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– El Estado es una pequeña parte del todo. Otra cosa hubiese sido si todos los hombres se fueran a su casa, pero no tengo esa clase de poder.

– Menos mal.

– ¿Cómo es que decidiste quedarte? Creí que pasabas a engrosar la disidencia… el repudio, la protesta.

– Fue mi primer impulso, pero como científico social que soy, la tentación de ver tu experimento en función pudo más que mi desacuerdo. Y debo decir que fue muy interesante.

– ¿Saliste a la calle?

– No. Me fui a jugar tenis al club.

– ¿Y?

– Poca atención le has puesto a la gente con medios, Vivi.

– No necesito ponerles atención. Imagino perfectamente lo que dirán de mí.

– No creas. Te ven como loca, pero también son lo suficientemente inteligentes como para percatarse de que hay un método en tu "locura', como se dice en inglés, there is a method to your madness; saben que es un método más que una arbitrariedad. Claro que hay los que no soportan siquiera que se mencione tu nombre. Te advierto que no se quedarán sentados.

– No me cabe duda, pero hay tres mujeres por cada uno de ellos.

– No te olvidés de lo que dijo Kissinger -sonrió-: la confraternización con el enemigo… hace imposible la guerra.

– Yo me alegro de que no te hayas ido. La guerra contra tu sexo me resultaba particularmente dura -guiñó un ojo.

– Que no me haya ido no significa que esté de acuerdo con lo que has hecho. Sigo creyendo que creando situaciones que no tienen nada que ver con la realidad, no vas a cambiar la realidad…

– Pues mira que ustedes, los hombres, cambiaron la realidad creando una situación que no tenía nada que ver con la realidad…

– Precisamente. Fue una estupidez. Entonces ¿por qué repetirla?

– Ay Emir, porque, como dice el dicho: Nadie aprende en cabeza ajena. Los hombres que vivan por seis meses lo que vivimos las mujeres, van a entender el asunto mucho mejor.

– Eso partiendo de que las mujeres los van a dejar tomar las riendas de la casa.

– Es cierto. Ya pensé en eso; pero la idea es que ellas los dejen en la casa y que vayan a trabajar.

– Pero no podés obligarlas…

– No, pero podemos persuadirlas…

– Justo por eso me quedé. Quiero ver si la persuasión funciona…

– ¿Puedo persuadirte de que me hagás un masaje? La espalda, Emir, la espalda…

En el galerón, Viviana abrió los ojos. Habría dado cualquier cosa por sentir otra vez las manos de Emir sobre su espalda, sus nalgas, sus piernas. Frustrada, tiró el pisapapeles y este, como un búmeran surcó por el aire del galerón y regresó a colocarse en la repisa.

Rebeca

Inquieta Rebeca. Había dejado de fumar pero no podía pensar sin tener algo en la boca: papas fritas, nueces, confites. Seguro fue ardilla en otra vida, era el comentario de su secretaria cuando inevitablemente ella y las demás intercambiaban notas sobre las manías de las jefas.

De regreso del hospital, Rebeca no pudo más. Pasó a comprar cigarrillos, se encerró en el despacho y abrió la puerta corrediza para salir al balcón y que el olor no percolara por todo el piso. El balcón estaba situado al frente del edificio, justo sobre la Plaza de la República, pero a esa hora circulaba poca gente por allí, solo las custodias de las jaulas de los violadores. Eran dos reos esa semana. Normalmente se la pasaban sentados en el piso de sus celdas, recogían las piernas y escondían la cara entre las rodillas. Estos, en cambio, estaban de pie. Sacudían los barrotes. Gritaban. Sería que la mala noticia les habría dado ánimos, pensó Rebeca. La cuestionable táctica de Eva había dado buenos resultados. Eso y la vigilancia en los barrios, las luminarias en las calles oscuras. Ningún gobierno hasta entonces se había tomado en serio la nefasta violencia contra las mujeres. Ellas sí. Un dineral habían invertido. Bien que lo sabía porque era la Ministra de Economía o de la Despensa (título menos elegante pero que les gustaba a las demás). A ella era quien le tocaba hacer números, una cualidad para la que estaba extraordinariamente dotada. Desde pequeña, su mente matemática sorprendió a sus maestros. Le encantaban las estadísticas, las proyecciones, jugar con ese universo que tan pocos entendían y que para ella era como un ejercicio de cubos de colores. Por eso ya no le preocupaba que el gobierno se endeudara a más no poder. Ella tenía la certeza de que pagarían la deuda. Las medidas de reconversión puestas en marcha aparecían cada vez más a menudo en las revistas e informes económicos internacionales. Quienes las criticaron por desquiciadas, ahora las elogiaban por audaces. Y es que si uno confiaba en las mujeres los resultados eran sorprendentes. Había sucedido con el microcrédito en todo el mundo. Y sin embargo, a pesar de lo buena paga y responsables que eran las mujeres, los créditos para acceder a la tecnología que les permitiera saltar de la pequeña a la gran empresa no estaban por lo general a su alcance. El gobierno del pie había dado el salto. Lo de las flores había sido un éxito sin parangón. A nadie se le había ocurrido antes hacer invernaderos tanto para aprovechar la tierra como para romper la dependencia del clima. Además, ella no dudó en gestionar dinero para comprar aviones refrigerados, porque, claro, flores sin refrigeración ni aviones no servían de nada.

Eran hermosísimos los plantíos. La idea fue el resultado de la inspiración que le sobrevino cuando Viviana habló de exagerar lo femenino. ¿Qué más femenino que las flores? Y se metió a estudiar el negocio. Con su instinto, sus números, unos viajes y los libros que engulló, convenció a las demás y puso en marcha el plan. Y a eso le juntó lo de los granos, la autosuficiencia alimentaria del país, vinculó una cosa con la otra y bueno, no era perfecto, pero hasta ahora no se cumplían los vaticinios de los pájaros de mal agüero. También se había metido a desarrollar el turismo basado en el camping porque la falta de dinero para hoteles, limpiar y acondicionar predios para acampar había funcionado y sirvió, además, para que otro gran grupo de hombres encontrara qué hacer. Con esos tres proyectos, más el del oxígeno, estaban provistas de lo suficiente. Claro que su sueño era vender todos los cacharros del ejército. Eso era una mina de oro esperando que ella la explotara. Rebeca expelió una larga bocanada de humo y apagó el cigarrillo con el zapato. Recogió la chiva y la metió en la bolsa de su chaqueta. Miró su reloj. Faltaba media hora para la cita con el Embajador de España. Bajaría a la guardería a jugar con sus gemelos. Jugar con sus hijos era uno de los mejores antídotos para la angustia. Ignacio, su marido, vivía encerrado en su mundo. No la veía más que como un espejo donde él se reflejaba. Era narcisista a más no poder. Lo de ella le preocupaba solo cuando afectaba la proyección de ellos como pareja y como familia. La trataba como una prolongación de su imagen y por eso cuando, tras los meses de campaña, ellas ganaron, olvidó las disputas y reclamos e hizo su papel de marido orgulloso. Sin embargo, el rol de consorte empezaba a cansarle. La luz cenital ya no caía sobre él y poco tiempo pasó antes de que extrañara y resintiera no ser el centro de atención. ¿Por qué no lo dejaba?, se preguntó. El que venga tendrá otros defectos, era su filosofía. Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Por el momento no tenía tiempo que dedicarle a un divorcio.

Desde la plaza, Azucena, hija de José de la Aritmética, ahora miembro del cuerpo policial de turno en la vigilancia de los violadores, vio a la mujer alta, pelo corto oscuro y liso, vestida de blanco, retornar a su oficina. La reconoció. Rebeca de los Ríos, la ministra de la Economía: cejas tupidas, ojos muy oscuros y una pequeña nariz con la punta respingada. ¿Quién podía culparla de que fumara en esos días? Toda la gente andaba nerviosa con la noticia de la Presidenta en coma. Los reos en las cárceles, hasta los violadores, desde que supieron la noticia estaban sobrexcitados. Para alguien como la Ministra tendría que ser peor el asunto.