Tendría que haber dormido en el avión. Se aplicó el aclarador de ojeras, se pintó los labios gruesos, carnosos. Los consideraba su rasgo más perfecto. El arco de cupido perfecto en el labio superior. ¡Qué nombre!, se dijo, ¡arco de cupido! Cursi anatomía.
En esas estaba ella cuando tocaron a la puerta. Salió del baño. Abrió. Emir apareció con su sonrisa; una sonrisa que pedía disculpas.
– Estarás arrepentida.
– Un poco, sí, la verdad.
– No te culpo. Esta casa es familiar para mí, pero supongo que te parecerá extraña. Pero mira el mar, vení, asomate.
La tomó de la mano, la llevó al balcón y allí mismo le dio un beso tan largo que cuando la soltó, ella perdió el equilibrio. Rieron. Él la abrazó, la pegó contra él, le metió la nariz en el pelo. Abrazados miraron el mar. Le gustaba Uruguay, dijo Emir, él había nacido en el Brasil, pero se había criado entre Venezuela y Montevideo.
Hacía mucho que Viviana no estaba con un hombre. El abrazo de Emir lanzó su sangre al galope. Sintió la peculiar sensación de deseo en el vientre. Él no la soltaba. Abrazada la llevó hasta la cama. Ella se sentó al borde. Él le quitó el saco. Le bajó una de las hombreras de la blusa, le besó levemente los hombros. ¿Cuál sería su ponencia?, le preguntó mientras la besaba suavemente esta vez en la boca. Las maneras femeninas del poder, dijo ella desabrochándole un botón de la camisa. ¿Y qué esperaba ella de la conferencia?, preguntó sacándole la blusa por la cabeza, rozando con su índice el borde de los pechos. Quiero conocer gente que me ayude, dijo ella mientras él le desabrochaba el brasier. ¿Gente que te ayude?, dijo él tomándole los pechos en las manos, mirándolos como si fueran un tesoro recién descubierto. Sí, que me ayude a financiar el partido y a establecer contactos, dijo ella sintiendo que se desmadejaba toda bajo sus besos cortos, húmedos, picándola toda, aleteando sobre su piel como un colibrí. Me lo vas a dejar a mí, dijo él deslizándole el pantalón por las caderas, besándole el ombligo. Te lo voy a dejar a vos, dijo Viviana, ya desnuda, terminando de desnudarlo a él. Sí, dijo él, me lo vas a dejar a mí, yo cabalgaré con vos en esta quijotada, susurró apretándola contra él, suavemente restregando su cuerpo contra el de ella, besándole los hombros, el cuello, las orejas. Hablemos mejor mañana, dijo ella riéndose bajito, totalmente expuesta, las mejillas ardiendo, la piel despierta de principio a fin. Como quieras, dijo él empujándola suavemente hasta dejarla horizontal sobre la cama, besándole las piernas, las rodillas, lentamente haciendo camino hasta su entrepierna donde se perdió goloso, reconociéndola despacio, dibujando el anturio de su sexo suavemente en círculos, suave y pacientemente, con una delicadeza magnífica que ella asimiló casi sin moverse, temerosa de cortar el ritmo lento y perezoso de sus movimientos que a ella le recordaron, por alguna razón, el pan con mantequilla, la jalea, todas las delicias y los manjares de la vida. Finalmente él apuró el paso, el colibrí picoteó rápido y leve la flor más escondida y con un gemido ella se arqueó mientras el temblor del orgasmo la recorría de punta a punta.
Viviana se asombró de lo fácil que fue para ambos cruzar las tramposas puertas de la intimidad. Igual que ella, Emir tenía una relación muy libre y feliz con su cuerpo y una vocación nativa para el placer. Como viejos amantes que algún infortunio hubiese separado, o como las mitades que los antiguos imaginaron se buscarían incesantemente, se reencontraron en la ternura y en el deseo. Menos mal que la casa permanecía sola durante la noche y no hubo que preocuparse ni por carcajadas ni gemidos. Hacía mucho que ella no se reía con abandono de niña. Hicieron el amor en cada cama de la casa, cuyas habitaciones él insistió en mostrarle. Era un rito suyo al regresar, le dijo, visitar cada cuarto para aliviarle el aire de encierro. Desnudos anduvieron por pasillos, subieron y bajaron escaleras. Emir le contó historias de sus ancestros que rivalizaban con las de García Márquez: un tío que se hizo el muerto para cobrar un seguro, la tía gorda que nadie supo que estaba embarazada. Casi a la madrugada regresaron a la habitación del balcón. Se dijeron que debían revisar sus ponencias del día siguiente, pero terminaron hablando de posiciones y se durmieron juntos, medio borrachos y contentos.
Durante el foro multitudinario y bullicioso que tuvo lugar en el Salón de Convenciones de la ciudad, se persiguieron con los ojos y cada cual atendió la presentación del otro. En la de Viviana hubo un lleno total, la mayoría mujeres. A pesar de su facilidad de palabra ante los medios masivos, se sintió nerviosa. Era la primera vez que se dirigía a un público tan nutrido de pares. Antes de subir al estrado fue al baño para tener un rato de soledad. Dentro del cubículo, cerró los ojos. Pensó en Faguas. Imaginó que apretaba al país contra su pecho. Pensó en la mujer que quería encarnar. La visualizó, se cubrió con su imagen. Llevaba el discurso escrito por si le fallaban la memoria o el aplomo, pero no bien empezó a hablar, la pasión de la confianza en la idea del pie hizo que se olvidara de sí misma. Afirmativa, fuerte y con humor, despertó un clamoroso entusiasmo en el público. Cuando terminó la rodearon decenas de personas. Aliviada de obligaciones, se sintió eufórica. Emir logró abrirse paso. La abrazó fuerte. Magnífico, le dijo, y se fue a brindar su ponencia. Ella logró al fin zafarse de la gente y entró a la conferencia de Emir ya cuando él había empezado.
Con qué facilidad se expresaba, pensó Viviana, mirándolo con la camisa de mangas volteadas hacia arriba, la camisa de rayas blancas y celestes, impecable. Su análisis sobre la relación de Estados Unidos y América Latina era abundante en datos. América Latina era ahora el territorio que le quedaba a Estados Unidos para compensar el dominio de China sobre Asia y partes de África, pero la política de la que era ahora la segunda potencia mundial distaba mucho de ser la de los años de la Guerra Fría. Emir la había visto entrar y le guiñó el ojo casi imperceptiblemente. Quería sentarse al frente. Caminó por un lado del salón sin importarle que la miraran porque era llamativa y sabía que eso sucedería.
Estaba segura de que él no perdería el hilo. Era un don masculino controlar las emociones, un don que ella admiraba secretamente. Pero Emir calló. Los tacones de ella resonaron en el auditorio. La gente se volvió.
– Quiero que conozcan a Viviana Sansón -dijo Emir-. Ella es una joven periodista de Faguas y una persona que parece tener clara la idea de la que he venido hablando largamente: la política como desafío a la imaginación.
Ni corto, ni perezoso, el público aplaudió. Viviana saludó con la mano, enderezó la espalda. Touché, pensó, confundida. No supo si Emir lo hacía para devolverle la interrupción o de manera genuina para que la gente la conociera.
Almorzaron juntos. Lo hice por las dos cosas, dijo Emir. Tenés que admitir que querías interrumpirme y yo te di gusto -dijo con ironía, besándole la mano.