A Silvio, que tenía lavadora, se le encogió toda la ropa. Los hijos tuvieron que andar con pantalones brincacharcos y camisas que parecían del tiempo de los hippies; la tortura de Adolfo era la limpiada de los baños. Ese mantenía la casa ordenada porque escondía todo lo que estaba mal puesto, metiéndolo en cualquier gaveta. La cocina fue el reto para todos, a pesar de que se comprobó que sí sabían cocinar lo básico, pero usaban toda la batería de pailas y porras para hacer cualquier plato; se les pasaba el arroz, les quedaban duros o aguados los frijoles o iban al supermercado a hacer la compra (les encantaba) pero calculaban mal las cantidades y se les pudrían las verduras. Joer, que fue el más emprendedor, empezó la semana lavando su casa, paredes incluidas, con el consiguiente daño para muebles y algunos aparatos electrodomésticos que no atinó a proteger lo suficiente del diluvio que descargó. Al principio, los llantos de los bebés los dejaban turulatos cuando duraban más de cinco minutos. Eran muy buenos con los biberones, pero malos en atender los cólicos. Aplanchar se les dio muy bien a Silvio y Adolfo. Los demás fueron desastrosos. La mayoría se destacó con los niños más grandes porque jugaron con ellos como chavalos y se les vio en la cara. el amor por los hijos. Se comprobó que lo que más les entusiasmaba era regar el jardín. Todos sin excepción regaban por las tardes, como si la manguera fuera una prolongación de su hombría y les devolviera la identidad de machos que creían perdida en las mañanas.
Más por guapo y simpático que por eficiente, Silvio fue el ganador del concurso.
Narraba su jornada como si fuera programa deportivo; gritaba gol cuando atinaba con la basura en el basurero, metía jab de izquierda o de derecha cuando hacía la cama… Hizo reír a carcajadas a la gente. A petición de la teleaudiencia, el programa se repetía ahora cada cinco semanas. Los premios eran más modestos, pero la celebridad de aparecer en televisión era suficiente para que no faltaran voluntarios.
Parecía mentira, pensó Martina, lo educativo que había resultado el tal show, porque claro, al final de la semana, en general, los participantes lograban hacer bien el trabajo, tan bien que empezaban a comprender que el problema no era que fuera difícil, sino precisamente la rutina de tener que hacerlo a diario, el cansancio que los dejaba sin energías para preocuparse por ellos mismos, el aislamiento de estar metidos en sus casas. Se le va a uno la vida en eso, salió diciendo Adolfo en la entrevista final en televisión, no da ni tiempo para pensar. Deberían pagar ese trabajo, dijo Jaime, eso de decidir qué cocinar los tres tiempos, día tras día, me mató, me mató. No sirvo para eso.
¡Qué basural, jamás pensé qué saliera diario tanta basura! exclamó Joer.
La última encuesta sobre la participación en el trabajo doméstico era alentadora.
Sin embargo faltaba buen trecho por recorrer. En una pareja donde ambos trabajaban, por cada siete horas de labores domésticas de las mujeres, el hombre hacía tres. El resultado más interesante de la encuesta fue que las parejas más felices eran aquellas donde mejor distribuido estaba el trabajo de la casa.
Martina oía retazos del discurso de Eva. El sonido se lo llevaba el viento porque estaba de espaldas a ella. Al fin, Eva regresó. Se echó agua en la cara. Venía sudada pero radiante.
– ¿Oíste?
– No se oía bien desde aquí.
– Les hablé de Lisístrata, la heroína de Aristófanes. Para oponerse a la guerra de Atenas contra Esparta, las mujeres dispusieron no hacer el amor con sus hombres hasta que acordaran la paz. Si esto se pone feo, les dije, ya saben que tenemos ese recurso: cerrar las piernas.
Martina la abrazó fuerte al despedirse. Sos magnífica, le dijo. Ojalá no lleguemos a eso.
Celeste
¡El suéter rosado de Celeste! Viviana lo tomó para sentirla de nuevo a sus tres años, la niña gordita, cara redonda irresistible que desde que nació tuvo el don de la seducción como si lo hubiera inventado. Aquel recuerdo no era de sus mejores, sin embargo. El suéter lo dejó olvidado en el primer jardín de infantes al que la llevó y al que prefirió no regresar, ni con ella, ni sola. Para ambas fue una mala experiencia porque, siendo la primera vez que la niña iba a quedarse, la directora del lugar la convenció de que ella se marchara a pesar de los gritos y patadas de Celeste. A todos los niños les pasa, le dijo. Lloran un rato y después se calman, se ponen a jugar, felices. Ella no quiso comportarse como madre primeriza, sobreprotectora y con el corazón estrujado; oyendo los alaridos de la niña, corrió a subirse al coche y salió jurándole a la niña que no tardaba.
Se calmarían otros niños, pero Celeste no se calmó. La llamaron para que fuera a recogerla y cuando la tomó en brazos, la criatura sudaba copiosamente y estaba colorada de tanto llorar. Después de eso, no quería estar sin ella ni un instante. Si la perdía de vista, gritaba como poseída. Cuando un año después volvió a llevarla a otro preescolar, tuvo que pasar dos semanas leyendo en la recepción de manera que, en cualquier momento que Celeste la necesitara, supiera que ella estaba allí. Así hasta que se sintió segura.
Viviana tocó el suéter, metió la nariz en el algodón apretadamente tejido. Cerró los ojos y lejos, muy lejos, creyó escuchar su voz, no su voz de niña, sino la voz de la Celeste que recién dejara en la plaza tras el mitin.
– Mamá tenés que volver, mamá despertáte, no te vayas.
Reverberaba el sonido, hacía círculos concéntricos como piedra en el agua, Viviana giró sin peso, flotó en el aire como un insecto alado. Debajo de ella se borró el galerón y vio un cuarto de hospital y a su hija, vestida de jeans ajustados, la camiseta sin mangas, inclinada sobre alguien que yacía en la cama, una mujer dormida. Vio la luna que Celeste tenía tatuada en el hombro agitarse. Estaba llorando.
– Tenés que volver, mamá -decía muy bajito-. Volvé, mamá, no te quedés donde quiera que estés. Volvé, mamá.
En el instante en que Viviana comprendió que la mujer en la cama era ella, la ventana a ese mundo se cerró. La sobrecogió un pánico abisal. Otra vez estaba en el galerón. Empezó a correr frenética hacia la puerta. Se movía sin moverse, su cuerpo agitándose sin desplazarse. A su lado vio pasar las repisas como paisajes atisbados desde la ventanilla de un tren. Se mareaba, iba a desmayarse, pensó, estoy en peligro, voy a morir, pensó, si no hago algo me quedaré encerrada aquí para siempre. Se le ocurrió susurrar palabras, palabras con a, palabras con b, palabras con c, se abrazó y dio ánimos haciendo el papel de madre consigo misma. Intentó avanzar, llegar a la puerta, salir de allí. Paulatinamente fue tranquilizándose. Empezó a ser consciente de una presencia que le consolaba. Era una sensación que no bien trataba de entender se enredaba sobre sí misma, pero que misteriosamente percibió como una soga metafórica, un punto de apoyo del que podía aferrarse para dar pequeños empujones y acercarse a la puerta.
Emir mirando a Viviana
A la puerta del hospital, Emir se detuvo. Su frenético viaje, el desvelo de la noche anterior, el vuelo en el que, como cuando era niño, se comió las uñas, le ayudaron a permanecer con la mente fija en apresurarse hasta llegar el lado de Viviana. Ahora, a pocos pasos, turbios los ojos, conmovido por la cantidad de flores en la acera, las velas, las pancartas amorosas, tuvo la sensación de que le pesaban terriblemente las piernas y que un miedo cerval se le instalaba encima.
Alicia, la chofer de Viviana que lo recogió en el aeropuerto, al ver que Emir, sudaba copiosamente y se ponía pálido y descompuesto, le ayudó a sentarse en la recepción y corrió a buscarle agua.