Él esperaba a que salieran las enfermeras a comprar raspados y platicar con él en sus ratos libres. Así se enteraba de cómo iba la salud de la Presidenta. Según decían, seguía dormida en esa coma que quién sabe dónde la tenía perdida mientras el país se alborotaba. A los de la oposición para nada les había gustado que pusieran a mandar a la Eva pelirroja. José no se explicaba de dónde venía la inquina hacia ella. Le parecía que más bien querían convertirla en el pretexto para sacarse de encima a las mujeres porque él, cada vez que se entrevistó con ella, lo que vio fue una persona centrada, buena. Mal le olía la ola de críticas y ataques por los medios. Claro que a él tampoco le gustaba lo de poner a los delincuentes en jaulas, por muy malos que fueran. Ni sabía por qué no le gustaba. Si alguien discutía con él, no sabía expresarlo. A la misma Eva Salvatierra no se lo había podido explicar. Ella le dio sus argumentos y aunque él los entendiera, en el fondo, fondo, no lo convencían. Pero agarrarse de eso para decir que la mujer no estaba capacitada para sustituir a la Sansón, era pasarse de moralista o de vivo, no sabía cuál.
Sonó sus campanas. Un hombre gordo y alto le compró un raspado de piña, después pasó una señora con una niña y le compró uno de frambuesa. ¡Qué raro que no saliera la Chelita!, pensó. A esa hora siempre salía a darse su estiradita, a fumarse un cigarrillo y comerse su raspado. Era la enfermera de los cuidados intensivos. Ella le había contado de la muchacha extraña -clienta de él también- que se alternaba con el novio de la Presidenta, noche y día. Juana de Arco se llamaba. Siempre andaba vestida de negro, con el pelo corto engomado para mantenerlo parado en punta. Llegaba en moto y salía a bañarse, a cambiarse de ropa, porque en la tarde regresaba. A esa hora compraba su raspado. El primer día lo quedó viendo extraño. Usted estaba en la plaza cuando hirieron a la Presidenta, ¿no es cierto?, le preguntó. Él le contó cómo se había brincado desde su carrito cuando vio que ella caía para atrás. Y ella le echó una gran sonrisa. Sin saber por qué él le tuvo lástima. Era bien jovencita, pero trataba de hacerse la mujer vieja, madura. Quería aparentar que era supercontrolada.
Un chavalo pasó a su lado y le puso una papeleta en la mano. La leyó:
Hombres de Faguas
ya es hora que las mujeres buelvan a sus casas
no nos dejemos mangonear más
todos a la manifestación de hombres libres
Hoy a las 6 pm
Punto de reunión: Glorieta de la Independencia
¡Hombre amigo!, pensó. ¡Qué país este para nunca estarse quieto! La Chelita no salió. Preguntó por ella a varias de las enfermeras pero nadie le dio razón de su paradero. A mediodía se regresó a su casa a almorzar, dormir la siesta en su hamaca y esperar que dieran las cinco y media para ir a vender a la manifestación.
Flotaciones
Viviana Sansón flotó entre las repisas como los astronautas en la estación espacial. No tenía noción de cuándo se había percatado de que podía flotar a voluntad. ¿Quizás cuando vio las cigarras y las flores de palma? Lo cierto era que el galerón ya no le parecía tan oscuro como antes. Podría haber jurado que se empequeñecía y que una mano oculta y desconocida abría tragaluces en el zinc, dejando entrar delgados hilos de luz que, súbitamente, sumían el entorno en un aire blanquecino color de niebla. Está turbio el aire, pensó. De las repisas miró alzarse lentamente objetos irreconocibles. Flotaban a su lado como tentándola a que los reconociera, pero sintió que perdía el interés por recordar. Otras cosas sí le evocaron retazos de vida, como los materiales de campaña del pie: las cajas de pastillas contra el dolor de cabeza, las bolsas de pañales donde pusieron pegatinas y los test de embarazo rotulados con su eslogan.
Vio pasar escenas de su campaña: las reuniones en los pequeños pueblos con las matronas entalcadas y acicaladas que del delantal se sacaban los rollos de billetes para contribuir con su "ganancia". Las chavalas que la miraban, que imitaban su ropa apretada, sus escotes y sus botas, y cantaban la canción que el rockero más guapo de América Latina, Perrozompopo, había escrito para ella:.
Si querés cambiar
Empezá a caminar
Paso a paso, pie con pie
Vamos p'alante
No lo dude usté
Viviana te convida
Te convida a la vida
Paso a paso, pie con pie
Vamos p'alante,
no lo dude usté
Vio la bandera blanca con el pie de las uñas rojas ondeando en manos de las multitudes, ahora en cámara lenta, ahora en cámara rápida como esas películas antiguas.
La invadió una sensación de burbujas efervescentes, de sangre danzándole en el cuerpo. Extendió los brazos, sintió una corriente fresca bajo su espalda sosteniéndola, meciéndola, se acurrucó pensando que era su madre de nuevo, que era pequeña y que encontraría en el pecho maternal el sonido del corazón latiéndole al oído.
Volvió a extenderse cuan larga era; qué divertido ser ingrávida, dejarse ir en el remolino de brisa suave y templada que la envolvía. Abrió los ojos un instante, vio el techo de zinc brillando sobre su cabeza, las vigas de madera, las lámparas meciéndose y sacudiéndose como si estuvieran vivas. Se preguntó si temblaba la tierra y ella no se enteraba por estar flotando. Vio paredes disolverse. Su cuerpo giró. Vislumbró el rostro de Principito de Sebastián, mirándola con ojos de nostalgia, vio la puerta por la que ella deseaba escapar acercándose a gran velocidad y cruzó el dintel encendido.
La revuelta
Mientras leía una serie de documentos, sentada en la silla del despacho presidencial que ocupaba hacía una semana, Eva Salvatierra escuchó un ruido de vidrios rotos. Levantó la cabeza y se dio cuenta de que la luz de la tarde daba paso a la noche. Se puso de pie para asomarse por la ventana, cuando Viola, su secretaria, entró seguida por dos policías de la seguridad personal.
– Venga, Presidenta, tenemos que sacarla de aquí, hay un tumulto afuera y están apedreando las ventanas.
Eva las miró desde el escritorio. Se apartó una mecha de pelo rojizo de la cara.
– Venga, Presidenta, por favor -dijo la más corpulenta de las policías, acercándose y tomándola del brazo.
Eva quitó la mano de la policía, molesta. La muchacha, asustada, dio un paso atrás.
– No puede ser tan malo -dijo Eva, mirándolas con reproche. A veces cuando alguien inesperadamente le ponía la mano encima reaccionaba así. Respiró hondo. Se puso de pie y echó la mirada sobre la ventana.
– No son muchos -dijo la joven policía, cohibida-, pero una pedrada con buena puntería…
– Usted, que es de mi seguridad personal, ¿no sabe que este despacho tiene vidrios blindados? -la miró Eva con dureza-. Es imposible que una pedrada haga más que ruido.
– Quebraron los vidrios de unos vehículos estacionados en la plaza.
– Esta no es la plaza.
Eva se asomó por la ventana. No eran muchos los hombres agrupados afuera, las caras cubiertas con pasamontañas, tirando piedras y lanzando bombas caseras.
Una línea de policías estaba formada frente a la Presidencial.
– Comuníqueme con la jefa de la Policía -dijo, con autoridad, indicando el walkie-talkie de su jefa de seguridad.
Un instante después hablaba con ella. La Comisionada le pedía disculpas.
– ¿Que la disculpe? Hay una situación tensa, ¿y a usted no se le ocurre reforzar la Presidencial?
No pretendía justificarse, dijo la voz por el walkie-talkie, pero solo habían movilizado patrullas a cubrir la concentración de los Hombres Libres en la Avenida de la Universidad. Mandaría a las unidades antimotines de inmediato.
– Hay que desalojar a esta gente -dijo Eva-. Con mangueras, tasers, lacrimógenas; lo que sea necesario sin llegar a más. Los recogen, los fichan y los sueltan -ordenó.