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– He ido a la mansión.

Golpeó la pipa contra la lápida de Annie; briznas de tabaco quemado cayeron como virutas de ébano sobre la piel helada de la tumba. A juzgar por sus siguientes palabras, Brendan comprendió al instante lo inapropiado de su comportamiento.

– Oh, maldita sea. Lo siento. -Se agachó y apartó el tabaco con la mano. Se enderezó, guardó la pipa en el bolsillo y removió los pies-. Volvía al pueblo por el sendero peatonal. Vi a alguien en el cementerio y… -Bajó la cabeza, como si examinara sus botas negras, apenas visibles-. Esperaba que fueras tú, Polly.

– ¿Cómo está tu mujer? -preguntó ella.

Brendan alzó la cabeza.

– Han surgido nuevos contratiempos en la renovación de la casa. Un grifo de la bañera ha saltado. Una alfombra se estropeó. Rebecca está hecha una furia.

– Muy comprensible, ¿no? Quiere un hogar propio. No debe de ser fácil vivir con papá y mamá, sobre todo ahora que espera un niño.

– No. No es fácil. Para nadie, Polly.

La joven apartó la vista al percibir la urgencia de su tono, y miró hacia Cotes Hall donde, desde hacía cuatro meses, un equipo de decoradores y artesanos se dedicaban a remozar el edificio victoriano, abandonado desde hacía mucho tiempo, con el fin de dejarlo a punto para Brendan y su mujer.

– No sé por qué no contrata a un vigilante nocturno.

– Dice que por nada del mundo contratará a un vigilante. Ya tiene a la señora Spence. Le paga para que esté allí, y eso es más que suficiente, afirma.

– ¿Y…? -Se esforzó en pronunciar el nombre sin delatar nada-. ¿La señora Spence nunca ha oído que alguien entrara?

– Desde su casa, no. Dice que está demasiado lejos de la mansión. Cuando hace la ronda, nunca ve a nadie.

– Ah.

Permanecieron en silencio. Brendan removió los pies. La tierra helada crujió bajo su peso. Una ráfaga de viento nocturno sopló entre las ramas del castaño y agitó el pelo de Polly que la bufanda no lograba sujetar.

– Polly.

Captó el tono apremiante de su voz, como una súplica. Ya lo había visto en su rostro cuando pedía permiso para sentarse a su mesa del pub, y hacía acto de aparición como si intuyera sus movimientos, cada vez que Polly entraba en Crofters Inn para tomar una copa. Ahora, como en aquellas ocasiones, sintió un nudo en el estómago y frío en sus miembros.

Sabía lo que él deseaba, lo mismo que todo el mundo: escapar, algún secreto al que aferrarse, algún sueño formado a medias: ¿Qué más le daba si ella salía perjudicada? ¿En qué libro de contabilidad se reflejaba el precio exacto que costaba herir un alma?

Estás casado, Brendan, quiso decir en un tono que combinara paciencia y compasión. Aunque te amara, que no es el caso, como bien sabes, tienes mujer. Vete a casa con ella. Métete en la cama y haz el amor a Rebecca. Tuviste suficientes ganas como para hacerlo en otro tiempo.

Pero arrastraba la maldición de ser una mujer poco propensa al rechazo o la crueldad.

– Me voy, Brendan -se limitó a decir-. Mi mamá me está esperando para cenar.

Volvió sobre sus pasos.

Oyó que él la seguía.

– Te acompañaré -dijo Brendan-. No deberías andar sola por aquí.

– Está demasiado lejos. Además, ibas en dirección contraria.

– Por el sendero -replicó, con tal seguridad que su respuesta parecía ser el summum de la lógica-. A través del prado. Saltando los muros. No vine por la carretera. -Adaptó su paso al de ella-. Tengo una linterna -añadió, y la sacó del bolsillo-. No deberías caminar de noche sin una linterna.

– Solo son dos kilómetros, Brendan. No hay peligro.

– Por si acaso.

Polly suspiró. Quería explicarle que no podía caminar con ella por la oscuridad. Les vería gente. Malinterpretaría la situación.

Pero sabía por adelantado cuál sería su respuesta. Pensarán que vuelvo a casa, diría. Cada día salgo a pasear.

Qué inocente era. Qué poco sabía de la vida en los pueblos. Qué poco importaría a cualquiera que les viera el hecho de que Polly y su madre habían vivido veinte años en la casa provista de gabletes que se encontraba situada en la boca del camino que conducía a Cotes Hall. Nadie se detendría a pensar en ello, o a pensar que Brendan estaba verificando la marcha de los trabajos en la mansión, con vistas a mudarse con su mujer. «Cita nocturna», sería la descripción de los lugareños. Rebecca se enteraría. Armaría un escándalo.

Claro que Brendan ya estaba pagando caro su error. Polly no albergaba la menor duda. Había visto lo bastante a Rebecca Townley-Young durante su vida para saber que casarse con ella, aun en las mejores condiciones, sería muy poco gratificante.

Por lo tanto, entre otras cosas, sentía pena por Brendan, y por eso le permitía sentarse con ella en el Crofters Inn por las noches, y por eso ahora continuaba caminando por la cuneta, la vista clavada en la brillante luz que proyectaba la linterna de Brendan. No intentó entablar conversación. Tenía una idea bastante aproximada de cómo acabaría cualquier conversación con Brendan Power.

Resbaló en una piedra, medio kilómetro más adelante, y Brendan la cogió por el brazo.

– Cuidado -la previno.

Notó la presión de sus dedos contra el seno. A cada paso que daba, los dedos subían y bajaban, como la parodia de una caricia.

Se encogió de hombros, con la esperanza de soltarse. Brendan afianzó su presa.

– Era una Craigie Stockwell -dijo Brendan con timidez, para romper el incómodo silencio.

Polly arrugó el entrecejo.

– Craigie ¿qué?

– La alfombra de la mansión. Una Craigie Stockwell. De Londres. Está hecha un asco. El desagüe de la pila estaba obturado con un trapo. Desde el viernes por la noche, diría yo. Parecía que hubiera manado agua durante todo el fin de semana.

– ¿Y nadie se dio cuenta?

– Habíamos ido a Manchester.

– ¿No vigila nadie cuando van los obreros, para comprobar que todo esté en orden?

– ¿Te refieres a la señora Spence? -Brendan meneó la cabeza-. Se limita a comprobar las puertas y ventanas.

– Pero ¿no debería…?

– No es un guardia de seguridad, e imagino que estar sola la pone nerviosa. Sin un hombre, quiero decir. Es un lugar solitario.

Sin embargo, Polly sabía que había ahuyentado a unos intrusos, al menos en una ocasión. Había oído el disparo. Y luego, unos minutos después, los pasos frenéticos de dos o tres personas que corrían sin dejar de gritar, y luego el rugido de una moto. La noticia se esparció por el pueblo. Con Juliet Spence no se jugaba.

Polly se estremeció. Se había levantado viento. Soplaba en ráfagas breves y gélidas que atravesaban el desnudo seto de espinos que bordeaba la carretera. Albergaba la promesa de un amanecer aún más abundante en escarcha.

– Tienes frío -dijo Brendan.

– No.

– Estás temblando, Polly. Ven. -La rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí-. Así está mejor, ¿eh? -Polly no contestó-. Caminamos juntos al mismo paso, ¿verdad? ¿Te has dado cuenta? Si me rodeas la cintura con el brazo, aún andaremos mejor.

– Brendan.

– Esta semana no has ido al pub. ¿Por qué?

Guardó silencio. Removió los hombros. Brendan no la soltó.

– Polly, ¿has estado en Cotes Fell?

La joven notó frío en las mejillas. Se deslizó como tentáculos cuello abajo. Ah, pensó, ya ha sucedido. Porque él la había visto en aquel lugar una noche del otoño pasado. Había oído su petición. Sabía lo peor.

Brendan prosiguió en tono desenvuelto.

– Creo que cada día me gusta más ir a pasear por la montaña. He subido al embalse tres veces… He dado un largo paseo por el canal de Bowland, y otro cerca de Claughton, en Beacon Fell. El aire es puro. ¿Te fijaste, al llegar a la cumbre? Bueno, supongo que estás demasiado ocupada para hacer excursiones.

Ahora lo dirá, pensó ella. Ahora anunciará el precio que he de pagar por su silencio.