Cruzó el estar familiar que dispusieron como sala de conferencias, miró los afiches del partido en las paredes y entró a la reunión. En el mapa de Faguas extendido sobre el pizarrón, Juana de Arco, su asistente, colocaba pinchos de colores, mientras ella, Martina, Eva, Rebeca e Ifigenia tomaban turnos discutiendo la ruta de la gira electoral. Los datos del último censo indicaban los núcleos con mayor población, pero ellas se habían propuesto visitar los remotos caseríos, llegar donde nadie más llegaría.
– To go where no man has gone before -dijo Martina-, como en Star Trek.
– Mi mamá era fanática de ese programa: Rumbo a las estrellas -dijo Eva, tarareando el tema musical.
¿Cómo era que estaba en su cuerpo de entonces y también fuera, mirándolas?, se preguntó Viviana, y extendió la mano, atravesando la blusa de Martina. Veo un recuerdo, se dijo, lo veo como una proyección. Veo mi propia imagen, pero es solo mi memoria. Pensó que no podía hacer otra cosa más que fundirse con su pasado, volver a vivirlo.
Se estaban riendo cuando oyeron un sonido de terremoto ascendiendo desde las plantas de sus pies. Se envararon al unísono, listas a enfilarse hacia la puerta para correr escaleras abajo. Viviana sintió el golpe de adrenalina por el miedo animal que le inspiraban los temblores.
– Nada se ha movido -dijo Ifigenia-. Sonó como temblor, pero nada se ha movido.
Viviana miró su reloj: las tres y diez de la tarde.
– Temblor auditivo -dijo, respirando, pretendiendo una calma que no sentía-. Extraño, pero sigamos.
Juana de Arco volvió con sus tachuelas, empezó con el dónde, cómo, con quién y para qué de cada visita. Minutos después, la tierra rugió de nuevo, pero esta vez la mesa, las sillas, la casa entera se sacudió como poseída por un violento escalofrío. No salieron corriendo. Se miraron. Martina la tomó de la mano. Se la apretó fuerte. Una de las muchachas del personal de apoyo entró demudada. ¿Sintieron el temblor?, preguntó, como si no pudiese creer que ellas siguieran allí tan campantes.
– Calma -señaló Viviana gesticulando para apaciguarla, a pesar de que oía como retumbos los latidos de su corazón en los oídos-. No corran, caminen.
Eva subió a su oficina a traer la radio esperando escuchar alguna comunicación de la oficina de geología que manejaba la red sismológica. Ifigenia tomó su tableta portátil y dijo que lo miraría en Internet.
– Es el volcán Mitre -dijo Ifi.
Eva entró con la radio encendida. Pasaban un comunicado informando a la población de que se reportaban retumbos y una columna de humo negro desde sitios vecinos al volcán. Viviana dijo que mejor guardaban los papeles. Era inútil que siguieran la reunión. Pensó en Celeste, en Consuelo. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, Ifigenia, ella y Rebeca abrieron sus celulares. Las tres tenían hijas, hijos.
Los altos picos de Faguas no contaban con un Principito que los deshollinara periódicamente como hacía este con los pequeños volcanes de su país; se limpiaban solos escupiendo lava y cenizas. El volcán Mitre era un hermosísimo ejemplar que por siglos había vigilado como un alto y cónico paquidermo la ciudad. El volcán era fuente de leyendas en Faguas. Los cronistas de Indias dieron cuenta de la huída de los colonos españoles de los primeros asentamientos en el siglo xvi a consecuencia de la actividad del Mitre. Tras un éxodo desordenado en carretas y a caballo los colonizadores se instalaron en la orilla de la laguna y allí establecieron la capital del país. No fueron muy lejos. De la ciudad que fundaron, y que aún fungía como tal, se veía nítido el perfecto cono gris pintado aquí y allá de vetas rojizas. Cual alto vigía en el horizonte, el Mitre cazaba nubes, se las arrollaba a la garganta, lucía largas estolas rosas y púrpuras en el sol del atardecer.
Pero esa tarde el Mitre dejó su plácido rol de telón de fondo. Para demostrar que estaba vivito y coleando se llenó de venas rojas que lo surcaban desde el pico a las faldas y sopló de la boca del cráter a intervalos primero, como si aprendiera a respirar, y luego, como dragón medieval furioso, una densa nube oscura, cruzada aquí y allá por delgadas líneas de fuego. La radio empezó a emitir el característico pitido de emergencia. Un locutor histérico habló de evacuar las zonas más próximas y de procurarse refugio para la nube de gases. Como era usual en Faguas, ni él ni nadie explicó a qué tipo de refugio se refería.
Viviana se asomó a la ventana. El cielo encapotado empezaba rápidamente a oscurecerse. En menos de quince minutos el sol de las tres de la tarde se ocultó sin dejar rastro. Odiaba sentirse impotente, así que se puso en movimiento.
– Cerremos la oficina y se vienen todas conmigo a mi casa -ordenó, tensa.
Ella vivía sobre la sierra, en la zona alta. Era lógico pensar que estarían más seguras allí que en el valle de la ciudad. Había arreglado con su madre que recogiera a Celeste en la escuela.
A excepción de Ifi y Rebeca que partieron a sus hogares, a reunirse con hijos y maridos, las demás montaron nerviosas en sus vehículos y salieron tras ella. Encontraron largas filas de tráfico moviéndose lentas para salir de la ciudad. Cuando al fin arribaron a la casa, entraron apresuradas. Viviana abrazó a Celeste y a su madre. La oscuridad era densa y espesa y un olor a azufre permeaba el ambiente. Se sacudieron del pelo la ceniza, que como una nieve gris y volátil iba cubriendo los tejados, las carrocerías de los coches y la superficie de las calles.
Tres días duró la noche que empezó esa tarde y tres días estuvo el país entero hundido en la negrura de un hollín malsano cuyos gases, si bien no mataron a nadie, obligaron a la gente a encerrarse en las casas y hervir grandes porras de agua para humedecer el ambiente y lavar de alguna manera las vías respiratorias y los pulmones.
En la sala, dormitorio y estudio de su casa, sobre sofás y mantas, ella acomodó a Eva, Martina, Juana de Arco y las otras muchachas de la oficina. Hubo que preparar comidas, distraer a Celeste y preocuparse por los alcances del inesperado cataclismo. Rebeca e Ifigenia se reportaron sanas y salvas desde sus casas. No quedaba otra cosa más que esperar. Esperar y estar prendidas a la radio, a la televisión. Desde su cuarto, Viviana veía el volcán. Hasta entonces lo había considerado hermoso, parte de un paisaje plácido cuya contemplación alegraba sus atardeceres. Era quizás más hermoso ahora en su furia, pensó, revelando su identidad de caldera, escupiendo destellos de fuego líquido que refulgían en medio de la noche. En qué mala hora, sin embargo, se le había ocurrido despertar. Curiosamente no era el miedo sino la impaciencia la que la consumía. En manos del volcán estaba su carrera política. Se sintió egoísta, absurda, por preocuparse de si no sería aquel el fin de su campaña o un mal pronóstico. No seamos pesimistas, dijo Martina, quien se había dedicado a consolar a Juana de Arco. La muchacha había entrado en un silencio mudo que nadie podía penetrar. Le sucedía a veces, pero Martina tenía su manera de calmarla. La trataba como niña y ella se dejaba, fumando sin parar.
Eva, que era de una calma asombrosa, ayudaba a Consuelo a cocinar, a hervir agua.
Al cuarto día, la humareda empezó a ceder y el color de la columna cambió a gris, a cafezusco y luego a blanco. El cielo empezó a aclararse. La cordura retornó a la voz de los histéricos periodistas. Afortunadamente el volcán no había perdido los estribos; su erupción, además de la densa oscuridad, produjo un derrame de lava que se circunscribió al destrozo de cultivos y caseríos vecinos. Aunque el evento quedó registrado en el habla popular como "la explosión del Mitre", no hubo tal; la integridad de las grandes ciudades no fue afectada. Al ver en los reportajes televisivos el recuento de los daños, las imágenes de la pobre gente llevada como ganado a refugios de champas de plástico negro, Viviana reaccionó. Alistémonos para ir a los campos de refugiados, dijo. Empacaron agua, provisiones, mantas que colectaron de amigos y vecinos. El estado mayor del pie visitó las comarcas cercanas al volcán. Bajo un sol inclemente, en terrenos baldíos, encontraron a la gente vagando sin rumbo entre las infernales tiendas que, conociendo al gobierno de Faguas, serían sus casas por largo tiempo. Las grandes polvaredas que ráfagas de viento recogían de la tierra seca irritaban los pulmones. Niños, hombres y mujeres, en medio de accesos de tos, se consolaban y ayudaban entre ellos, sus caras y sus cuerpos hasta las pestañas tiznados de una mezcla de cenizas y polvo que los hacía parecer zombis. Apenas tenían que comer. No había agua potable. Una pipa llegaba por la mañana y la gente se alineaba en grandes filas a recogerla en baldes para suplir sus necesidades. Cundían las enfermedades gástricas y la desesperación.