la arrogancia de los militares, no más sangre, gritaban, no más pillaje, el país entero despertaba del sopor milenario en el momento en que él entró por la puerta de la cochera y se encontró con la terrible novedad mi general de que a Patricio Aragonés lo habían herido de muerte con un dardo envenenado. Años antes, en una noche de malos humores, él le había propuesto a Patricio Aragonés que se jugaran la vida a cara o sello, si sale cara te mueres tú, si sale sello me muero yo, pero Patricio Aragonés le hizo ver que se iban a morir empatados porque todas las monedas tenían la cara de ambos por ambos lados, le propuso entonces que se jugaran la vida en la mesa de dominó, veinte partidas al que gane más, y Patricio Aragonés aceptó a mucha honra y con mucho gusto mi general siempre que me conceda el privilegio de poderle ganar, y él aceptó, de acuerdo, así que jugaron una partida, jugaron dos, jugaron veinte, y siempre ganó Patricio Aragonés pues él sólo ganaba porque estaba prohibido ganarle, libraron un combate largo y encarnizado y llegaron a la última partida sin que él ganara una, y Patricio Aragonés se secó el sudor con la manga de la camisa suspirando lo siento en el alma mi general pero yo no me quiero morir, y entonces él se puso a recoger las fichas, las colocaba en orden dentro de la cajita de madera mientras decía como un maestro de escuela cantando una lección que él tampoco tenía por qué morirse en la mesa de dominó sino a su hora y en su sitio de muerte natural durante el sueño como lo habían predicho desde el principio de sus tiempos los lebrillos de las pitonisas, y ni siquiera así, pensándolo bien, porque Bendición Alvarado no me parió para hacerle caso a los lebrillos sino para mandar, y al fin y al cabo yo soy el que soy yo, y no tú, de modo que dale gracias a Dios de que esto no era más que un juego, le dijo riéndose, sin haber imaginado entonces ni nunca que aquella broma terrible había de ser verdad la noche en que entró en el cuarto de Patricio Aragonés y lo encontró enfrentado con las urgencias de la muerte, sin remedio, sin ninguna esperanza de sobrevivir al veneno, y él lo saludó desde la puerta con la mano extendida, Dios te salve, macho, grande honor es morir por la patria. Lo acompañó en la lenta agonía, los dos solos en el cuarto, dándole con su mano las cucharadas de alivio para el dolor, y Patricio Aragonés las tomaba sin gratitud diciéndole entre cada cucharada que ahí lo dejo por poco tiempo con su mundo de mierda mi general porque el corazón me dice que nos vamos a ver muy pronto en los profundos infiernos, yo más torcido que un lebranche con este veneno y usted con la cabeza en la mano buscando dónde ponerla, dicho sea sin el menor respeto mi general, pues ahora le puedo decir que nunca lo he querido como usted se imagina sino que desde las témporas de los filibusteros en que tuve la mala desgracia de caer en sus dominios estoy rogando que lo maten aunque sea de buena manera para que me pague esta vida de huérfano que me ha dado, primero aplanándome las patas con manos de pilón para que se me volvieran de sonámbulo como las suyas, después atravesándome las criadillas con leznas de zapatero para que se me formara la potra, después poniéndome a beber trementina para que se me olvidara leer y escribir con tanto trabajo como le costó a mi madre enseñarme, y siempre obligándome a hacer los oficios públicos que usted no se atreve, y no porque la patria lo necesite vivo como usted dice sino porque al más bragado se le hiela el culo coronando a una puta de la belleza sin saber por dónde le va a tronar la muerte, dicho sea sin el menor respeto mi general, pero a él no le importaba la insolencia sino la ingratitud de Patricio Aragonés a quien puse a vivir como un rey en un palacio y te di lo que nadie le ha dado a nadie en este mundo hasta prestarte mis propias mujeres, aunque mejor no hablemos de eso mi general que vale más estar capado a mazo que andar tumbando madres por el suelo como si fuera cuestión de herrar novillas, nomás que esas pobres bastardas sin corazón ni siquiera sienten el hierro ni patalean ni se retuercen ni se quejan como las novillas, ni echan humo por los cuadriles ni huelen a carne chamuscada que es lo menos que se les pide a las buenas mujeres, sino que ponen sus cuerpos de vacas muertas para que uno cumpla con su deber mientras ellas siguen pelando papas y gritándoles a las otras que me hagas el favor de echármele un ojo a la cocina mientras me desocupo aquí que se me quema el arroz, sólo a usted se le ocurre creer que esa vaina es amor mi general porque es el único que conoce, dicho sea sin el menor respeto, y entonces él empezó a bramar que te calles, carajo, que te calles o te va a costar caro, pero Patricio Aragonés siguió diciendo sin la menor intención de burla que para qué me voy a callar si lo más que puede hacer es matarme y ya me está matando, más bien aproveche ahora para verle la cara a la verdad mi general, para que sepa que nadie le ha dicho nunca lo que piensa de veras sino que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hacen reverencias por delante y le hacen pistola por detrás, agradezca siquiera la casualidad de que yo soy el hombre que más lástima le tiene en este mundo porque soy el único que me parezco a usted, el único que tiene la honradez de cantarle lo que todo el mundo dice que usted no es presidente de nadie ni está en el trono por sus cañones sino que lo sentaron los ingleses y lo sostuvieron los gringos con el par de cojones de su acorazado, que yo lo vi cucaracheando de aquí para allá y de allá para acá sin saber por dónde empezar a mandar de miedo cuando los gringos le gritaron que ahí te dejamos con tu burdel de negros a ver cómo te las compones sin nosotros, y si no se desmontó de la silla desde entonces ni se ha desmontado nunca no será porque no quiere sino porque no puede, reconózcalo, porque sabe que a la hora que lo vean por la calle vestido de mortal le van a caer encima como perros para cobrarle esto por la matanza de Santa María del Altar, esto otro por los presos que tiran en los fosos de la fortaleza del puerto para que se los coman vivos los caimanes, esto otro por los que despellejan vivos y le mandan el cuero a la familia como escarmiento, decía, sacando del pozo sin fondo de sus rencores atrasados el sartal de recursos atroces de su régimen de infamia, hasta que ya no pudo decirle más porque un rastrillo de fuego le desgarró las entrañas, se le reblandeció el corazón y terminó sin intención de ofensa sino casi de súplica que se lo digo en serio mi general, aproveche ahora que me estoy muriendo para morirse conmigo, nadie tiene más criterio que yo para decírselo porque nunca tuve la pretensión de parecerme a nadie ni menos ser un prócer de la patria sino un triste soplador de vidrios para hacer botellas como mi padre, atrévase, mi general, no duele tanto como parece, y se lo dijo con un aire de tan serena verdad que a él no le alcanzó la rabia para contestar sino que trató de sostenerlo en la silla cuando vio que empezaba a torcerse y se agarraba las tripas con las manos y sollozaba con lágrimas de dolor y vergüenza que qué pena mi general pero me estoy cagando, y él creyó que lo decía en sentido figurado queriéndole decir que se estaba muriendo de miedo, pero Patricio Aragonés le contestó que no, quiero decir cagándome, cagándome mi general, y él alcanzó a suplicarle que te aguantes Patricio Aragonés, aguántate, los generales de la patria tenemos que morir como los hombres aunque nos cueste la vida, pero lo dijo demasiado tarde porque Patricio Aragonés se fue de bruces y le cayó encima pataleando de miedo y ensopado de mierda y de lágrimas. En la oficina contigua a la sala de audiencias tuvo que restregar el cuerpo con estropajo y jabón para quitarle el mal olor de la muerte, lo vistió con la ropa que él llevaba puesta, le puso el braguero de lona, las polainas, la espuela de oro en el talón izquierdo, sintiendo a medida que lo hacía que se iba convirtiendo en el hombre más solitario de la tierra, y por último borró todo rastro de la farsa y prefiguró a la perfección hasta los detalles más ínfimos que él había visto con sus propios ojos en las aguas premonitorias de los lebrillos, para que al amanecer del día siguiente las barrenderas de la casa encontraran el cuerpo como lo encontraron tirado bocabajo en el suelo de la oficina, muerto por primera vez de falsa muerte natural durante el sueño con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada. Tampoco aquella vez se divulgó la noticia de inmediato, al contrario de lo que él esperaba, sino que transcurrieron muchas horas de prudencia, de averiguaciones sigilosas, de componendas secretas e