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Era la locura. Una locura colectiva. Para colmo de males, la oposición, asustada por el arrastre demostrado por las féminas en la campaña electoral, se quiso pasar de viva y puso a sus más destacadas mujeres a encabezar las listas de candidatos para las diputaciones. La Asamblea completa quedó así compuesta por mujeres. Bien se lo advirtió ella a su marido: aquello resultaría en un suicidio político. Sucedió tal como lo vaticinó: Viviana engavilló a la mayoría de las diputadas, las convenció de su "misión histórica" y logró que las parlamentarias la secundaran, que le dieran el tal voto de confianza que le pidió a todo el país cuando dijo el tristemente célebre discurso con que intentó justificar el exilio del Estado de los hombres y más tarde la reforma de la Constitución.

En su carro, mirando a través de los vidrios ahumados, su marido se sentiría, a esas horas, el Gran Mago exterminador del famoso "imperio del lirio", como llamaba Viviana a su gobierno. Le enfurecía que desconfiara de ella y no le dijera la verdad. No recordaría ya -porque así eran los hombres- que fue ella quien, durante meses, sembró en su conciencia el imperativo de tomar medidas drásticas. Que no le viniera ahora con historias. Había procedido exactamente como ella esperaba -no en balde llevaban veintiséis años de casados. Tan predecible su marido y tan experto en que nadie se enterara nunca de la verdad de las cosas. La gente especularía hasta el fin de los tiempos, abundarían las evidencias para incriminarlo, pero nadie podría probar nada. Emiliano no sería un gran político, pero era ciertamente un magnífico conspirador. En lo que a ella correspondía, su mayor logro era que él no se percatara de lo que ella también era capaz.

La noticia

José de la Aritmética despertó de madrugada de una noche inquieta de sueños complicados. Entró y salió del sueño varias veces hasta que los gritos de Mercedes lo sacaron de la modorra.

– José, vení, la Presidenta está viva. Lo están anunciando en la tele.

Saltó de la cama en calzoncillos. En la televisión Ifigenia Porta, la Ministra de Información, estaba de pie al lado del médico que leía el reporte sobre la situación de la Presidenta.

"La presidenta Viviana Sansón sufrió dos heridas por proyectil de arma de fuego. Los proyectiles, disparados a media distancia, afectaron el cráneo y el abdomen. A su arribo al Hospital de Salud Integral, fue llevada de inmediato al quirófano. En la cavidad abdominal se identificó una herida perforante de arma de fuego que causó una grave laceración del bazo, por lo que hubo que practicarle una esplenectomía, o sea una extracción urgente de este órgano. El segundo proyectil causó laceración del cuero cabelludo y atravesó el hueso frontal del cráneo, alojándose en la zona occipital. El impacto causó un coágulo que fue removido exitosamente. Para evitar la descomprensión de la masa encefálica se le practicó una craneotomía. La paciente se encuentra en la. Unidad de Cuidados Intensivos en estado de coma, con ventilación asistida y soporte completo. Dado que el proyectil no afectó directamente la masa cerebral, existe la posibilidad de que la Presidenta recupere sus facultades. Sin embargo, por el momento, su estado es crítico y su pronóstico incierto".

José escuchó en silencio. Cuando el médico terminó, Mercedes y él se miraron. Ella se persignó. Santo Dios, Santo Fuerte -dijo-. Bendito sea que no se murió.

– Me parece que está muerta en vida -dijo José de la Aritmética-. No me gusta eso de la coma. De la goma de las borracheras uno siempre se levanta. Hay que ver lo que hace una letra de diferencia -suspiró.

– Alegrémonos de que está viva, José; mientras hay vida, hay esperanza.

– Es verdad. Y me alegro. Te digo que ni yo mismo sabía cuánto cariño le había agarrado a esta Presidenta. Muy cierto que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.

No lo dijo, pero no lograba quitarse de la mente la expresión de Viviana cuando yacía en el suelo. Los ojos abiertos, asustados, la mano de ella aferrada a la manga de su camisa como si se estuviera hundiendo en un pozo.

– Alistame los siropes para irme. Voy a ir a ver si me gano el día.

– A andar de curioso es a lo que vas -dijo Mercedes-, como que no te conociera.

– Es mi trabajo -sonrió-. Ya me ascendieron.

Salió a la hielera donde guardaba los bloques de hielo, les echó agua para despegarlos y, con las pinzas en forma de tijeras curvas, alzó uno y lo dejó caer, con cuidado de no quebrarlo, dentro del carrito. Claro que era curioso, pensó, sonriendo por el comentario de Mercedes; ser curioso era estar vivo. Él no sería ilustrado, pero le encantaba observar a la gente. ¿A vos no te gustan las telenovelas pues?, le decía a Mercedes. Pues yo veo telenovelas en vivo, en la calle. Uno pasa con suficiente frecuencia por un lugar y se va enterando de la vida de la gente, agarra las señas de sus idas y venidas y ve cómo acaban las cosas. Él no era fisgón, pero preguntaba, y cuando uno sabía preguntar, averiguaba hasta más de lo que quería saber.

La mañana era fresca. No era buena hora para vender raspado, pero calculó que hacia mediodía, la hora del calor, estaría llegando cerca del hospital donde, según la televisión, había mucha gente aglomerada. Saludó a las parejitas de muchachos y muchachas escolares que iban bañaditos y limpios a tomar el autobús. Tendrían trece o catorce años, porque en el gobierno de las eróticas los niños se quedaban en las escuelitas de los barrios hasta los doce años. Aprendían a leer y a escribir y el resto del tiempo lo pasaban haciendo lo que más les gustara, cualquier asignatura. A saber cómo iba a resultar. Él había oído a la española que era la Ministra invitada de educación echándose un discurso sobre por qué ese método de autoeducación era lo más nuevo. Los mismos niños decidían lo que querían aprender y no sentían que los empujaban a hacer esto o lo otro. Los chavalos podían hasta regresar a sus casas para ayudar al papá o la mamá. Así decía la Ministra. Él recordaba las escuelas sin pupitres de su tiempo, el calor, el aburrimiento. Tenía diez años cuando su mamá se lo llevó a trabajar con ella. Con leer y escribir tuvo que conformarse. Lo demás se lo enseñó la vida. Pero sus hijas sí habían ido a la escuela. Y él se alegraba de haberlas mandado a pesar de la rebeldía de más de una de ellas. Azucena nunca fue buena estudiante, pero era atlética y por eso se hizo policía. Cada chavalo era un mundo y por eso quizás tenía razón la Ministra. Él siempre pensó que era demasiado tiempo el que pasaban en la escuela los niños, cuando en su casa había tantas necesidades. Ahora solo iban al colegio con formalidad de los doce a los dieciocho y era obligatorio mandarlos. Aparte de las asignaturas como gramática y ciencias, recibían clases de "maternidad", fueran hombres o mujeres. Los varones salían duchos en cambiar pañales, sacar erutos, chinear y cuidar cipotes. Les enseñaban que no tenían que pegarles a los hijos y un montón de cosas de esas de sicólogos. No era mala idea.

A él le gustaba el sistema de la Presidenta. Era distinto por lo menos. Allí en el barrio el gobierno les había ayudado pero también los puso a trabajar. Ellos mismos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, construyeron la escuela, las guarderías, el comedor comunal y rellenaron las calles con piedrín. A los que antes eran empleados públicos les venían bien esos trabajos para bajar las barrigas y además sentirse parte del resto. Los más letrados daban clases y alfabetizaban. En el barrio tenían meses, además, de no pagar por el agua porque la labor de limpieza en que se habían afanado bien que dio resultado y ganaron mes a mes los concursos que los premiaban con el servicio gratuito. Ahora los chavalos andaban con palos con un clavo en la punta recogiendo papeles. Las mamás los mandaban a hacer eso apenas llegaban de la escuela. Uno no se daba cuenta, pensó José sonando su campana, de la diferencia que hacía un lugar limpio hasta que lo tenía. La Presidenta había insistido tanto en aquello de la limpieza de las calles porque decía que la suciedad de afuera hacía más fácil vivir con la suciedad de adentro, la suciedad del alma que por tantos años les había hecho perder el norte de la honradez y no tener escrúpulos para aprovecharse del prójimo. Él nunca pensó que una cosa tuviera que ver con la otra, pero tenía que admitir que era cierto: ver las calles limpias y vivir en un barrio sin basura le cambiaba la mente a uno; hacía que dieran ganas de superarse, de vivir más bonito, de arreglar los andenes, las cunetas, los minúsculos jardines. Eso de creer que los hombres no tendrían nada que hacer si dejaban de trabajar en el Estado bien pronto se había disipado. Hilario, su amigo, que antes era policía, hasta le llegó a confesar que sin esa medida de la Presidenta, él jamás se habría percatado del gusto que le daba ver crecer a sus hijos de cerca. Ni se lo digas a nadie, pero es la pura verdad, le advirtió. A varios les pasaba. José se preguntaba si no les pasaría a más de los que se atrevían a admitirlo. Era incómodo, la verdad, aceptar que aquella revolución de las mujeres bien que daba frutos. No fuera a ser que se les subiera a la cabeza. Para él, que mandaran ellas no era el fin del mundo. Las mujeres tenían su gracia para hacer las cosas. Les costó a todos los machos verlo al principio, pero poco a poco el tal felicismo había ido pegando. Tal vez las eróticas hasta volvían a ganar si la Presidenta no mejoraba y había que elegir gobierno nuevo.