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Ojalá las eróticas no dejaran que les quitaran el poder así como así, pensó. La Eva pelirroja bien podía hacer el trabajo de la Sansón. Algo más que decir a su favor. En los partidos de antes nunca se veían los repuestos de los dirigentes; siempre eran los mismos; las mismas caras, los mismos nombres, hasta las mismas camisas usaban campaña, tras campaña.

Estaba llegando a la casa de la mamá de Ernestina. Era una casa muy decente en un barrio de construcciones idénticas, arregladas en hileras alrededor de un parque. Doña Vera había pasado años fuera del país trabajando como ama de llaves en Suiza. Con los realitos ahorrados ahora vivía bien. Siempre la recordaba como una mujer emprendedora. Él la conoció en un puesto de refrescos donde él iba casi a diario a matar la sed y a platicar con los habituales. Se hicieron amigos y así fue como Azucena y Ernestina trabaron la amistad infantil que aún perduraba.

Tocó la puerta y le abrió doña Vera. El abrazo que le dio olía a colonia y a lavanda, pero fue menos efusivo y ancho que de costumbre. Era evidente que estaba tensa y angustiada. En la cara hermosa y los ojos amarillos echaba raíces la preocupación. Aun así, para él fue claro que se alegraba de verlo.

Ernestina apareció al corto tiempo. Lo saludó afable. Se veía más lozana, más tranquila. ¿Qué lo trae por aquí? Hace rato que no lo vemos.

Él esperó a que doña Vera se levantara a hacer sus cosas y los dejara solos. Apenas desapareció, se puso serio. Paró la plática ligera.

Susurró.

– Ernestina, lo que vengo a pedirte es importante. Vos sabés lo que está pasando. Hay gente que quiere botar al gobierno, que está conspirando, y eso no nos conviene, ¿no te parece?

– ¿Quiénes, don José?

– Yo no sé. Y eso es lo que quisiera saber -la miró fijo.

Ella bajó los ojos.

– Yo creo que vos sabes algo que no has dicho; creo que por eso dejaste a Dionisio, porque sabías que él algo se tenía entre manos.

Ernestina se levantó.

– ¿No quiere tomarse un fresco?

– Vení para acá, sentáte. No te molestes -dijo, controlándose la urgencia para no asustarla.

Ella volvió a sentarse. Se mordió una uña.

– ¿Sabe cómo está la Presidenta?

– Sigue mal, sigue en coma.

– ¿Y a usted le gusta esa otra que pusieron?

– Sí. La conocí. Es buena persona. Ernestina, si vos sabes algo, te rogaría que me lo dijeras. Nadie va a saber que vos lo dijiste. Te lo juro por lo más sagrado. Vos sabes cómo te quiero yo.

– Sí, sí, yo sé -dijo ella, bajando la cabeza, mirándose la falda. Lo miró de pronto-. Es que me da miedo. Son gente mala.

– Me imagino que sí -sonrió José de la Aritmética-. Por eso mismo. Acordáte que uno no solo peca por hacer sino por no hacer lo que debe.

Fue largo el proceso de convencer a Ernestina de que hablar no la pondría en peligro. José de la Aritmética se armó de paciencia. Cenó en la casa porque doña Vera los interrumpió con la cena. Se quedó después que la señora se fue a acostar. La Ernestina se veía cansada pero no soltaba nada concreto, solo insinuaciones, temores. A medianoche, como la Cenicienta pero sin perder el zapato, al fin le habló de Jiménez. El que fue Magistrado, le dijo. El chofer de ese señor llegó varias veces a buscar a Dionisio.

– Hasta empezó a enamorarme a mí -añadió-. Por eso me di cuenta de quién era el jefe, los negocios que tenía. El chofer me decía que buscaban a Dionisio para darle trabajo, pero el trabajo jamás se concretó. El hombre ese hablaba con un veneno cuando mencionaba al pie, que a mí me daba repelo. Dionisio salió con él varias noches. Después de eso empezó con sus cuentos de que veía a la Virgen. A mí no me gustó eso. Me parecía que a propósito se estaba haciendo el loco. El día que encontré la pistola escondida detrás de una leña, por pura casualidad, fue cuando pensé que mejor me iba. Tuve el presentimiento. Me dio miedo por mis hijos.

– ¿Dionisio sabe que encontraste la pistola?

– No, don José. Yo no soy tonta. No le dije nada. Ni la toqué. Para mí solo verla fue suficiente.

– Ahora vamos a hacer una cosa. Te vas a quedar aquí. No salgás ni mandés a los chavalos a la escuela.

– ¿Se fija? ¿Se fija por qué no quería decirle? -gimió Ernestina.

Él la tomó del brazo.

– Te juro por mi madre y mi padre que están en los cielos que nada malo te va a pasar. Es una precaución nada más. Solo por hoy. Ni abrás la puerta, ni contestes el teléfono. Si haces todo eso, no vas a correr peligro. Yo te aviso cuando se aclare este entuerto, ¿de acuerdo?

Ernestina asintió con la cabeza.

Justicia

José de la Aritmética salió de la casa de doña Vera de madrugada. Dejó allí el carrito de raspado. Llegó a la esquina y paró un taxi. Eva le había dado la dirección de su casa. Si lograba información en su reunión con Ernestina, le dijo, debía buscarla a la hora que fuera.

Nunca en su vida de vendedor ambulante había sentido la mezcla de sentimientos que le bailaban en ese momento entre pecho y espalda. Tenía miedo pero también orgullo. Si por ratos se sentía la viva encarnación de Sherlock Holmes o James Bond, disfrazados de pobre, por otros quería esconderse o ir a zambullirse en el pecho acogedor de Mercedes. ¿Qué he hecho, Dios mío? Me voy a meter con la mafia más corrupta y desalmada de este país. Voy a poner en riesgo a mi familia, a la Ernestina. Virgen del Perpetuo Socorro, ayúdame, San Cristóbal, vos que me has protegido en el tráfico, no me abandones, San Pascualito Bailón, musitaba, súbitamente tiritando de frío, castañeteando los dientes.

– Se ve que usted no madruga, amigo -le dijo el taxista-. Así son de frías las madrugadas.

– Tiene raaaazzzooón -dijo-. No mmmmadddruggo por lo ggeneral.

Se bajó en la esquina de la casa de Eva. No quería que el taxista supiera adónde iba.

Entre las vueltas que dieron las guardas para decidir que José de la Aritmética no era un desquiciado y aceptar que debían despertar a la jefa, pasó más de media hora. Afortunadamente llamaron a la capitana García y ella autorizó que lo dejaran pasar y se encargó de sacar a Eva del sueño.

Ella lo recibió vestida con una sudadera, en chinelas. Le ofreció café, le prestó una chaqueta. Él no quiso decir nada hasta que no entraron al despacho de la casa. Allí, a puertas cerradas, le dijo cuanto sabía.

Eva se despabiló en un dos por tres. En menos de quince minutos convocó a las oficiales. La casa se llenó de gente, pero él continuó metido en el despacho, escuchando solamente el ruido de los pasos, el arribo de los carros.

Eva salió a cambiarse. Tardó en regresar. José empezaba a quedarse dormido cuando ella entró de nuevo a la oficina.

– Don José, vamos a montar un operativo ahora mismo para atrapar a esta gente.

El mérito que tiene usted es inconmensurable y no tengo cómo agradecérselo en nombre de la Presidenta, del pie, de Faguas -le dijo-. Lo vamos a premiar como se merece, pero por el momento quiero que sepa, aunque le pido que no lo diga a nadie aún, que la presidenta Viviana salió del coma anoche y que los médicos piensan que se recuperará totalmente.