Obtuvieron dinero para sus proyectos y para iniciar la constitución de un cuerpo de policía ambiental en el que emplearon gran cantidad de hombres que bautizaron como Amabosques.
Viviana devolvió el pisapapeles a la repisa con un gesto lánguido. Le gustaba la idea de los Amabosques. Decidir la expulsión de los hombres del Estado le valió una infinidad de conflictos. El oficio de Amabosques, aunque implicó el traslado de maridos, hijos y novios fuera de la ciudad, se interpretó como una señal positiva.
Dejar trabajar solas a las mujeres en el gobierno confirmó su intuición de que dejadas a su aire, sin el ojo del macho para sopesarlas y emitir juicios a los que ellos sentían tener derecho por el solo peso de sus frágiles y delicados testículos, ellas se despojaban de su ánimo complaciente, de la leyenda de que no les gustaba mandar, del cuento de que las incomodaban los retos. Era lento el asunto. No solo les tocaba despejar el peso de la presencia real de los hombres, sino la del juez interiorizado, el hombrecito menudo, que con el índice siempre enrostrado y cara de padre, o cura, o tío o hermano estaba plantado como un busto augusto y austero en medio de los parques umbrosos de los cerebros femeninos, recordándoles o que eran hijas de Eva: pecadoras; hijas de mala madre: putas; hijas de la Barbie: idiotas; hijas de la Virgen María: niñas decentes; hijas de madres mejores que ellas que no se creían las divinas garzas: mujeres calladas y bien portadas… La ristra de modelos femeninos santificados o despreciados eran retratos planos, de una sola dimensión; o esto o lo otro; por norma general negaban la totalidad de lo que significaba ser mujer.
A las mujeres no les sacaban a la Virginia Woolf como referencia (era loca, se suicidó), ni a la Jane Fonda, ni a Berthe Morisot, Flora Tristán, Emma Goldman, Gloria Stemen, Susan Sontag, Rosario Castellanos, Sor Juana… En primer lugar porque les eran desconocidas y en segundo porque si las conocían era porque, como se decía vulgarmente, tenían cola. Podían ser brillantes pero lo eran por desadaptadas, porque algo no andaba bien en sus vidas; en el mejor de los casos, hacían lo que querían pero tenían un triste fin (acabó con la cabeza metida en el horno, se hizo puta, era fea como un demonio, lesbiana -como si fuera malo, diría Martina-, nunca se casó, se murió solita, pobre monja). Nadie descalificaba a Van Gogh por haberse cortado una oreja, ni a Hemingway por llenarse la cabeza de perdigones. A los hombres ningún defecto los bajaba del pedestal, a las mujeres las hacía rodar al sótano. Por eso ella se jugó su Presidencia por el gusto, la libertad, el aire, el oxígeno, de ver a las mujeres entregarse al trabajo y a dar lo mejor de sí mismas sin preocuparse por lo que pensaran o dejaran de pensar sus superiores o intermedios o colegas.
Aun en posiciones de igualdad, la mujer era la de los tacones de barro, frágiles y proclives a quebrarse. Y la mujer se protegía y hasta se cuidaba de las otras porque también había las que por quedar bien con el jefe o hasta con el chofer del jefe le metían a otra la puñalada sin asco. Ella quería que las mujeres fueran mejores cómplices. Eran de por sí las mejores amigas. Cuando se aliaban salía lo bueno y fresco y juvenil que aun las más viejas podían sacarse de adentro.
Viviana estaba convencida que el cambio que ella soñaba requería de un espacio en que existieran para sí y por sí mismas, en un estado de cosas que, por muy artificial que fuera y por el poco tiempo que durara, les permitiría descubrirse para que, idealmente, jamás volvieran a aceptar ser menos de lo que podían ser.
Por otro lado, para que la vida diaria se transformara -el verdadero nudo del asunto-, los hombres tenían que agarrarle el sabor a la casa, a la cocina, o por lo menos dejar de verlo como un oficio que les iba a destartalar la identidad o amenazarles la hombría. Ella no aspiraba al matriarcado sino a una sociedad de iguales. Y era posible. Lo creía con todas sus hormonas y su materia gris.
Emir, incluso, a pesar de su desacuerdo con la medida, no había podido resistir la curiosidad de lo que sucedería con el experimento.
Esa noche Viviana se fue de regreso a su casa cansada, con la frente recostada en el vidrio del coche conducido por Alicia. Las luces de la ciudad se reflejaban en la ventana. No era una ciudad linda, pero sí verde; muchos árboles, algunos -los que fueran más altos e imponentes- destruidos tiempo atrás por la salvaje labor de una compañía española proveedora de electricidad cuyas cuadrillas, sin ninguna preparación en el cuido de los árboles, arrasaban las copas y ramas que rozaran las líneas del tendido eléctrico. Hacía años que la más bella y umbrosa avenida de la ciudad, bordeada de chilamates centenarios que alguna vez formaran un verde túnel, había sido reducida a una colección de troncos podados que, aun en su torcida existencia, intentaban reverdecer echando ramas sin ton ni son.
El Ministerio de Recreación y Parques se proponía recuperar la belleza de los bulevares maltratados, los parques abandonados. Hasta tenían planes de cobrar una tarifa anual, en escala descendente, para que todos los ciudadanos pudiesen ir al cine y a los espectáculos a un precio reducido. Querían que reviviera el deseo de coincidir y divertirse en grupos, cosa que el ambiente dilapidado y triste de la ciudad se encargaba de desestimular. El entorno, cualquiera lo sabía, tenía un efecto decisivo sobre el comportamiento. Ella confiaba en que la limpieza y la belleza tendrían, eventualmente, un impacto sobre la siquis de la cuidadanía. Si se enseñaba a la población a cuidar el espacio común, aprendería a cuidar su país y a cuidarse ella misma. Por lo pronto, emplear mujeres para los parques le haría bien a los árboles, ellas no tendrían la fuerza física para desramarlos a lo bestia.
Llegó a su casa. Entró a ver a Celeste. Hacía sus tareas. Todos los días ella y su hija pasaban tiempo juntas. Al salir del colegio, Celeste iba al despacho presidencial y en una salita contigua tomaba la merienda, veía televisión, leía o hacía su texting. Ella, mientras tanto, a su lado, leía documentos, escribía propuestas. Intercambiaban comentarios y al menos respiraban el mismo aire. A sus trece años, Celeste se alargaba día con día, dejaba de parecerse a Sebastián para parecerse más a ella y a su abuela.
– ¡Qué día!, ¿no mamá?
– Tremendo. Pero ya pasó. Mañana será mejor.
– Más vale. En el colegio no les gustó mucho la idea a los varones. Pero yo les conté del reality show que van a hacer con los amos de casa y la idea les dio risa.
– Bien que me lo recordaste. Lo peor es que olvido las buenas ideas que se me ocurren -sonrió Viviana-. Ando con el disco duro sobrecargado.
– Pero no se le olvidan a Juana de Arco. Todo lo anota. Nunca la he visto sin su tableta esa. ¿Cenaste? Yo cené con Emir.
– ¿No se fue?
– No. Fue a jugar tenis, me dijo.
Le dio un beso a Celeste.
En su dormitorio las luces estaban encendidas. Abrió la puerta. Emir estaba metido en la cama, con la laptop abierta sobre su regazo. Sus maletas estaban aún arrimadas contra la pared.
– ¿No te fuiste?
El levantó los ojos del teclado.
– No pude.
Ella se acercó a la cama despacio y se sentó en el borde. Tiró los zapatos y se dejó caer, sin más, sobre las almohadas.
– ¡Qué día! -suspiró-. Estoy agotada.
– Pero todavía estás en el poder -sonrió él-. Tendrías que hacerle un altar al volcancito ese. Esperaba más beligerancia de los hombres de Faguas.