Aquel día, sin embargo, aún reservaba una sorpresa: fuegos artificiales donados por la Embajadora de China. La primera detonación se escuchó a lo lejos. La multitud detuvo su éxodo. Un paraguas de luces rosa encendido descendió desde el cielo sobre la plaza. Lo sucedieron cascadas de iluminados pétalos blancos, arañas verdes, copos de azul y tentáculos amarillos. Todos los rostros se alzaron para mirar el deslumbre mientras de las gargantas brotaban las exclamaciones. Viviana sonrió. Amaba los fuegos artificiales. Eva, que era Ministra de Seguridad y Defensa, había dispuesto que ella y las demás bajaran del estrado y se retiraran a mirar las luces desde un sitio más seguro, pero Viviana no se movió, cautivada por la luz y por el efecto del cielo encendido sobre los rostros de aquella multitud súbitamente transportada a los portentos de la infancia. Ajena ya a su rol de protagonista, normalizado el flujo de adrenalina de su actuación pública, pudo, en ese instante de reposo, reparar en un hombre con la cabeza cubierta por una gorra azul de camionero que se abría paso entre la multitud. Lo vio acercarse y alzar los brazos a poca distancia como para sacarse una sudadera por la cabeza. Muy tarde reconoció su intención. No oyó el disparo pero un calor viscoso la golpeó fuertemente en el pecho y la frente y la hizo perder el equilibrio. Cayó hacia atrás sin remedio, desplomándose cuan larga era. Aún alcanzó a oír el griterío que irrumpió a su alrededor. Vio un hombre flaco, también de gorra, con cara de buen samaritano inclinarse sobre ella. Quebrándose en el caleidoscopio del líquido tornasol en el que lentamente sintió hundirse, vio los rostros de Eva, Martina y Rebeca como reflejos asomados a un estanque. Cuando oyó el aullar plañidero de las ambulancias, ya sus pensamientos, como si alguien hubiese abierto una trampa, corrían a desaguar en un total silencio.
(Materiales históricos)
Transcripción íntegra del relato de José de la Aritmética
Eva Salvatierra: Diga su nombre y sus generales, por favor.
J. A.: José de la Aritmética Sánchez, tengo 50 años, soy casado, vivo en el reparto Volga… ¿Está bien o le digo más?
E. S.: Está bien. Don José, quiero que me diga, por favor, lo que pasó en la plaza. ¿Dónde estaba usted cuando los disparos? ¿Qué vio?
J. A.: Pues mire, si quiere que le diga mi opinión sobre quién disparó tiene que oírme todo el cuento desde el principio, porque yo creo que las cosas no pasan de un día para el otro, y yo le voy a contar mi impresión desde el mismísimo día que la presidenta Viviana tomó posesión porque yo estaba allí, ¿oyó? Yo no me pierdo de mítines, marchas o manifestaciones. Vivo pendiente de la política y de cualquier otro molote. Son para mí lo que la Navidad para los comerciantes. A cualquier asoleado le gusta comerse un raspado y los míos son de primera.
Yo nunca me hubiera imaginado que ustedes, las mujeres, iban a mandarnos. Hasta me reí al comienzo de la campaña electoral, se lo admito, cuando aparecieron presentando su partido con la bandera del piecito. Cierto que llevaban a un personaje como Viviana Sansón de candidata, pero a mí eso no me parecía suficiente. Si dicen que el hábito no hace al monje, yo diría que un programa de televisión tampoco. No le niego que todas ustedes me parecieron muy inteligentes. Cuando hablaban de que ya estaban hartas de que nosotros los hombres siguiéramos desbaratando el país, de los robos al Estado y desmanes, claro que yo entendía a qué se referían, aunque no fuera mujer. Y para qué negarlo: me gustó esa idea de que iban a ser las madres de todos los necesitados, de que limpiarían el país como si se tratara de una casa mal cuidada, que lo iban a barrer y a pasarle lampazo hasta sacarle brillo. Usted hubiera visto a mi mujer y mis hijas fascinadas cuando oían esas cosas. Lo del erotismo pues sí me pareció extraño porque para mí eróticos son los calendarios que regalan en Navidad en las ferreterías con las mujeres hermosotas en paños menores. Que hablaran de eso pues no me parecía serio, no me parecía que calzaba en los discursos de lo que se necesita para gobernar una nación, aunque debo aclararle que yo no comulgo con esos que las andan criticando porque dicen que ustedes aceptan que cada quién es libre para hacer el sexo con quien quiera: hombres y mujeres; mujeres con mujeres, hombres con hombres. Yo, por último, ya no me meto. Cada persona es dueña de su calzón o su portañuela. Allá ellos. Que las explicaciones se las den al todopoderoso de allá arriba, a mí con tal de que no me toque ver funciones en vivo, me tiene sin cuidado. Será porque tengo cinco hijas mujeres que Dios guarde que yo diga algo, me caen encima. No les gusta ni que les diga maricas a los maricas… Resulta que ahora son gays, socios, qué se yo.
E. S.: Don José…
J. A.: Ya, perdone, es que creo que es bueno que usted oiga lo que piensa alguien como yo, un ciudadano común y corriente. La cosa es que cuando explotó el volcán, después de esos días de oscuridad, usted sabe cómo nos quedamos los hombres: acabados, pasivos. A ustedes nadie se les opuso. Ganaron la Presidencia y la mayoría en la Asamblea con los votos de las mujeres. Nosotros no teníamos ánimo para nada. Éramos como electrodomésticos que alguien desenchufó. ¡Lo recuerdo tan bien! La extrañeza que nos entró a todos y que nos dejó fuera de combate; sumisos, sedita. ¡Santo Dios, Santo Fuerte! ¡Qué días esos! Usted hubiera visto cómo se reían mis vecinas cuando me vieron pasar empujando mi carrito de raspados camino a la manifestación en la que celebraron su victoria; yo caminando como esos perros, con la cola entre las piernas. En esos días parecía que los hombres ya nunca levantaríamos cabeza. Pero claro que el colmo fue -y no se me impaciente- cuando la Presidenta decretó que todo su gabinete, incluyendo la jefatura del ejército y la policía, estaría integrado solo por mujeres; que en su gobierno no quedaría ningún hombre, ni siquiera un chofer, ni un vigilante, ni un soldado. ¿Se acuerda usted? Dijo que las mujeres necesitaban gobernar solas un tiempo, y que, mientras tanto, los hombres se dedicaran a reponer fuerzas cuidando a sus hijos y atendiendo solamente responsabilidades familiares. Así se repondrían del tóxico del volcán, la falta de la hormona esa. ¿Cómo es que se llama?
E. S.: La testosterona, don José, el humo del volcán les redujo los niveles de testosterona; así se llama la hormona.
J. A.: Ni pronunciarla puedo. Terrona le dicen en mi barrio. Pero la cosa, como usted sabe, es que apartaron a ese poco de hombres sin asco. A mí ese extremismo no me pareció nada conveniente. Por lo menos cuando la mayoría de los ministros y gente importante del gobierno eran hombres, siempre quedaban las secretarias, las contadoras, las que se encargaban de la limpieza… Ahora ni para eso nos iban a ocupar a nosotros. Y yo para mis adentros pensé que los chóferes, por lo menos, debían quedarse. Si se arruinaba un carro, se les ponchaba una llanta, mentira que ustedes, las mujeres, iban a poder hacer lo que un hombre. Hay cosas que cada cual hace mejor. Sobre eso no hay vuelta que darle. Yo no me voy a poner a discutir sobre la miel de los raspados con mi mujer. Ella es la que sabe escoger las mejores piñas, cuánta azúcar echarle a la leche, cuánto cocerla para que no le quede muy espesa.
E. S.: Pues para que sepa, don José, que los mejores cocineros del mundo son hombres… Y además recuerde que esa medida es temporal…
J. A.: Pero ya ve cuánto resentimiento agarraron algunos… Seguro quien le disparó a la Presidenta fue un resentido…
E. S.: Puede ser. Eso es lo que quisiéramos saber. Acláreme una curiosidad que tengo: ¿cómo es que usted se llama José de la Aritmética?
J. A.: Mi mamá era analfabeta. Me quiso poner nombre de santo, del que enterró a Jesús.
E. S.: ¿José de Arimatea?
J. A.: A lo mejor. Pero ella decidió que era de la Aritmética. Pensó que sonaba a nombre de persona inteligente.