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Viviana las reconoció sobre la repisa y se le hizo un nudo en la garganta. Eran sencillas y baratas, pero le habían servido tanto tiempo que aún recordaba la búsqueda desesperada y al final infructuosa que emprendió al percatarse de que las había perdido. Removió cielo y tierra, es decir, casa, coche y oficina, y realizó un peregrinaje desesperado por todos los sitios por donde había andado en los días previos: "¿No han encontrado unas gafas de sol?" y siempre le contestaban que sí, era lo peor. Parecía que las gafas de sol eran omnipresentes entre los objetos perdidos. Llegaban los empleados, las camareras, con dos o tres pares de gafas, pero no eran las suyas.

Asombroso cuánto se podía evocar al mirar ciertas cosas. Sucedía lo que con los perfumes o el olor de las galletas de jengibre que no más percibirlo la trasladaba a su infancia, a la casa de Marisa, la amiga de su mamá con quien ella se quedaba cuando Consuelo se iba de viaje. La casa era grande y oscura y en las tardes se llenaba de neblina. Marisa era buena pero tan pulcra que ella siempre sentía que ensuciaba y que debía andar de puntillas para no molestar. Por eso lo que más le alegraba era salir con la empleada a la venta, una venta rústica donde las galletas de jengibre, redondas, oscuras y esponjosas, se guardaban en anchos recipientes de vidrio con tapa. Compraba dos o tres y se las comía escondida en el baño para no dejar migas en el cuarto.

Las gafas oscuras eran como las galletas de jengibre, solo que el tiempo al que la acercaban era a sus últimos meses con Sebastián. Con él las había comprado en una farmacia en la calle Lexington, cerca del hotel donde se quedaron cuando él la llevó a conocer Nueva York. Las gafas fueron para ella por mucho tiempo una suerte de amuleto que él le dejara, protección contra las lágrimas, contra el sol vertical y quemante. Extendió la mano para tocarlas y se quedó con los dedos en el aire. ¿Se atrevía a volver a ver a Sebastián? Había muerto hacía diez años, un tres de febrero, en un accidente automovilístico. Se estrelló contra un camión destartalado y sin luces aparcado en la carretera. La muerte fue instantánea. No la dejaron ni ver el cadáver. Solo las manos le besó antes de que lo cremaran como él había dispuesto. Siguió mirando las gafas. Su mano se movió rápida. No tendría miedo.

Sebastián le acariciaba la nuca cariñosamente, le ponía las gafas. La miraba para decirle lo bien que le sentaban. Sentir sus dedos le produjo un escalofrío sensual que la recorrió de pies a cabeza. Se volvió de reojo para verlo: un hombre alto, delgado, muy blanco, los ojos marrones, enormes, y la boca larga y fina. Se parecía al Principito. Ella siempre se lo decía, un Principito crecido en la tierra, que la cuidaba a ella de que no se la comieran las ovejas, cubriéndola con cúpulas de cristal como el del cuento a su rosa. Ella había paseado contenta en Nueva York, en las calles de barrios chinos, italianos, comprando tonterías para Celeste y ropa que ponerse. A él le gustaba que ella ostentara sus pechos. Mis volcancitos, les decía. Sabía que no dejaban de incomodarla e insistía en que los luciera y disfrutara. Mira cómo me envidian, reía cuando alguien la quedaba viendo. La desinhibió tanto que luego a Viviana le costaba contenerse de usar ropa sexy y de que no se le pasara la mano en enseñar las carnes. Pero Sebastián era su principal instigador. Gozaba sus curvas y se inclinaba ante ellas como si fueran producto de una arquitectura anterior a todas las arquitecturas. Le describía en detalle por qué amaba cada pliegue de su sexo, cada curva de sus nalgas, cada doblez de sus orejas. Ella había tenido otros hombres antes de conocerlo, pero fue él quien le descubrió los intrincados pasadizos de su cuerpo.

Sobre ella se convertía en colibrí, en delicado perrito faldero, en delfín. Sus manos de dedos largos, su boca, la recorrían cada vez como si quisiese aprendérsela de memoria, grabarla en sus papilas y en sus huellas digitales.

Dudaba de que existiera en el mundo una capacidad de ternura semejante a la de él, con una intuición casi femenina para saber que un cuerpo de mujer no responde ni se abre ante la rudeza, que mientras más suave la caricia más desmedida será después la pasión de la potranca que cabalgará. Cuánto lo extrañaba, pensó, mientras se veía en el recuerdo caminando a su lado aquel día de primavera en Nueva York.

En la calle apretujada de transeúntes, Sebastián la guiaba por el cauce humano haciendo presión sobre su brazo para este o aquel lado, como si operara el timón de un barco. Ella se dejaba llevar, divertida, aceptando el desafío de abrirse paso en medio de la multitud sin separarse de él. En el semáforo se apretujaba la gente para cruzar: asiáticos, blancos, morenos, negros, indios, gente de todas las razas. Cómo sobrevivían allí, mezclados, era un misterio para ella. Se preguntaba si serían felices tan lejos de sus orígenes, de sus culturas, todos apretados y ocupados como estaban. Entraron a tomar café a un parador en la esquina con un rótulo en italiano. La gente tomaba café de pie, sobre unas mesas altas, redondas. Lo tomaban rápido y salían. Se oía el tintineo incansable de las tazas, los baristas anotando las órdenes: con leche, solo, con leche descremada, venti, half cafhalf decaf, moca. Sebastián era fanático del café. Hablaba inglés sin acento porque su padre era británico y la familia había vivido en Los Ángeles. Viviana se sorprendía al verlo en Estados Unidos como pez en el agua. ¿Compramos unos sándwiches y nos vamos al parque a hacer un picnic?, le preguntó. Y ella dijo que sí, que claro. Las calles hiperpobladas habían terminado por darle claustrofobia. Quería ver verde, no oír más el sonido de los coches, los cláxones. Cruzaron a la sexta avenida y bajaron hacia Central Park. Entraron al parque siguiendo el sendero pavimentado. Otro mundo aquel, los árboles, las rocas, los espacios para juegos, los neoyorkinos corriendo con sus audífonos y sus atuendos de colorines, la gente paseando a sus perros. Con solo cambiar de acera uno se adentraba en una ciudad de ardillas y pájaros y gente animada por otra especie de tiempo, un tiempo discreto y bien educado que se negaba a empujar y era mas bien indulgente y cómplice. Sebastián la encaminó por un sendero que pasaba al lado del lago hasta llegar al Sheep's Meadow, una enorme extensión verde desde la que se divisaba el Hotel Plaza. Por aquí hay otro prado como este que se llama "Strawberry Fields" -dijo Sebastián-. ¿Crees que sea el de la canción de los Beatles? Seguro, contestó ella, no porque supiera sino porque le gustó la idea. Se echaron en la grama bajo un sol que brillaba sin alardes de calor. Era un día de esos livianos, una brisa tersa y jovial recorría de tanto en tanto la hierba salpicada de parejas y niños con pelotas y frisbees. Viviana puso su cabeza sobre la pierna de Sebastián después que comieron los sándwiches de mozarela, hongos y tomate olorosos a orégano y tomaron vino blanco en sendos vasos plásticos transparentes. Sebastián sabía cuánto le gustaba recostarse sobre él. Se quedaba quieta esperando que él le pasara los dedos por el pelo. La cabeza de Viviana era su zona más erótica. A él le bastaba meterle la mano entera bajo el cabello grueso y crespo para que ella respondiera a la caricia con una efusividad que a él siempre le causaba ternura, pero claro, en el parque, allí sobre la hierba, él la acarició casi fraternalmente, pasándole despacio los dedos por la frente y metiéndose lento por los caminos apretados de su cráneo. Me conocía tan bien, pensó, sintiendo la mano de él íntima y sabia moverse leve sobre sus pensamientos.

Viviana aspiró y exhaló una bocanada de tristeza. Soltó las gafas. Abrió los ojos. Estaba de pie en el galerón y Sebastián ya nunca más la tocaría.

Cuando todavía su muerte era nueva para ella, pensar en él le achicaba el corazón. Sentía que le subía del esternón a la boca. Le daban ganas de vomitar. Si escupo, se me sale, pensaba. Imaginaba el corazón en forma de caja de chocolates cayendo dentro del agua del inodoro.

Lo lloró mucho, inconsolable. Sola con Celeste, que a sus seis años era la perfecta y femenina reproducción del padre, fue a repartir sus cenizas: un poco al mar, otro al jardín de la casa de infancia, otro a un río con el que él tenía una relación de tú a tú. En cada lugar, con la niña sentada sobre las piernas, hablaron de recuerdos y anécdotas, de noches y días vividos al lado del hombre que sería parte de ambas para siempre. Celeste dejó de preguntar cuando volvería el papá. Lo aceptó como un ser invisible, un amigo secreto.