nicera de la guardia presidencial que cumplió con mucho gusto y a mucha honra mi general su orden feroz de que nadie escapara con vida del conciliábulo de la traición, barrieron con ráfagas de ametralladora a los que trataron de escapar por la puerta principal, cazaron como pájaros a los que se descolgaban por las ventanas, desentrañaron con granadas de fósforo vivo a los que pudieron burlar el cerco y se refugiaron en las casas vecinas y remataron a los heridos de acuerdo con el criterio presidencial de que todo sobreviviente es un mal enemigo para toda la vida, mientras él continuaba acostado bocabajo en el piso a dos cuartas del general Rodrigo de Aguilar soportando la granizada de vidrios y argamasa que se metía por las ventanas con cada explosión, murmurando sin pausas como si estuviera rezando, ya está, compadre, ya está, se acabó la vaina, de ahora en adelante voy a mandar yo solo sin perros que me ladren, será cuestión de ver mañana temprano qué es lo que sirve y lo que no sirve de todo este desmadre y si acaso falta en qué sentarse se compran para mientras tanto seis taburetes de cuero de los más baratos, se compran unas esteras de petate y se ponen por aquí y por allá para tapar los huecos, se compran dos o tres corotos más, y ya está, ni platos ni cucharas ni nada, todo eso me lo traigo de los cuarteles porque ya no voy a tener más gente de tropa, ni oficiales, qué carajo, sólo sirven para aumentar el gasto de leche y a la hora de las vainas, ya se vio, escupen la mano que les da de comer, me quedo sólo con la guardia presidencial que es gente derecha y brava y no vuelvo a nombrar ni gabinete de gobierno, qué carajo, sólo un buen ministro de salud que es lo único que se necesita en la vida, y si acaso otro con buena letra para lo que haya que escribir, y así se pueden alquilar los ministerios y los cuarteles y se tiene esa plata para el servicio, que aquí lo que hace falta no es gente sino plata, se consiguen dos buenas sirvientas, una para la limpieza y la cocina, y otra para lavar y planchar, y yo mismo para hacerme cargo de las vacas y los pájaros cuando los haya, y no más despelote de putas en los excusados ni lazarinos en los rosales ni doctores de letras que todo lo saben ni políticos sabios que todo lo ven, que al fin y al cabo esto es una casa presidencial y no un burdel de negros como dijo Patricio Aragonés que dijeron los gringos, y yo solo me basto y me sobro para seguir mandando hasta que vuelva a pasar el cometa, y no una vez sino diez, porque lo que soy yo no me pienso morir más, qué carajo, que se mueran los otros, decía, hablando sin pausas para pensar, como si recitara de memoria, porque sabía desde la guerra que pensando en voz alta se le espantaba el miedo de las cargas de dinamita que sacudían la casa, haciendo planes para mañana por la mañana y para el siglo entrante al atardecer hasta que sonó en la calle el último tiro de gracia y el general Rodrigo de Aguilar se arrastró culebreando y ordenó por la ventana que buscaran los carros de la basura para llevarse los muertos y salió del salón diciendo que pase buenas noches mi general, buenas, compadre, contestó él, muchas gracias, acostado bocabajo en el mármol funerario del salón del consejo de ministros, y luego dobló el brazo derecho para que le sirviera de almohada y se durmió en el acto, más solo que nunca, arrullado por el rumor del reguero de hojas amarillas de su otoño de lástima que aquella noche había empezado para siempre en los cuerpos humeantes y los charcos de lunas coloradas de la masacre. No tuvo que tomar ninguna de las determinaciones previstas, pues el ejército se desbarató solo, las tropas se dispersaron, los pocos oficiales que resistieron hasta última hora en los cuarteles de la ciudad y en otros seis del país fueron aniquilados por los guardias presidenciales con la ayuda de voluntarios civiles, los ministros sobrevivientes se exilaron al amanecer y sólo quedaron los dos más fieles, uno que además era su médico particular y otro que era el mejor calígrafo de la nación, y no tuvo que decirle que si a ningún poder extranjero porque las arcas del gobierno se desbordaron de anillos matrimoniales y diademas de oro recaudados por partidarios imprevistos, ni tuvo que comprar esteras ni taburetes de cuero de los más baratos para remendar los estragos de la defenestración, pues antes de que acabaran de pacificar el país estaba restaurada y más suntuosa que nunca la sala de audiencias, y había jaulas de pájaros por todas partes, guacamayas deslenguadas, loritos reales que cantaban en las cornisas para España no para Portugal, mujeres discretas y serviciales que mantenían la casa tan limpia y tan ordenada como un barco de guerra, y entraban por las ventanas las mismas músicas de gloria, los mismos petardos de alborozo, las mismas campanas de júbilo que habían empezado celebrando su muerte y continuaban celebrando su inmortalidad, y había una manifestación permanente en la Plaza de Armas con gritos de adhesión eterna y grandes letreros de Dios guarde al magnífico que resucitó al tercer día entre los muertos, una fiesta sin término que él no tuvo que prolongar con maniobras secretas como lo hizo en otros tiempos, pues los asuntos del estado se arreglaban solos, la patria andaba, él solo era el gobierno, y nadie entorpecía ni de palabra ni de obra los recursos de su voluntad, porque estaba tan solo en su gloria que ya no le quedaban ni enemigos, y estaba tan agradecido con mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar que no volvió a inquietarse por el gasto de leche sino que hizo formar en el patio a los soldados rasos que se habían distinguido por su ferocidad y su sentido del deber, y señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración los ascendió a los grados más altos a sabiendas de que estaba restaurando las fuerzas armadas que iban a escupir la mano que les diera de comer, tú a capitán, tú a mayor, tú a coronel, qué digo, tú a general, y todos los demás a tenientes, qué carajo compadre, aquí tienes tu ejército, y estaba tan conmovido por quienes se dolieron de su muerte que se hizo llevar al anciano del saludo masónico y al caballero enlutado que le besó el anillo y los condecoró con la medalla de la paz, se hizo llevar a la vendedora de pescado y le dio lo que ella dijo que más necesitaba que era una cosa de muchos cuartos para vivir con sus catorce hijos, se hizo llevar a la escolar que le puso una flor al cadáver y le concedió lo que más quiero en este mundo que era casarse con un hombre de mar, pero a pesar de aquellos actos de alivio su corazón aturdido no tuvo un instante de sosiego mientras no vio amarrados y escupidos en el patio del cuartel de San Jerónimo a los grupos de asalto que habían entrado a saco en la casa presidencial, los reconoció uno por uno con la memoria inapelable del rencor y los fue separando en grupos diferentes según la intensidad de la culpa, tú aquí, el que comandaba el asalto, ustedes allá, los que tiraron por el suelo a la pescadera inconsolable, ustedes aquí, los que habían sacado el cadáver del ataúd y se lo llevaron a rastras por las escaleras y los barrizales, y todos los demás de este lado, cabrones, aunque en realidad no le interesaba el castigo sino demostrarse a sí mismo que la profanación del cuerpo y el asalto de la casa no habían sido un acto popular espontáneo sino un negocio infame de mercenarios, así que se hizo cargo de interrogar a los cautivos de viva voz y de cuerpo presente para conseguir que le dijeran por las buenas la verdad ilusoria que le hacía falta a su corazón, pero no lo consiguió, los hizo colgar de una viga horizontal como loros atados de pies y manos y con la cabeza hacia abajo durante muchas horas, pero no lo consiguió, hizo que echaran a uno en el foso del patio y los otros lo vieron descuartizado y devorado por los caimanes, pero no lo consiguió, escogió uno del grupo principal y lo hizo desollar vivo en presencia de todos y todos vieron el pellejo tierno y amarillo como una placenta recién parida y se sintieron empapados con el caldo caliente de la sangre del cuerpo en carne viva que agonizaba dando tumbos en las piedras del patio, y entonces confesaron lo que él quería que les habían pagado cuatrocientos pesos de oro para que arrastraran el cadáver hasta el muladar del mercado, que no querían hacerlo ni por pasión ni por dinero porque no tenían nada contra él, y menor si ya estaba muerto, pero que en una reunión clandestina donde encontraron hasta dos generales del mando supremo los habían amedrentado con toda clase de amenazas y fue por eso que lo hicimos mi general, palabra de honor, y entonces él exhaló una bocanada de alivio, ordenó que les dieran de comer, que los dejaran descansar esa noche y que por la mañana se los echen a los caimanes, pobres muchachos engañados, suspiró, y regresó a la casa presidencial con el alma liberada de los cilicios de la duda, murmurando que ya lo vieron, carajo, ya lo vieron, esta gente me quiere. Resuelto a disipar hasta el rescoldo de las inquietudes que Patricio Aragonés había sembrado en su corazón, decidió que aquellas torturas fueran las últimas de su régimen, mataron a los caimanes, desmantelaron las cámaras de suplicio donde era posible triturar hueso por hueso hasta todos los huesos sin matar, proclamó la amnistía general, se anticipó al futuro con la ocurrencia mágica de que la vaina de este país es que a la gente le sobra demasiado tiempo para pensar, y buscando la manera de mantenerla ocupada restauró los juegos florales de marzo y los concursos anuales de reinas de la belleza, construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte, y ordenó establecer en cada provincia una escuela gratuita para enseñar a barrer cuyas alumnas fanatizadas por el estímulo presidencial siguieron barriendo las calles después de haber barrido las casas y luego las carreteras y los caminos vecinales, de manera que los montones de basura eran llevados y traídos de una provincia a la otra sin saber qué hacer con ellos en procesiones oficiales con banderas de la patria y grandes letreros de Dios guarde al purísimo que vela por la limpieza de la nación, mientras él arrastraba sus lentas patas de bestia meditativa en busca de nuevas fórmulas para entretener a la población civil, abriéndose paso por entre los leprosos y los ciegos y los paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la salud, bautizando con su nombre en la fuente del patio a los hijos de sus ahijados entre los aduladores impávidos que lo proclamaban el único porque entonces no contaba con el concurso de nadie igual a él y tenía que doblarse a sí mismo en un palacio de mercado público adonde llegaban a diario jaulas y jaulas de pájaros inverosímiles desde que trascendió el secreto de que su madre Bendición Alvarado tenía el oficio de pajarera, y aunque unas las mandaban por adulación y otras las mandaban por burla no hubo al cabo de poco tiempo un espacio disponible para colgar más jaulas, y se quería atender a tantos asuntos públicos al mismo tiempo que entre las muchedumbres de los patios y las oficinas no se podía distinguir quiénes eran los servidores y quiénes los servidos, y se derribaron tantas paredes para aumentar el mundo y se abrieron tantas ventanas para ver el mar que el hecho simple de pasar de un salón a otro era como aventurarse por la cubierta de un velero al garete en un otoño de vientos cruzados. Eran los alisios de marzo que habían entrado siempre por las ventanas de la casa, pero ahora le decían que eran los vientos de la paz mi general, era el mismo zumbido de los tímpanos que tenía desde años antes, pero hasta su médico le había dicho que era el zumbido de la paz mi general, pues desde cuando lo encontraron muerto por primera vez todas las cosas de la tierra y el cielo se convirtieron en cosas de la paz mi general, y él lo creía, y tanto lo creía que volvió a subir en diciembre hasta la casa de los acantilados a solazarse en la desgracia de la hermandad de antiguos dictadores nostálgicos que interrumpían la partida de dominó para contarle que yo era por ejemplo el doble de seis y digamos que los conservadores doctrinarios eran el doble de tres, no más que yo no tuve en cuenta la alianza clandestina de los masones y los curas, a quién carajo se le iba a ocurrir, sin preocuparse de la sopa que se cuajaba en el plato mientras uno de ellos explicaba que por ejemplo este azucarero era la casa presidencial, aquí, y el único cañón que le quedaba al enemigo tenía un alcance de cuatrocientos metros con el viento a favor, aquí, de modo que si ustedes me ven en este estado es apenas por una mala suerte de ochenta y dos centímetros, es decir, y aun los más acorazados por la rémora del exilio malgastaban las esperanzas atisbando a los buques de su tierra en el horizonte, los conocían por el color del humo, por la herrumbre de las sirenas, se bajaban al puerto por entre la llovizna de las primeras luces en busca de los periódicos que los tripulantes habían usado para envolver la comida que sacaban del barco, los encontraban en los cajones de la basura y los leían al derecho y al revés hasta la última línea para pronosticar el porvenir de su patria a través de las noticias de quiénes se habían muerto, quiénes se habían casado, quiénes habían invitado a quién y a quién no habían invitado a una fiesta de cumpleaños, descifrando su destino según el rumbo de un nubarrón providencial que iba a desempedrarse sobre su país en una tormenta de apocalipsis que iba a desmadrar los ríos que iban a reventar los diques de las represas que iban a devastar los campos y a propagar la miseria y la peste en las ciudades, y aquí vendrán a suplicarme que los salve del desastre y la anarquía, ya lo verán, pero mientras esperaban la hora grande tenían que llamar aparte al desterrado más joven y le pedían el favor de ensartarme la aguja para remendar estos pantalones que no quiero echar en la basura por su valor sentimental, lavaban la ropa a escondidas, afilaban las cuchillas de afeitar que habían usado los recién venidos, se encerraban a comer en el cuarto para que los otros no descubrieran que estaban viviendo de sobra, para que no les vieran la vergüenza de los pantalones embarrados por la incontinencia senil, y el jueves menos pensado le poníamos a uno las condecoraciones prendidas con alfileres en la última camisa, envolvíamos el cuerpo en su bandera, le cantábamos su himno nacional y lo mandaban a gobernar olvidos en el fondo de los cantiles sin más lastre que el de su propio corazón erosionado y sin dejar más vacíos en el mundo que una silla de balneario en la terraza sin horizontes donde nos sentábamos a jugarnos las cosas del muerto, si es que algo dejaban, mi general, imagínese, qué vida de civiles después de tanta gloria. En otro diciembre lejano, cuando se inauguró la casa, él había visto desde aquella terraza el reguero de islas alucinadas de las Antillas que alguien le iba mostrando con el dedo en la vitrina del mar, había visto el volcán perfumado de la Martinica, allá mi general, había visto su hospital de tísicos, el negro gigantesco con una blusa de encajes que les vendía macizos de gardenias a las esposas de los gobernadores en el atrio de la basílica, había visto el mercado infernal de Paramaribo, allá mi general, los cangrejos que se salían del mar por los excusados y se trepaban en las mesas de las heladerías, los diamantes incrustados en los dientes de las abuelas negras que vendían cabezas de indios y raíces de jengibre sentadas en sus nalgas incólumes bajo la sopa de la lluvia, había visto las vacas de oro macizo dormidas en la playa de Tanaguarena mi general, el ciego visionario de la Guayra que cobraba dos reales por espantar la pava de la muerte con un violín de una sola cuerda, había visto el agosto abrasante de Trinidad, los automóviles caminando al revés, los hindúes verdes que cagaban en plena calle frente a sus tiendas de camisas de gusano vivo y mandarines tallados en el colmillo entero del elefante, había visto la pesadilla de Haití, sus perros azules, la carreta de bueyes que recogía los muertos de la calle al amanecer, había visto renacer los tulipanes holandeses en los tanques de gasolina de Curazao, las casas de molinos de viento con techos para la nieve, el trasatlántico misterioso que atravesaba el centro de la ciudad por entre las cocinas de los hoteles, había visto el corral de piedras de Cartagena de Indias, su bahía