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Se tapó los oídos y se metió al baño dando un portazo. Pasaron la noche inquietos, sin dormir y sin hablarse.

Esa mañana Viviana se vistió de prisa, con ganas de llorar. Dejó a Emir dormido. Martina entró a los pocos minutos de que arribó a su despacho.

– Un café, Juanita -dijo, cuando pasó por el escritorio de esta, jalándole cariñosamente la oreja.

– Como Ministra de las Libertades Irrestrictas, señora Presidenta -dijo mientras caminaba a sentarse frente al escritorio de Viviana-, debo informarle que tengo solicitudes de manifestaciones y para la formación, vamos a ver -dijo, sacando papeles de su bolso-, de las siguientes organizaciones civiles: Asociación de Hombres Libres y de Machos Erectos Irredentos.

– Deja de bromear, Martina. No es hora de eso.

– No es broma -subió ella el volumen-. Es cierto. Además, ya las autoricé.

Juana de Arco entró con el café y lo puso frente a Martina.

– Gracias -le dijo esta.

– Martina -dijo Viviana, cuando Juana de Arco cerró la puerta-. ¿Cómo ves a la Juanita? Me preocupa que sea tan adulta. No sale, no se divierte.

– Ella tiene su mundo, Viviana, vive en su cabeza; escribe, lee. Está muy bien, a mi manera de ver. ¿Qué le va a interesar el sexo a ella o los hombres? Conmigo pasa tranquila. Es la hija que nunca tuve.

– ¿Qué crees que va a pasar hoy?

– Vos calma, mamita. No va a pasar nada. Los hombres no tienen ánimo para pleitos ahorita. Y se van con plata. Además, seguro creen que en menos de seis meses vamos a estarles llorando para que regresen. Tranquila, ¿me oíste? No te arrepintás de lo que has querido hacer tanto tiempo. Si tu olfato te dice que es lo que hay que hacer, pues manos a la obra, la niña. Mejor equivocarse que preguntarse para siempre lo que habría pasado de haberse uno atrevido.

– Tenés razón -dijo y añadió-: creo que Emir se va a ir.

– Me extrañaría de él. No es el tipo. ¿Qué más quiere que ser testigo de un hecho histórico como este? Pero si se fuera, vos como que no pasó nada. Te quiere y no se irá por mucho tiempo.

– Me he acostumbrado a estar acompañada. He vuelto a tenerle miedo a la soledad.

– Cabrona la soledad. Pero mira cuántos crímenes se cometen en su nombre, cuánta gente no escoge una vida miserable solo por no enfrentar la soledad.

– ¿Y vos, Martina?, ¿no te hace falta tener novia?

– Es raro para mí decir esto porque siempre he tenido novias, pero desde que regresé, este trajín me tiene intoxicada; es como una droga. No me hace falta nada. Con el cariño de la Juanita y el de todas ustedes me basta y sobra. Me debe haber afectado el humo del volcán -sonrió-; quizás en unos meses salgo desaforada, gritando desnuda por las calles, pero por el momento tengo toda la excitación y felicidad que necesito.

Martina salió y Juana de Arco entró de nuevo al despacho. Viviana la miró. Vio sus ojos agudos, inteligentes. No cesaba de maravillarle la metamorfosis de Patricia en esta mujer joven y aguerrida.

– Jefa-le dijo-, usted me perdona si le hago preguntas incómodas, pero ¿quién va sustituir a los hombres y hacer el trabajo de ellos?

– A eso vamos, no te me aflijas. Para hoy a las seis convoca a una reunión aquí al Consejo del pie y a la lista de mujeres dirigentes del Consejo Asesor. Además, para mañana a las 8 am, decíle a Ifigenia que pida tiempo para una cadena nacional de radio y televisión. Voy a darle un mensaje a la nación.

– Ahora mismo. Por cierto: están lloviendo solicitudes de entrevistas de medios locales e internacionales.

– Que Ifigenia proponga si hacemos una conferencia de prensa o damos entrevistas individuales.

A las seis de la tarde, Viviana vio caer el sol de aquel día desde su escritorio. Amaba los crepúsculos de Faguas. Eran espectaculares, sobre todo en invierno.

Las enormes nubes flotaban ingrávidas y juguetonas sobre la laguna.

Le dolía el cuerpo por la tensión y el cansancio, pero no se reportaban disturbios y eso era una buena noticia.

Eva fue la primera en llegar. Vestida de militar, impecable. Se dejó caer en el sofá.

– Me quedé sin tropas -dijo-. Hubo un conato de rebelión en un cuartel, pero las generalas se portaron a la altura. Menos mal que aún quedan mujeres en el escalafón. Muchas por cierto, pero todas en tareas administrativas. Nunca voy a entender a los hombres. ¡Cómo les dolió dejar las armas de reglamento! Más de uno salió lloroso de allí. Las armas quedaron en los patios; una montaña de hierro mortífero. Me dieron ganas de pegarles fuego. Cuando uno piensa la cantidad de plata que hay en todo eso… Y ni qué decirte de las miradas de odio que me cayeron hoy encima. Me voy a tener que bañar con canela, como decía mi mamá, para quitarme tanto mal de ojo. A los policías sí que me dio pena verlos marcharse. ¿Estás clara de que se nos viene una ola de robos y delincuencia, verdad?

– Sí, clarísima. Pero no durará mucho.

– Menos mal que tenemos algo adelantado ya en los cursos de entrenamiento de las policías -dijo, sacando una lima del bolso para arreglarse una uña quebrada-. Espero que no nos hayamos equivocado haciendo esto.

Rebeca, Martina e Ifigenia llegaron juntas. Juana de Arco avisó que ya estaba preparado el salón de conferencias y que las esperaba el Consejo Asesor.

Vino Sofía Montenegro -dijo con cara de niña en Navidad-, y vinieron doña Yvonne, doña Olguita, doña Alba, la Poeta, doña Malena, doña Milú, doña Ana, doña Vilma, doña Lourdes y doña Rita.

Las fundadoras originales del pie ya eran ancianas. Muchas de ellas eran instituciones en Faguas, pues habían sido aguerridas luchadoras por los derechos de la mujer. La Montenegro era la teórica que todas ellas habían leído hasta el cansancio en los días en que montaban el pie. Su elocuencia era una leyenda urbana.

No bien entraron, la Montenegro, apoyada en un bastón pero todavía fuerte y con los ojos brillantes, abrazó a cada una.

– Ustedes han cumplido todos mis sueños -sonrió-. Ahora, por lo menos, sé que no me voy a estar revolcando en la tumba.

La reunión duró hasta el amanecer y fue encuentro y choque de generaciones. Las mayores reclamaron a las más jóvenes que no reivindicaran el feminismo al autodefinirse como hembristas. Afortunadamente, la agenda no admitía discusiones teóricas de esa naturaleza, según dejó sentado Viviana, haciendo acopio de su autoridad. Pero fue inevitable que discutieran sobre lo divino y lo profano del momento histórico que vivían. La discusión más compleja se centró en cómo llevar a cabo aquella promesa central de campaña de transformar el mundo del trabajo para que incluyera el entorno familiar. A Viviana le parecía que podía oírlas pensar porque a ella le pasaba lo mismo: a la hora de la verdad era tan difícil salirse de la costumbre, de lo que todas sus vidas habían visto hacer a gobiernos y ministros. Ella de pronto levantaba la mano, hacía en el aire un gesto que quería decir borremos todo, borremos todo, no es por allí. Volvían a empezar. Juana de Arco tecleaba furiosamente en la esquina y de vez en cuando iba y volvía con café y galletas. La Montenegro dijo que era necesario pensar en lo que entendían por familia y que ella proponía que se pensara en las mujeres por categoría: casadas con hijos, madres lesbianas, madres solteras, mujeres sin hijos. Si estaban hablando de guarderías, ¿qué importaba la orientación sexual?, preguntó Ifigenia; cualquier hombre o mujer con hijos debía tener acceso a la guardería. El problema no era solo las guarderías; era el tiempo con los hijos, dijo Rebeca, que tenía dos gemelos varones de cinco años. Y los mandados, dijo Ifigenia (con un niño de cinco y una niña de siete). Su sueño era que donde uno parqueaba el carro para ir de compras, hubiesen también parqueos para los niños, para dejarlos cuidados mientras uno iba a hacer sus cosas. Para eso estaba el padre, dijo Viviana. Es que seguimos pensando como que lo padres no fueran a involucrarse.