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– Al piloto le preocupaba el retraso para bajarles el equipaje… por las regulaciones, ¿sabés? No viaja el equipaje sin el dueño, no vaya a ser que lleve una bomba. Lo convencí de que la chica no fingía y que se olvidara de lo del equipaje. Es que el ritmo cardíaco no puede acelerarse a voluntad y yo le tomé el pulso a la muchacha. Tenía 160 pulsaciones por minuto.

– ¿Sos médico?

– No. Pero sé de ataques de pánico. Son comunes en mi país.

– Pero, ¿y si es una estratagema? No está mal como idea. Una joven, linda y buena actriz finge el ataque de pánico, logra bajar de la nave y pum, todos volamos por los aires -dijo él fingiendo preocupación-. Estoy pensando en bajarme yo también.

– No es una mala manera de salir del planeta -sonrió ella-. Muerte rápida con trazos de cielo azul.

Tomaron vino. Y mientras conversaban, sus ojos adelantaron terreno aceleradamente. (Los de Emir fueron muy claros: le gustaba, la pensaba hermosa, su sonrisa le encantaba, igual que su hablar, sus gestos, la manera suya de pronunciar ciertas palabras: monstruo por ejemplo, era mounstro para ella; el gozo que le dio verla comer con gusto, untarle una enorme cantidad de mantequilla al pan, tomarse el vino hasta la última gota, alzando la copa y mostrando el cuello largo que hizo que él se imaginara el trayecto de este navegando por el precipicio que ella tenía en medio de la blusa.) (Los ojos de Viviana, por su parte, no dejaron dudas de que disfrutaba el tono de su voz, sus palabras haciéndole cosquillas al pasar para dentro de su oído, la mirada cenital de él, ausente del entorno como si ella fuera lo único en el mundo, el placer de hacerlo reír y de la ironía de sus respuestas, la confianza de una intuición que le decía que debía ser un hombre bueno con los niños y las plantas, un hombre noble con las manos largas que igual tocarían violín que las melodías nacidas del cuerpo; le gustaba que le hiciera preguntas, asombrado de que ella apareciera a su lado salida de quién sabe dónde.)

El juego de rondarse y seducirse se dio inicialmente sobre una larga y divertida discusión sobre la seguridad de aviones, trenes y otros medios de transporte y pasó al tema de los medios de comunicación, el papel que desempeñaban, si podían o no ser objetivos, si el mercado los definía. Comieron y a la hora de los postres, Viviana le habló del pie. El se rió, divertido, del nombre.

– Buena idea, ¿no te parece? Así es como se hace camino, poniendo un pie delante del otro -rió ella.

– Brillante idea. ¿Son siglas? ¿Qué quiere decir?

– Partido de la Izquierda Erótica -dijo Viviana, calculando el efecto.

Él se tiró una carcajada.

– Genial -dijo-, genial. Consideráme miembro desde ya.

Emir no paraba de sonreír a medida que ella, entusiasmada por su reacción y pensando que sería un buen ensayo para el Foro, le expuso la historia y la propuesta del partido.

Hacía años, dijo Emir, que él predicaba su convicción de que el problema de la política era un problema de imaginación. Que, de pronto, literalmente atrapada en el aire, apareciera ella con esa creatividad, era un regalo.

– Es descabellado también -añadió-, pero soy un terco convencido de la idea de que hay que cambiar el mundo. Me he dado con la piedra en los dientes muchas veces, pero no me rindo. Ahora al menos de cada intento o cada fracaso logro por lo menos una tesis, un libro. ¿Ya es algo, no? -sonrió burlón-. Y mirá que he sido líder estudiantil, guerrillero, secretario político de un partido.

– ¡No!

– Sí. Una paradoja, espíritu de contradicción quizás. Sigo enamorado del siglo xx, las revoluciones, los grandes sueños. Eran lindos esos tiempos cuando uno creía a ciegas. Ahora está muy mal visto. Mirá la literatura: el escepticismo y la ironía son la moneda de cambio de las novelas hoy en día. Los escritores latinoamericanos, que sacudieron el mundo cuando el boom, ahora quieren reírse de lo que fueron. No los culpo. La piedra en los dientes cae muy mal. Yo me resisto a esa moda del cinismo, aunque debo confesar que escéptico sí soy. A estas alturas, podría calificarme como un escéptico que constantemente anda en la búsqueda de la razón para dejar de serlo. La encuentro de vez en cuando. Es lindo lo que me contás, por ejemplo. Justo lo que me gusta. No sirvo para lo práctico. Soy bueno para pensar y para proponer. Lo mejor que he hecho es abrir un think tank en Washington. Allí paso la mayor parte de mi tiempo. Me ha tomado años labrarme una reputación como conocedor de la región, pero ha dado frutos. Veo mis opiniones en los análisis de los medios y de gente influyente y eso me hace sentir útil. Últimamente me toca atender negocios. Murió mi padre y dejó pozos de petróleo en Maracaibo, fundos en Uruguay y la Patagonia. Una fortuna. De mí depende ahora mucha gente. He tenido que adaptarme a estas obligaciones. No administro, pero superviso. Hago crecer la plata y ocasionalmente la utilizo para ser quijote. Así me purgo de culpa. ¿Dónde vas a quedarte en Montevideo?

– En el Plaza, en el centro. Pagan los chinos.

– Lo renovaron recientemente. No quiero parecerte atrevido, pero tengo una casa con muchos cuartos.

– Soy viuda -dijo ella.

– Yo divorciado.

Lanzaron juntos una carcajada. Qué pena, dijo Viviana, no sé ni por qué te lo dije. Era tiempo, dijo él.

Quizás ella habría rechazado su oferta de hospedarla si la aeromoza no hubiera pasado tantas veces rellenándoles el vaso de vino, pero asintió. Un quijote millonario no se le atravesaba todos los días a uno en el camino, pensó también. Vida, vida, ¿qué quiere decir todo esto?, se preguntó, sintiéndose ligeramente perversa.

La casa de Emir miraba al mar y era una mansión bien conservada en Carrasco, un barrio hermoso donde casas antiguas se mezclaban con modernas, oficinas y negocios. Era una casa muy formal, bella, con grandes espejos y no muchos muebles. Se notaba que la visitaba poco, pero estaba impecablemente limpia y había flores frescas en los floreros. El ama de llaves que los recibió en la puerta y abrazó a Emir con grandes muestras de alegría le dijo que había estado con la familia por no sé cuántos años. Conocía a Emir desde niño. La llevó a una habitación grande, con muebles gráciles de estilo austríaco y una cama imponente. Abrió de par en par las puertaventanas que daban a un balcón desde el que se veía Mar del Plata. Solo aquella vista bien valía el viaje, pensó Viviana. A ese punto, sin embargo, estaba arrepentidísima de haber aceptado la invitación. Se recriminó por impulsiva, por no pensar que permanecer horas sin poder hacer otra cosa en la intimidad de dos asientos de avión no era lo mismo que estar metida en aquel caserón con un hombre que casi no conocía. ¿Cuándo dejaría de dejarse llevar por los impulsos? Era como una maldición. Después se encontraba en situaciones como aquella, sin saber cómo salir. Aparte, le sabía mal haber pensado lo de quijote millonario y lo que él podría significar para el pie. Tenía claro que sin dinero todo se quedaría sobre el papel, pero Emir le habría gustado también sin plata; que le gustara y que fuera un posible mecenas del pie, enredaba lo que surgiera entre ellos. Si algo surgía, no quería que él lo atribuyera a un interés mercenario de su parte. Se metió al baño, un baño hermoso; el lavamanos empotrado en una cubierta de mármol. Se miró al espejo. Las ojeras.