Elizabeth George
El Padre Ausente
Serie Lynley, 06
Traducción de Eduardo G. Murillo
Título originaclass="underline" Missing Joseph
© 1993, Susan Elizabeth George
Para Deborah
Todo lo he hecho por ti,
por ti, querida, hija mía,
quien ignorando lo que eres
no sabes nada de mí…
W. Shakespeare, La tempestad
AGRADECIMIENTOS
Estoy muy agradecida a muchas personas de Inglaterra que me ayudaron a reunir datos para este libro. En particular, a Patricia Crowther, autora de Lid off the Cauldron, que me invitó a su casa de Sheffield y me proporcionó la base para «El Arte de la Sabiduría»; al reverendo Brian Darbyshire, de la parroquia de San Andrés en Slaidburn, que me informó sobre las costumbres de la Iglesia anglicana y me permitió codearme con su congregación; a John King-Wilkinson, cuyo Dunnow Hall, abandonado por su familia, me sirvió de modelo para mi Cotes Hall; y a Tony Mott, mi maravilloso editor inglés, que nunca pierde la paciencia y quien, para este libro, me proporcionó de todo, desde un ejemplar de Mists over Pendle hasta el emplazamiento de las estaciones ferroviarias.
En Estados Unidos, doy las gracias a Patty Gram por ayudarme en todo lo referente a Inglaterra; a Julie Mayer, por leer otro borrador; a Ira Toibin, por supervisar el proceso, respetando el esfuerzo, sin abandonar en ningún momento su papel de marido y amigo; a Kate Miciak, por aportar aliento editorial, sabiduría y entusiasmo; y a Deborah Schneider, por no abandonarme en ningún momento. Esta obra es para ti, Deborah, con amor y amistad.
NOVIEMBRE
La lluvia
Capuchino: la solución de los tiempos modernos para ahuyentar momentáneamente la tristeza. Unas cucharadas de exprés, una nube de leche caliente, una pizca complementaria de chocolate en polvo, carente de sabor por lo general, y de repente, se suponía que la vida volvía a su orden habitual. Qué tontería.
Deborah St. James suspiró. Cogió la nota, que la camarera había dejado subrepticiamente sobre la mesa al pasar.
– Santo Dios -susurró, y contempló, consternada e irritada al mismo tiempo, la cantidad que debía pagar. Podría haber entrado en el pub de la manzana anterior y haber escuchado la voz interior que decía: «¿A qué vienen estas mamarrachadas, Deb? ¿Vamos a tomar una Guinness en algún sitio?», pero en cambio se había desviado hacia Upstairs, la elegante cafetería -mármol, vidrio y cromo- del hotel Savoy, donde los que dejaban de lado el agua pagaban caro el privilegio. Como acababa de descubrir.
Había acudido al Savoy para enseñar su carpeta a Richie Rica, un productor de la nueva hornada contratado por una empresa de espectáculos recién formada que se llamaba L. A. Sound-Machine. Había viajado a Londres durante unos breves siete días para seleccionar al fotógrafo que plasmaría para la posteridad el aspecto de Dead Meat, una banda de cinco miembros formada en Leeds, cuyo nuevo álbum se encargaba Rica de tutelar desde la creación a la conclusión. Informó a Deborah de que era el «noveno puñetero fotógrafo» cuya obra examinaba. Por lo visto, su paciencia se estaba agotando.
Por desgracia, su entrevista no dio fruto. Rica, sentado a horcajadas sobre una delicada silla dorada, examinó su carpeta con el interés y la velocidad aproximados de un hombre que reparte cartas en un casino. Una tras otra, las fotografías de Deborah fueron a parar al suelo. Las vio caer: su marido, su padre, su cuñada, sus amigos, la miríada de conocidos que su matrimonio había aportado, ninguno de los cuales era Bowie, Sting o George Michael. Solo había conseguido la entrevista gracias a la recomendación de un amigo fotógrafo, cuyo trabajo tampoco había complacido al norteamericano. Y, a juzgar por la expresión de Rica, no iba a salir mejor librada que los demás.
Lo cual no la preocupaba tanto como ver acumularse sobre el suelo, bajo la silla de Rica, el blanco y negro lustroso de sus fotografías. Entre ellas distinguió el rostro sombrío de su marido, y tuvo la impresión de que sus ojos -de un tono gris azulado, a la greña con su cabello negro como el azabache- la estaban mirando fijamente. Esta no es manera de escapar, le decían.
Nunca quería creer en las palabras de Simon cuando más razón tenía. Era la principal dificultad de su matrimonio: su rechazo a primar la razón sobre los sentimientos y oponer dura resistencia al frío análisis de los hechos que realizaba Simon. Decía, maldita sea, Simon, no me digas qué he de sentir, tú no sabes lo que siento… Y lloraba más amargamente cuando sabía que él tenía razón.
Como ahora, cuando Simon se encontraba en Cambridge, a ochenta kilómetros de distancia, estudiando un cadáver y una serie de radiografías, para decidir con su habitual agudeza desapasionada y clínica el objeto utilizado para golpear a la chica en el rostro.
De modo que, cuando Richie Rica dijo, como único comentario a su obra, con un suspiro de agonía por la monumental pérdida de su tiempo: «De acuerdo, tiene talento, pero ¿quiere que le diga la verdad? Estas fotos no venderían mierda ni aunque estuviera recubierta de oro», no se ofendió tanto como esperaba. Solo cuando el hombre movió la silla antes de levantarse, notó Deborah un principio de irritación, porque la silla había surcado la alfombra de fotos recién creada, y una de las patas había perforado el rostro arrugado del padre de Deborah, hundido su mejilla y provocado una fisura desde el mentón a la nariz.
De hecho, no fue el daño causado a la fotografía lo que enrojeció su cara, sino las palabras de Rica.
– Oh, coño, lo siento. Podrá hacer otra copia del viejo, ¿no?
Y por eso Deborah se arrodilló, y logró que sus manos no temblaran mediante el expediente de apoyarlas con fuerza sobre el suelo. Recogió las fotos, las devolvió a la carpeta, ató las cintas y levantó la vista.
– Usted no parece un gusano. ¿Por qué se comporta como si lo fuera? -dijo.
Motivo principal, dejando aparte el relativo mérito de sus fotografías, de que no obtuviera el trabajo.
«Fue sin querer, Deb», habría dicho su padre. Era cierto, por supuesto. Muchas cosas en la vida sucedían sin querer.
Cogió el bolso, la carpeta y el paraguas, y se encaminó hacia la majestuosa entrada del hotel. Tras dejar atrás una fila de taxis, salió a la acera. La lluvia de la mañana había cesado de momento, pero el viento era fuerte, uno de aquellos iracundos vientos de Londres que soplaba del sureste, ganaba velocidad sobre la superficie del mar y azotaba las calles, tirando de las ropas y los paraguas. Combinado con el rugido del tráfico, daba lugar a un aullido restallante que recorría el Strand. Deborah escudriñó el cielo. Nubes grises se apelotonaban. Dentro de pocos minutos volvería a llover.
Pensó en dar un paseo antes de volver a casa. No estaba lejos del río, y una caminata por el malecón se le antojó una perspectiva más agradable que encerrarse en una casa a la que el tiempo y los ecos de su última discusión con Simon dotaban de un ambiente tenebroso. Sin embargo, se lo pensó mejor cuando el viento hirió sus ojos y percibió en el aire el olor de la lluvia inminente. La casual aparición de un autobús de la línea once le indicó lo que debía hacer.
Corrió hacia la cola. Un momento después, se encontraba embutida entre la multitud que llenaba el autobús. No obstante, al cabo de dos manzanas, un paseo por el malecón, en mitad de un huracán enfurecido, se le antojó mucho más atractivo que los apretujones del autobús. Claustrofobia, un paraguas hundido en el dedo pequeño de su pie por un guardia jurado vestido con traje de agua, alejado varios kilómetros de su territorio, y el penetrante olor a ajo que parecía emanar por todos los poros de una mujer menuda, con aspecto de abuela, muy cercana a Deborah, fue más que suficiente para convencerla de que el día prometía horrores sin cuento.