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La cara delgada, envejecida prematuramente por el sol, la cara buena de José de la Aritmética se distendió en una gran sonrisa. Se llevó las manos a la boca como un niño excitado, y se rió. Gracias a Dios, gracias a Dios, qué buena noticia, qué gran noticia.

– ¿Ya no va a ser presidenta usted, pues?

– Creo que no, don José, espero que no. Si le soy franca, prefiero mi trabajo.

Tenía que marcharse, le dijo, pero encargaría a la capitana García de que lo instalara en una habitación, con un televisor en color y películas para que pasara el día descansando. Podía llamar a su casa, pero ella prefería que no saliera a la calle.

– Lo mismo le recomendé a la Ernestina.

– Bien hecho -dijo ella-. Yo creo que usted va a dejar de vender raspado y se va a venir a trabajar conmigo -le guiñó un ojo y salió.

No estaría mal. Nada mal, pensó José, riéndose solo. Yo creo que me metí a vender raspado para andar de curioso, pensó, seguro eso de ser detective lo llevo en la sangre.

Con miedo de cerrar los ojos

La deslumbró el resplandor. Poco a poco, sin embargo, Viviana reconoció la luz, la vio como si fuera la primera vez, sus ojos fijos en las partículas de polvo flotando en los rayos que entraban por la ventana. Qué fluida era, pensó, cómo lo inundaba todo como un aire encendido. Se sintió pesada, un barco encallado suspendido en la claridad. Oyó el bip bip de las máquinas, percibió su cuerpo doliente, horadado, la sonda en la nariz, el brazo con la línea del suero, la molestia en la uretra. Permaneció inmóvil con los ojos abiertos mucho rato. Estoy en el hospital. Crucé la puerta. No estoy muerta. Lentamente, a cuenta gotas, reconoció su conciencia. Le pareció oír, como si se tratara de una máquina puesta a funcionar por un invisible mecanismo, el chirriar de su ser reacomodándose en su interior, echando a andar los engranajes, reconociéndose. Soy Viviana Sansón, tengo cuarenta años. ¿Y si no era cierto? ¿Quién era ella si eso no era cierto?

Empezaba a angustiarse cuando vio la cara de Juana de Arco asomada a sus ojos.

– Bienvenida -escuchó-. ¿Sabes quién soy?

Lo sabía perfectamente. Contestó y no oyó su respuesta. Lo intentó de nuevo.

Después llegaron los médicos. Las pruebas. Martina, Celeste, Eva, Ifigenia, Rebeca. Las nombró una a una, con inmenso alivio. ¿Qué habré olvidado? ¿Cuánto de mí se ha perdido?

La llevaron en camilla por el pasillo. La insertaron en la máquina blanca, la cápsula espacial. Otra vez el pasillo. Estaba muy cansada. Quería dormir, pero le daba miedo cerrar los ojos, que desapareciera la gente que quería, tan contentos todos de verla, como que hubiese llegado de un largo viaje.

Se aferró a la mano de Celeste. Los médicos querían que apretara las manos, que moviera los pies. Sentía el derecho, el izquierdo apenas.

– Doctor, no me deje dormir -pidió-. Tengo mucho sueño.

– Haga un esfuerzo por estar despierta un rato más -dijo el médico.

– Martina -oyó-, Martina, vení contále cosas. Ayudá a que no se duerma.

Martina le habló de Emir. Estaba en camino, le dijo. ¿Sabes quién es, verdad?

Viviana asintió con una sonrisa. Hombre, dijo Martina, yo que tenía la esperanza de que te despertaras lesbiana, se rió, pero sos hetero perdida, no hay caso.

– Faguas -dijo Viviana-. Hablame de Faguas.

Martina la puso al tanto tan sencillamente como pudo de los acuerdos económicos con la Comunidad Europea, problemas con las lluvias en la región atlántica del país, pero se extendió cuanto pudo en asuntos livianos.

– ¿Quién está gobernando? -preguntó Viviana. -Eva, Eva está gobernando.

Viviana cerró los ojos. El sueño entonces la venció.

La renuncia

La población de Faguas fue informada del retorno de Viviana Sansón a los pocos días de que ella salió de su estado de coma. Lo que nadie esperaba, ni sus colegas del pie, ni Emir o Celeste, fue que ella decidiera renunciar como Presidenta del país.

– ¿Estás loca, mujer? -Martina era la más opuesta. Se controlaba para no gritar, pero apenas lo lograba. Daba vueltas en la habitación de la casa de Viviana como fiera enjaulada.

– No estoy loca Martina. Es una decisión irrevocable.

– Creo que debemos dejar pasar unos días -dijo Eva, intentando conciliar-. No sabes Viviana la que se nos ha armado con mi nombramiento. Si vos renuncias, la oposición seguramente demandará nuevas elecciones.

– No veo nada malo en eso -dijo Viviana-. No dudo que las ganaremos.

– Vamos a ver -dijo Emir-. Tratemos de razonar. Lo vería lógico si tuvieras algún impedimento físico, pero los médicos dicen que en dos o tres meses estarás otra vez caminando sin cojear. Y tu mente está perfectamente bien.

– Faguas no debe tener una Presidenta a medias -dijo Viviana-. Dije ya que es una decisión irrevocable.

– Si no hay problemas, hay que crearlos… -sentenció Rebeca.

– Ifi, convoca a una comparecencia mía por televisión -dijo Viviana-. Mañana mismo.

José de la Aritmética estaba almorzando, mirando las noticias, contento como pocas veces. Dionisio, los Montero, Jiménez y otra serie de personajes serían enjuiciados. En un operativo sincronizado, Eva logró capturarlos. A Jiménez lo bajaron de su avión privado, listo para despegar en el aeropuerto. Algún soplón lo había puesto sobre aviso. La misma Eva, pelirroja, poseída por los mil demonios de su ánimo justiciero, entró a toda velocidad con su jeep a la pista y se parqueó justo frente al avión, impidiendo que se moviera. Pistola en mano, encaramada sobre la tapa del jeep, ella obligó al piloto a abrir la escotilla y a sacar a Jiménez a la escalera. Lo saca o destruyo el avión y se van todos ustedes en una bola de fuego al mismo infierno, lo amenazó.

Los facinerosos estaban ya bajo llave. A Ernestina y los hijos los tenían recluidos en una casa para protegerlos. Ella había aceptado testificar.

José esperaba que, en cualquier momento, Eva lo llamara para darle su primera misión como detective oficial, ahora que los hombres estaban siendo considerados de nuevo para trabajar en el Estado.

Casi bota el tenedor cuando vio aparecer la cara de Viviana Sansón en la pantalla. Delgada, con apenas un asomo de rizos sobre la cabeza (hasta pelona se ve guapa, pensó José), saludaba a su pueblo, les agradecía la solidaridad, las flores. Era un discurso conmovedor que, de pronto, lo dejó a él pasmado. No puede ser, pensó. Quiero decirles que tras meditarlo mucho, he decidido renunciar, dijo. Mi recuperación tomará tiempo. Ustedes ya han esperado bastante. Se merecen una mandataria con plenos poderes físicos y mentales.

Mercedes, que se había arrimado a ver el discurso, se tapó la boca con las manos.

– ¡Ay Dios mío! Tan alegres que estábamos y ahora esto.

Puede decirse que por un minuto, mientras la gente absorbía la noticia, hubo un gran silencio sobre Faguas.

Pero dejar de ser Presidenta no estaba en el destino de Viviana Sansón.

Esa misma tarde, como si un invisible flautista de Hamelin hubiese sonado su encantada melodía, mujeres, hombres, jóvenes, viejos, empezaron a caminar hacia la Presidencial. En silencio, miles y miles de personas se aglomeraron bajo el balcón del despacho oval. No llevaban mantas ni pancartas. No gritaban consignas, simplemente llegaban y se quedaban de pie. Martina llamó a Emir.

Él le pidió que no dijera nada a Viviana. Había que esperar, dijo, controlando la emoción que la noticia le produjo, inquieto por ir a ver con sus propios ojos aquel gesto portentoso.

Hacia las seis del la tarde, dejó a Viviana con Celeste y salió. Del balcón del despacho, junto a Juana de Arco que, por fin, se comportaba como la joven que era batiendo palmas y en un estado de euforia incontrolable, vio las avenidas hasta donde le daba la mirada, repletas de gente. En la plaza la multitud había invadido cuanto espacio había disponible: el parque vecino, los edificios aledaños. La radio reportaba que de las poblaciones del interior iba caminando la gente hacia la ciudad.