Выбрать главу

Recuerden que necesitamos:

1. La idea para una bandera o emblema (si es posible que alguien haga el dibujito, mejor)

2. Un eslogan

Por allí va la cosa, mariposas. Besos,

Viviana

Juana de Arco

Se removió en la silla. Martina le había pedido que hiciera un turno al lado de Viviana en el Hospital. No le gustaba verla así, quieta, dormida, pálida. ¿Cómo saldría de donde estaba?, se preguntó. No quería pensarla perdida. Andaría por su cerebro, paseando de lóbulo en lóbulo. Ausente, pero presente. Ella conocía el truco. Lo había empleado muchas veces.

Estar sin estar estando, lo llamaba para sus adentros. Así resistió las violaciones, los atropellos. Se ausentaba de sí, hacía de cuenta que no era ella la que sentía.

Lo hizo desde la primera vez, cuando la violó el tío. Pero esa vez todavía no era ducha en la materia. No pudo evitar gritar, retorcerse, que le doliera; el horror de sentir un hombre encima, sudando, jadeando, desesperado por meter esa cosa dura dentro de ella. Fue la primera vez que se dio cuenta de lo que pasaba con el pene. Había visto muchos de pequeña. Ella y sus amigos y sus hermanos se bañaban desnudos en el río por la casa de su mamá. Y le daba risa ver el pito que tenían los chavalos, un carrizo, una flauta chiquita e insignificante colgada con los saquitos esos. ¿Cómo sentís andar con eso colgado?, le preguntó una vez al hermano. Debe ser raro, incómodo, ano? ¿No te duele cuando andas en bicicleta?

Él se había reído. Dolía si le pegaban allí, dijo, pero nada más. Uno se acostumbraba. Y mira, ustedes las mujeres con las tetas colgadas. ¿No te has fijado en la tía Eradia cuando corre? Chocoplos, chocoplos, se le hacen, rió, poniéndose las dos manos en el pecho y moviéndolas de arriba abajo, como se movían los pechos de la tía. Por lo menos el aparato de nosotros queda bien guardado en su estuche mientras no se ocupa.

El aparato. Así le decían sus primos y sus hermanos. Pero ella nunca vio el aparato funcionar sino la noche que la violó el tío. Por eso se llevó un susto mayúsculo cuando él la obligó a tocarlo y ella sintió la caña de bambú esa, el tronco sin hojas, la carne de pronto hecha piedra. Y peor fue cuando él se le montó encima y hundió esa estaca dentro de ella; ella que apenas tenía pelitos, que recién había reglado por primera vez. Le ardió como chile. Fue un ardor indescriptible, como si le hubieran insertado una tea encendida en las entrañas. Y para colmo, él empezó a moverse, a frotar el lugar que ardía; frotaba y jadeaba y ella no podía pensar en otra cosa más que el ardor y el asco de que el hombre la estuviese tocando allí, sudando encima de ella, haciendo esos ruidos de animal, de mono. Y el tío la agarraba de la cabeza para impulsarse y mecerse dentro de ella, dentro del ardor que era ella atrapada como una mosca debajo de él. Así hasta que se vino (nunca había entendido por qué llamaban "venirse" al orgasmo, ¿adónde van que vuelven?) y gritó y se desplomó encima de ella. Pensó que su peso le reventaría los pulmones porque apenas podía respirar. Cuando no pudo más, lo empujó pensando que se arriesgaba a que él le pegara, pero él estaba como un saco pesado, como muerto en vida, y sólo se dejó caer sobre la cama y al instante empezó a roncar. Allí fue que aprovechó ella para levantarse (la sangre le corría por las piernas) y agarró un pedazo de leña y le dio tan duro como pudo en el mero pito, en el estómago, en la cabeza. Sentía que el odio se la comía, que quería matarlo. Se acordó del quinto mandamiento. Se detuvo. Él se retorcía, se agarraba entre las piernas.

– Tío, tío -le dijo, asustada de su propia rabia, pensando si no lo habría dejado paralítico.

Pero apenas se acercó, él la sujetó del brazo, la tiró sobre la cama y la agarró a trompones, en la cara, en el pecho, en el estómago, en el vientre.

Entonces fue que ella se ausentó. Estoy sin estar estando, se repetía. La frase se le ocurrió de pronto, no supo de dónde la sacó, pero la siguió repitiendo. Le dolían los golpes, pero no hizo nada, ni siquiera se tapó la cara. Y él se cansó en cierto momento.

– Me las vas a pagar, hija de puta -le gritó-. Te voy a hacer puta te guste o no. Vas a ver.

Ni sabía cuántos hombres habían pasado por ella. Daba lo mismo. Ella nunca estaba. Era como Viviana, acostada en la cama; un cuerpo. Seguro que Viviana no estaba consciente de todos los aparatos que tenía conectados: el suero, la pantalla que seguía los ruidos de su corazón, la sonda por la que hacía pipí, el oxígeno. Pobrecita, pensó, porque al menos yo me despierto cuando quiero, reacciono, pero ella no puede moverse. Sintió una ola de compasión. Se alegró.

Se dio cuenta de que era la primera vez que sentía lástima verdadera por otra persona que no hiera ella misma.

Cuando llegó Martina, le dijo que no quería irse. Quería quedarse allí con Viviana, alguien tenía que cuidarla.

– No, Juanita, te venís conmigo. Emir está por llegar. Aquí hay enfermeras, doctores, nada hacemos.

– Ella está allí -dijo-. Está sin estar estando.

Martina la miró sin comprender.

– Yo sé lo que te digo -afirmó Juana de Arco.

– Podés venir todo el tiempo que querás cuando terminemos el trabajo -dijo Martina-, pero vos sos indispensable, sos la que mejor conoce dónde están todas las cosas de Viviana.

El anillo

En el galerón, Viviana Sansón encontró un anillo cuya pérdida lamentó por varias razones. El anillo no era de gran valor material, pero así como ciertos abalorios se identifican con quien los luce, este era su sello personal de tal modo, que la presentación de su programa de televisión Un poco de todo, era una toma en primerísimo primer plano de sus manos. El punto focal era el óvalo de ámbar sobre cobre bruñido que ocupaba al menos la mitad del dedo anular de su mano izquierda.

Era un regalo de su madre, comprado en una tienda de Estambul.

A diferencia de otros objetos, ella recordaba muy bien dónde había olvidado este. Echó de menos el anillo cuando regresaba de llevar a Emir al aeropuerto. Lo había dejado en la mesa de no he del hotel donde él se hospedó en su primer viaje a Faguas. ¡Hijueloscienmilparesdeperrerreques!, maldijo, porque inmediatamente se dio cuenta del entuerto: en el hotel sabrían con quién se había acostado el susodicho. Llegar a reclamarlo era delatarse. Por días esperó que alguien la llamara, que le pidieran una recompensa, pero nada. ¿Quién lo habría guardado? Quería pensar que quizás la camarera, con cariño, como un pequeño trofeo de su labor oscura y rutinaria, se lo llevaría a su casa; que cuando la veía en la televisión sonreiría sabiendo que conocía su secreto.

Tomó el anillo en sus manos. Lo olió. Olía a cobre viejo, ese olor metálico inconfundible. El rostro de Quijote moreno de Emir le sacudió la memoria.

Ella había sido invitada, como personaje mediático, al Foro de las Sociedades en Montevideo. Era el 50 aniversario del primer foro y asistirían los más destacados representantes de los estados unidos y desunidos de América, Europa, Asia y África. Los chinos eran los grandes patrocinadores. El tiquete de avión que le enviaron a Viviana era de primera clase. En la sala de espera del aeropuerto se le acercaron varias personas a saludarla; eran muchos sus admiradores y a ella le gustaba ser amable con todos, aunque justo antes de subir al avión prefería estarse quieta. Una vez que el avión tomaba altura disfrutaba del vuelo, pero hasta entonces le parecía que jugaba a la ruleta rusa. Hasta Miami logró dormir. Allí se embarcó en el Ultra-Jumbo a Uruguay. Asiento de pasillo, fila dos. Acomodó el lector electrónico y su tableta sobre la silla. Subió su maletín al portaequipajes. Fue al baño a la parte del fondo, solo para ver el avión. Era impresionante. Quinientos pasajeros. Aviones de esa magnitud no volaban a Faguas. Su país permanecía en un interregno entre la Edad Media y la modernidad. Le sucedía al Tercer Mundo. Convivían lo antiguo y lo más avanzado. Menos mal. En muchos países la televisión era ya casi inexistente, pero no en Faguas. Existían todavía comarcas sin conexión con Internet para cada casa. Increíble pero cierto. Pero la vigencia de la televisión era buena para su trabajo. Llegó a la galería de servicio al lado del wc. Una mujer joven estaba sentada en el suelo llorando, apoyada contra la galería, con las piernas contra el pecho. Una aeromoza intentaba consolarla. Por los altavoces una voz preguntó si había un médico a bordo. Resultó que la joven pasajera era presa de un ataque de pánico. Quería bajarse del avión y el piloto se negaba a permitírselo. Viviana se convirtió inmediatamente en su abogada. Después de discutir acaloradamente con el capitán, hacerse pasar por sicóloga y avergonzarlo por su comportamiento, dejaron bajar a la muchacha lloriqueando al lado del joven esposo. El vuelo se aprestó para salir y Viviana retornó a su asiento. Pidió vino. Respiró hondo. Emir le sonrió. Su sonrisa la desarmó. (Pero si es un gato, un gato risón.) Oyó la frase del cuento de Lewis Carroll en su cabeza. La sonrisa de Emir era dulce y revelaba de inmediato una persona noble, inteligente, todo eso que uno piensa del otro cuando está flechado, a punto de enamorarse. Claro que en ese momento Viviana no se percató del juego que le jugaban las hormonas o el corazón porque siempre es complicado distinguir entre ambos. Lógico fue que él le preguntara lo sucedido y que ella le narrara el ataque de pánico de la joven recién casada que tenía fobia de volar.