– Propongo que hagamos un censo-encuesta entre las esposas de los despedidos para determinar qué mujeres tienen vocación maternal de esa que dura todo el día, y cuales una carrera universitaria que no ejercen por falta de alguien que cuide la casa y atienda a sus hijos. Ifi y yo resolvimos la contradicción maternidad-trabajo con dos amigas que tienen un superávit de vocación maternal. Arreglamos un espacio en la casa de una de ellas y allí dejamos a los niños. Pagamos el cuido entre todas -dijo Rebeca.
– ¿Y los hombres qué? -dijo doña Milú.
– Siguiendo ese esquema o uno parecido, les suministraremos los materiales para construir o habilitar el espacio para el cuido de los niños en las casas de las "madres voluntarias" (sean estos hombres o mujeres). Yo le diría maternidad a lo que sea cuido de los hijos, pero ampliaría el concepto para que cubra a hombres y mujeres -dijo Rebeca-. Hay que separar la función del cuido de los hijos del género femenino.
– Y hay que pagar esa "maternidad vocacional" -dijo doña Olguita.
– ¿Y los privados? -intervino doña Malena, que dormitaba y despertaba a ratos.
– Les daremos tres meses para que habiliten guarderías en las empresas. Nosotros les ofrecemos materiales a bajo costo y planos, y los eximimos de impuestos por ese gasto y por el mantenimiento del lugar y el pago del personal. Después de tres meses, si no cumplen, tendrán que pagar altas multas. Y les damos otro estímulo fiscal en proporción al número de mujeres que empleen. Con la empresa privada es la plata la que platica… Mirá que en Estados Unidos los potentados son mecenas de las artes porque no pagan impuestos por sus donaciones -dijo Viviana.
Había tres cosas, dijo Ifi, que a ella le parecían esenciales para que las mujeres realmente pudiesen transitar hacia el mundo del trabajo: las guarderías, los salones de lactancia en los trabajos y los cubículos maternales. ¿Qué es eso?, preguntó Rebeca; Una idea de ella; dijo Ifi, como la de los parqueos, se trataba de crear una serie de cubículos separados del resto de la oficina, donde quienes desearan tener a los hijos cerca por ratos pudieran hacerlo sin molestar a los demás. Eso podrán hacerlo solo unas cuantas empresas en Faguas, dijo Viviana. Pero es una buena idea. El asunto era cómo montar todo aquello en un país pobre, dijo Rebeca, porque no era solo cosa de construir las guarderías, sino del personal que las atendería. Si te pones a pensar no es una inversión desmesurada, dijo Viviana, y es una fuente de empleo enorme porque en tres meses nosotras podemos entrenar una gran cantidad de hombres y mujeres para que atiendan las guarderías, y entrenamos también otro contingente de supervisoras y supervisores.
– Tenemos que llevar el proyecto a la Asamblea -dijo Ifi.
– ¡Ah, la dictadura! -dijo Viviana.
No sabían cuánto le tentaba pasar por encima de todas esas limitaciones legales y simplemente ordenar como emperadora romana.
– Nunca pensé que entendería a los dictadores -rió.
– Menos mal que nos tenés a nosotras -dijo Rebeca-, ya podés irte olvidando de ser dictadora.
Las ancianas asesoras parecieron revivir cuando se habló de dictadura. Ni se les ocurra. Ellas tenían experiencia y era lo peor que podían hacer. Con lo que habían pensado iban muy bien.
Cómo llamar a las mujeres a integrarse al trabajo fue otro de los temas de discusión.
– Anuncios -dijo la Pravisani, que permanecía callada observándolas-. Muy grandes y que digan algo como: Se buscan mujeres dispuestas a trabajar, con o sin experiencia, con o sin "buena presentación", con o sin hijas, casadas o solteras, heteros o gays, embarazadas o no, con y sin educación superior, menores o mayores, todas son bienvenidas. Hay lugar para todas. Se ofrece cuido para los hijos en las horas de trabajo.
Se rieron. Lloverían candidatas.
Las medidas se aprobaron por unanimidad en el Consejo. En las semanas que siguieron, los votantes calificados aprobaron mayoritariamente la reforma presupuestaria que reducía los gastos de defensa y los destinaba a las guarderías. En la Asamblea, aunque no hubo unanimidad, la mayoría del pie se impuso. A las de la oposición que argumentaban que nadie mejor que las madres para educar a los hijos, la propuesta de los cubículos maternales y los salones de lactancia les gustó. De no ser porque la medida de expulsar a los hombres las tenía en pie de lucha, Viviana sospechaba que el voto a favor habría sido unánime.
Los anuncios se colocaron en los medios. Mujeres de todos los estratos sociales acudieron al llamado. A veces tímidas, titubeantes, otras altisonantes, descreídas, pero todas curiosas, de buen ánimo, llenaron los pasillos del primer piso de la Presidencial, indagaron de qué se trataba un anuncio que no las excluía por las razones acostumbradas. Las que apenas sabían leer y escribir o no sabían del todo, eran conscientes de sus carencias, pero las manejaban con dignidad mostrando interés en aprender puesto que ahora había al fin un gobierno que se preocupaba por ellas. Encargada de la logística de la misión, Rebeca llegó una y otra vez al despacho de Viviana, con ojos que delataban su emoción, a relatarle la conmoción del desfile interminable. La Presidenta vio por su ventana la línea ordenada de mujeres que se extendía sobre la calle y se perdía en los confines del parque. Lagrimeando también abrazó a Rebeca y luego ambas, como niñas, saltaron de alegría.
Según el nivel de escolaridad, se clasificaron las solicitudes, se entrenaron grupos para llevar a cabo el censo por barrio, se reclutaron profesionales para puestos vacantes y mujeres para la policía, se elaboró un listado extenso de las que preferían trabajar como madres voluntarias. Las dependencias del Estado se llenaron de ropas de colores, los escritorios de adornos y plantas. El descarrilado buque de la nación se bamboleó conducido por manos inexpertas, pero las nuevas funcionarias se tomaron a pecho el desafío y golpe a golpe, poniendo un pie delante del otro, dedicaron al trabajo lo mejor de sí mismas.
Hubo protestas de mujeres. Consideraban que se violaba una disposición divina al someter a los hombres a los oficios domésticos.
Se nos van a volver maricas, rezaban sus letreros.
– ¿Qué más quieren? -gritaba Martina, furiosa-. Hombres con alma femenina.
Cigarras de palma
A veces, como en un acto de magia, los objetos se acercaban a Viviana. Flotaban ingrávidos en un aire leve. Entonces se le ocurría que aquel lugar de los Recuerdos Siempre Presentes era una cueva de Alí Baba, un sitio salido de las Mil y una noches, un bazar de maravillas.
Sonrió al retornar a su sitio la libreta de notas. De pronto se vio rodeada de pequeñas criaturas: cigarras, mariposas, grillos, hechos de palma.
Los niños de Faguas, los niños mendigos, hacían estas figuritas de palma para intercambiar por limosnas. Tejían flores, cruces. Sus preferidas eran las cigarras, imitaciones verdes de los insectos cantores que a ella le hacían recordar viajes a las regiones frescas del país, avenidas de árboles verdes, tupidos, que, en la tarde, como si las hojas tomaran vida y hablaran, se llenaban de cigarras-sopranos y sonaba una música insistente casi metálica, de altísimo registro, en medio de las umbrosas líneas de mangos o mameyes.
Viviana no se sorprendió al encontrar tantas figuritas de palma sobre las repisas. Las dejaba por dondequiera porque eran muchos los niños que las ponían en sus manos. Ellos las hacían para un instante, para proteger su dignidad cuando pedían limosna. A ella, desde la primera vez que una mano infantil le brindó un animalito de esos, el gesto le prendió una llama de calor en el pecho. Así fue que cuando empezaron el programa de las guarderías y hubo que pensar en un símbolo para los rótulos y la papelería, le sugirió a la Ifi que usaran un dibujo inspirado en las figuritas aquellas.