Para colmo, las eróticas habían eliminado el puesto de vicepresidente y dispuesto que, en caso de muerte o incapacidad de la titular, gobernara interinamente un consejo cuya función primordial sería la de convocar a nuevas elecciones en el menor tiempo posible. La presidenta Viviana había dicho, y con razón, que al cargo más alto de la nación no debía llegarse por accidente o por herencia, y que mantener a una persona calificada en un cargo como la vicepresidencia era un desperdicio. El problema ahora, ante la incertidumbre de si la Presidenta se recuperaría, era que no se podía convocar a nuevas elecciones. No quedaba más que esperar.
Azucena admiraba la facilidad de Rebeca para explicar asuntos enredados. Se preguntó si sería de ella la idea de reunir a la gente más rica con la más pobre del país. Aunque era Viviana quien presidía las reuniones, la idea tenía el sello de la Ministra. Ella recordaba lo impactante que había sido ver frente a frente sentadas a ambos lados de una larga mesa, a las diez mujeres más ricas y a las diez mujeres más pobres de Faguas. Por turnos, cada una de ellas, a pedido de la Presidenta, había contado su vida y platicado sobre lo que hacía durante el día. La mejor telenovela no le llegaba a los cuentos que se oían en esas reuniones. Curiosamente, estar en la televisión en vez de cohibir a las mujeres, les soltaba la lengua. Impresionaba que en el mismo país se dieran diferencias tan marcadas, pero más impactante era comprobar semejanzas que uno jamás hubiera imaginado. "La pobreza y la riqueza tienen dueño -había dicho la Presidenta-. Los ricos tienen que verle la cara a la gente pobre, saber cómo se llaman, oír sus historias; y los pobres también tienen algo que aprender de los ricos porque no todas las fortunas se hicieron de la nada. Hay ricos que fueron pobres y trabajaron o trabajan para tener lo que tienen". Algo por el estilo dijo en el discurso. Azucena no lo recordaba al dedillo. Después de varios careos históricos, sin embargo, los ricos se corrieron y encontrar quién aceptara serlo e ir al programa se volvió casi imposible. Era una lástima. Se quedaron, como siempre, solos los pobres contando sus cuentos.
Azucena trabajaba en las Unidades Especiales creadas para lidiar con abusadores, violadores y la violencia doméstica. Los hombres maldosos, jayanes, cobardes, ya no se podían ensañar con las mujeres de su casa, por lo menos. Los gobiernos antes cambiaban cosas que no se veían, que solo entendían los economistas, pensó, pero estas nos están enseñando a vivir distinto.
Rebeca estaba por salir de la oficina, cuando sonó el teléfono. Era Eva.
– Rebeca, hay una enorme manifestación de mujeres frente a mi oficina. Tenés que venir.
– ¿Qué quieren?
– "Justicia", dicen los cartelones, y ellas corean "prisión para el matón".
– No puedo ir, Eva, estoy esperando al Embajador de España. Los clientes españoles están preocupados porque se atrasó el último pedido de flores y por lo que irá a pasar ahora. Necesito darles confianza.
– Bueno, bueno; lo mío no es más que ganas de compartir esto con vos. Voy a salir a hablarles a las mujeres. Yo estoy encantada, reivindicada. Ya era hora de que sucediera esto.
– Contáme más -pidió.
– Es lindo -le dijo, claramente emocionada-. Es una muchedumbre. No veo hasta dónde llega la multitud, pero son muchas. Tiene cartelones: "¿Quién hirió a Viviana? Que pague". "No queremos violencia". "Eva, hacé tu trabajo"… y cosas por el estilo.
– Pero no hay ninguna pista aún…
– Tengo intuiciones que voy siguiendo, pero nada concreto.
– ¿Le avisaste a la Ifi?
– Están todos los medios; unos filmando la marcha y otros aquí afuera queriendo entrevistarme sobre la investigación.
– Buena suerte, hermanita, me tengo que ir, ya vino el Embajador -Rebeca vio a Sara, su secretaria, haciéndole señas en la puerta del despacho.
Mujeres en la calle y hombres caseros
Cuando recibió la llamada de Eva, Martina ya estaba en camino. La manifestación se había iniciado como un pequeño mitin en la zona de los mercados que desbordó con creces las expectativas de sus organizadoras. Ante la multitud, la incendiaria lideresa del Movimiento Autónomo de Mujeres, Ana Vijil, propuso en su discurso que marcharan hacia el Ministerio de Defensa a exigir la captura y castigo del culpable del atentado. Martina recibió la llamada de la Policía pidiendo instrucciones sobre si permitir el desborde popular, y Martina lo concedió, más que gustosa.
– Escóltenlas, protéjanlas y ábranles paso -dijo.
Llegó al despacho de Eva y desde las ventanas ambas vieron acercarse el mar de gente.
– Vas a tener que salir a hablarles -dijo Martina, que no cabía en sí de entusiasmo y contento.
– Qué les digo? No tenemos más que pistas.
– Pues yo diría que les prometas que se hará justicia, que les hables de que deben mantenerse atentas porque de esta crisis tenemos que salir juntas y más fuertes. Contáles anécdotas del pie… ¿Qué me estás preguntando a mí, si vos sos mucho mejor oradora? Lo importante es que se sientan respaldadas por nosotras, que entiendan que estarnos encantadas de que hayan salido a las calles.
Eva sonrió. Desde el atentado, casi no había dormido. Se le notaba en la cara. La investigación había registrado movimientos sospechosos de algunos ex funcionarios, enemigos feroces del gobierno. Ella sospechaba del magistrado Jiménez, del ex presidente descomunal Paco Puertas, del fundamentalista Emiliano Montero, pero aún no lograba dar en el clavo. Lo peor era que su energía incansable había empezado a fallarle. La frustración era tal que pensó que se deprimiría irremediablemente. Por eso interpretó la manifestación como un respiro para ella, como la campana del réferi en una pelea de boxeo.
– Estas mujeres me acaban de salvar la vida -le dijo a Martina-. Mira qué lindo, dijo, señalando por la ventana la multitud multicolor, las pancartas atrevidas, pintadas en toscos cartones a toda prisa…
– Anda, salí a hablarles, parate arriba del tanque. Le dije a Viola, tu secretaria, que alistara el micrófono. Ya debe estar todo a punto, anda, encendélas…
Eva se metió al baño, se pasó la mano por el pelo y salió, lista para encaramarse sobre el viejo tanque, testimonio de pasadas guerras que, como un monumento, estaba colocado a la entrada del ministerio.
Cuando Eva salió, Martina abrió las ventanas para escuchar. Oyó el clamor y los aplausos. Vio la figura menuda y fuerte de Eva, el pelo rojo acomodado en un moño desordenado, cuando ella se subía ágil al tanque. Quería a todas sus compañeras, pero Eva era quien más la enternecía. A veces hasta pensaba que estaba enamorada de ella. Era sola también. Por eso a menudo se acompañaban, iban juntas al mar, jugaban ajedrez, veían películas. Con Eva, Carla Pravisani y la Ifi habían montado juntas el reality show de los hombres domésticos que fue un éxito fabuloso en Faguas. Se rió sola recordándolo.
"Los campeones caseros" lo bautizaron. No imaginaron que habría tantos voluntarios, pero los tentó el premio de una casa nueva, totalmente amoblada, en uno de los repartos bonitos de casas prefabricadas que el gobierno construyó. De los muchos candidatos escogieron a cinco. Cada semana, un equipo de televisión filmaba a uno de ellos, de la mañana a la noche, haciendo los oficios domésticos. El show se transmitía diario. Al final de las cinco semanas, la gente y un panel de juezas, amas de casa, votó por el mejor. Silvio, Adolfo, Jaime, Joer, Boanerges, eran todos padres de familia, ex empleados del Estado, unos más acomodados que otros. Fue divertidísimo verlos lidiar con los pañales cagados como si fueran bombas nucleares, con el asco pintado en la cara, tapándose la nariz. Para limpiar los culitos, el que menos, usaba diez toallas húmedas o medio rollo de papel higiénico. Boanerges, que había sido militar, organizó a los hijos como batallón y los ponía a trabajar, mientras él veía programas deportivos (no ganó por supuesto). Jaime solo sabía hacer carne asada y se pasaba en la barbacoa toda la mañana, dejando que la hija limpiara la casa.