Le besé la frente, le apreté la mano. Ella me devolvió el apretón. Tenuemente, pero sentí sus dedos enroscarse en los míos. Esperé un rato. No llamé a nadie. Quería ese momento para mí. Era mío; mi recompensa por no dudar que ella regresaría. Sus ojos se movieron. Miró el techo, las ventanas.
Y entonces me atreví a preguntar.
– Sabes quién soy? -musité, temerosa, mirándola a los ojos, dejando que me viera.
– Perfectamente -me dijo.
Perfectamente.
No dijo sí, ni asintió con la cabeza. Dijo esa palabra larga, enredada, enredadísima: perfectamente.
– ¿Quién soy? -le pregunté.
– Juana de Arco -me respondió ronca, la voz pastosa, apenas audible.
Yo sé que no tendría que haberme puesto a llorar, pero qué quieren que les diga; los lagrimones los sentí brotar como si mi cerebro hubiese estado lleno de charcos y pozas esperando vaciarse. Allí a su lado, sentada junto a la cama, me tapé la cara con las manos y sollocé con toda mi alma; dejé escapar la angustia de los dos meses de velarla y lloré sobre todo porque me invadió la plenitud de una felicidad que hasta entonces no conocía, la plenitud de un amor profundo por esa mujer, porque al recuperarla me recuperé a mí misma, porque ella no solo supo quién era yo, dijo que lo sabía Perfectamente. Y eso era más que bueno, era un jubileo, una celebración, una fiesta.
Llamé a los médicos, a Celeste, a Emir, a Martina, Rebeca, Eva e Ifigenia.
En poco tiempo la habitación se llenó de máquinas y doctores. Nos pidieron que esperáramos fuera. En el pasillo nos aglomeramos, abrazándonos, llorando. Era una escena de locura. Emir llamó de nuevo. Tomaría el primer avión, dijo.
Dionisio y el complot
Al salir del despacho de Eva Salvatierra, José de la Aritmética recordó el revuelo en su casa cuando se supo que la policía había citado a Dionisio a declarar.
– A tiempo lo dejó la Ernestina -había dicho él, sin poder evitar que el aleteo de una sospecha incómoda se le posara en el hombro.
– Hace un mes exacto. Como que se lo olía -dijo Mercedes.
Se fue directamente a buscar a la Ernestina. Vivía con la mamá desde que dejó al Dionisio, a unos cuarenta y cinco minutos de camino. Tantos años lo aguantó, pensó, doce, y mira que dejarlo con las completas, justo antes del atentado contra la Presidenta. Se preguntó si la Ernestina sabría algo. Igual que Eva, él también pensaba que alguien más estaba detrás del atentado. Nadie lo iba a convencer a él de que no había gato encerrado en el asunto. Gato no come gato, se dijo.
Él jamás se tragó a Dionisio. Se lo cantó claro a la Ernestina desde que la vio deslumbrada como venado lampareado por el mentado novio. Era zalamero y se las daba de fino y le encantaba contar cuentos de chofer elegante, de los lugares donde iba con sus jefes al extranjero. Volvía con regalos para la Ernestina: ropa y aretes y esas cosas que le encantan a las mujeres. Y la llevaba a los "naiclubs" porque era parrandero y le encantaba tomar. Pero solo los fines de semana, decía ella y lo defendía: nada malo tenía que el hombre fuera alegre. Bien merecido se tenía sus tragos porque era buen trabajador. No te fíes, Ernestina, le decía él. Y verdad que la desconfianza que él sentía era de puro olfato, de que se le ponía la piel eriza cuando lo veía inclinarse hacia la muchacha y decirle cosas al oído; es que los ojos y el cuerpo no le funcionaban parejos al hombre. Hacía los gestos correctos pero con la mirada calculaba cómo controlarle a ella alma, vida y corazón. Mercedes también le tenía resquemor. Querían a la Ernestina como otra hija porque la vieron crecer. Desde chiquita Azucena y ella fueron inseparables, las dos igual de vagas, malas alumnas, buenas en los deportes; Azucena gordita con la sorpresa perenne en la cara y la Ernestina flaca, larga, se le veía que iba a ser linda, tenía el color de ojos más amarillo que él viera en su vida. La amistad con Azucena, el cariño, todo se les había amargado desde que la Ernestina se casó. Empezó a llegar moreteada, con el labio partido, costras de sangre en la nariz, un diente menos. Se refugiaba donde ellos, juraba que iba a dejar a Dionisio, pero volvía una y otra vez porque decía que él le lloraba, le juraba. Apenas llegaron los hijos, él supo que ella ya no tenía remedio. Si hubiera estudiado habría podido trabajar, pero nada sabía hacer la Ernestina. Por lo menos Azucena sí que sacó partido de su físico atlético metiéndose a policía. Con el tiempo, ver llegar a la Ernestina golpeada se volvió cosa de cada dos, tres meses. Ni embarazada le dejó de pegar el tal Dionisio y después le prohibió ir donde ellos, que los visitara. Él pasaba todas las tardes vendiendo raspado por la casa de ella para por lo menos enterarse cómo estaba, y se preocupaba porque los cuentos de la Ernestina iban de mal en peor. El hombre la torturaba, le dijo una vez. Agarraba hielo y se lo pegaba al cuerpo hasta que la quemaba. Se lo contó a Azucena y llegó la policía, lo llevó detenido, pero fue peor. La Ernestina lo fue a sacar y él se ensañó más contra ella. Toda la belleza se le acabó. Fue triste ver cómo se fue arruinando, se la pasaba lavando ropa, desarreglada, mechuda, cada vez más flaca y ojerosa.
Lo único que la alegró, cosa que a él le llamó la atención, fue la campaña del pie; se acercaban las mujeres a su casa y ella les hablaba primero desde el jardín, pero después las invitó a entrar, reaccionó. Ya para entonces el Dionisio le había hecho un corte profundo en la mano con una navaja, a raíz del cual la Ernestina se fue donde su mamá y por primera vez se le paró a él en serio. Compungido, Dionisio juró enmendarse. Ingresó a la secta "No llores más". Tuvo su gran conversión religiosa: hablaba en lenguas, oraba a gritos y leía la Biblia que siempre cargaba bajo el brazo -sobaco de santo, le decía él para sus adentros-. Lo mejor fue que dejó de beber. La Ernestina volvió con él. Aseguraba que él era otro. Pero cuando la campaña electoral entró en pleno y la Ernestina dijo que iba a votar por el pie, se armó Troya otra vez. Esas mujeres eran pecadoras, comehombres, pervertidas, solo querían acabar con la religión y las buenas costumbres, eran satánicas, perjuraba el Dionisio. Un día que Azucena apareció vestida con una camiseta del pie, José bien lo recordaba, la sacó con improperios de su casa. Al fin no se supo si Ernestina logró votar, pero las cosas parecían estar mejor porque la Ernestina se apuntó para cuidar niños en la guardería de la cuadra. Las mujeres de cada cuadra que iban a trabajar elegían una "madre voluntaria" entre las que se quedaban en la casa, y le dejaban los chavalos. El Estado les facilitaba un estipendio para habilitar dentro de las casa un espacio para los niños. Les suplían de comida y juguetes y pagaban un salario modesto para el o la que se encargaba, porque decían que la maternidad era cuestión de vocación no de sexo y que bien podía haber hombres que hicieran de madres. Y así sucedió cuando pasaron la ley de subsidios a las "madres voluntarias". Se apuntaron hombres cesantes del Estado y nada mal hacían su papel, la verdad. A todos y todas los entrenaban y los supervisaban. El oficio era como cortado con tijera para la Ernestina. Le ayudaba a su vecina y compartían el sueldito. Lo que era trabajar, pensó José, a la Ernestina le había caído de perlas el trabajo, y el ambiente también, tenía que reconocerse. Para las mujeres como ella, tan atropelladas por los maridos, aquel gobierno sí que había sido un respiro, porque no perdonaban el maltrato. Bien lo sabía él por la Azucena, que trabajaba en las Unidades Especiales. Si era común antes que la misma esposa maltratada defendiera al marido cuando llegaba la policía, eso ya no funcionaba. No había protesta de la esposa que valiera. Se la llevaban a ella también. Los metían a los dos a unos centros especiales de reeducación; todo el día a oír charlas, a ver sicólogos, al final los hacían firmar un documento donde se comprometían a respetarse bajo pena, esta vez, de cárcel para el agresor, y si había reincidencia, los volvían a llevar a la reeducación y en fin, no los dejaban en paz. A las mujeres que decidían dejar al marido les ayudaban dándoles donde vivir hasta que encontraban trabajo, o las mandaban a los campos de cultivo de las flores a aprender el oficio y allí había colegios y guarderías lindas para los hijos. En eso habían sido muy buenas las eróticas, para qué negarlo. Él no entendía bien por qué costaba tanto reconocérselo a las mujeres. Nos arde a los hombres, pensó. Nos arde como chile reconocer que han hecho bien.