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Lynley exhibió su tarjeta.

– DIC de Scotland Yard.

La joven se estaba abotonando un impermeable verde, y aunque procedió con más lentitud cuando Lynley se identificó, no se detuvo.

– ¿Policía, pues?

– Sí.

– No tengo nada en absoluto que decirles. Se ajustó el bolso sobre el brazo.

– Seré breve -dijo Lynley-. Y me temo que es importante.

La otra peluquera se había apartado de su dienta.

– Sheel, ¿quieres que llame a Harold? -preguntó, algo alarmada.

Sheelah no le hizo caso.

– Importante ¿para quién? ¿Se ha metido en un lío alguno de mis chicos? Hoy les he dejado en casa, si se supone que es un crimen. Todos se han resfriado. ¿Han hecho alguna barrabasada?

– No que yo sepa.

– Siempre están jugando con el teléfono. Gino llamó el mes pasado al 999 y gritó ¡fuego! Recibió una azotaina, pero es muy terco, como su padre. No me extrañaría que lo volviera a hacer.

– No he venido por sus hijos, señora Yanapapoulis, aunque Philip me dijo dónde podría encontrarla.

La mujer se ató las botas alrededor de los tobillos. Se enderezó con un gruñido y hundió los puños en la región lumbar. En aquella postura, Lynley se fijó en un detalle nuevo. Estaba embarazada.

– ¿Podemos hablar en algún sitio? -preguntó.

– ¿Sobre qué?

– Sobre un hombre llamado Robin Sage.

Las manos de Sheelah volaron hacia su estómago.

– Usted le conoce -siguió Lynley.

– ¿Y qué?

– Sheel, voy a llamar a Harold -dijo Stace-. No le hará gracia que hables con polis, ya lo sabes.

– Si se va a casa, la llevaré en coche -dijo Lynley-. Hablaremos por el camino.

– Escuche: soy una buena madre. Nadie dice lo contrario. Pregunte a quien quiera. Pregunte a Stace.

– Es una santa -informó Stace-. ¿Cuántas veces ha ido descalza para comprar las bambas que querían? ¿Cuántas veces, Sheel? ¿Cuándo fue la última vez que comiste fuera? ¿Quién plancha, si no tú? ¿Cuántos vestidos nuevos te compraste el año pasado?

Stace exhaló un suspiro. Lynley aprovechó el momento.

– Estoy investigando un asesinato -dijo.

La única cliente del local bajó la revista. Stace apretó el frasco contra su pecho. Sheelah miró a Lynley como si sopesara sus palabras.

– ¿De quién? -preguntó.

– De él. De Robin Sage.

Las facciones de Sheelah se suavizaron y abandonó sus aires bravucones. Respiró hondo.

– Bien, vivo en Lambeth y mis hijos me están esperando. Si quiere hablar, lo haremos allí.

– Tengo el coche fuera -dijo Lynley.

– ¡Voy a llamar a Harold! -gritó Stace cuando salían.

Cayó un nuevo chaparrón en cuanto Lynley cerró la puerta. Abrió el paraguas, y aunque era bastante grande para los dos, Sheelah guardó las distancias mediante el expediente de abrir uno plegable, que sacó del bolsillo del impermeable. Guardó silencio hasta que el coche se puso en marcha, hacia Clapham Road y Lambeth.

– Menudo cacharro, señor -dijo-. Espero que lleve alarma, de lo contrario le aseguro que no quedará ni un tornillo cuando salga de mi piso. -Acarició el asiento de piel-. A mis chicos les gustaría.

– ¿Tiene tres hijos?

– Cinco.

Se subió el cuello del impermeable y miró por la ventana.

Lynley la miró de reojo. Su actitud era arrabalera y sus preocupaciones adultas, pero no parecía tan mayor como para tener cinco hijos. Aún no habría cumplido los treinta.

– Cinco -repitió-. Deben darle mucho trabajo.

– Gire a la izquierda por South Lambeth Road.

Fueron en dirección al Albert Enbankment, y cuando toparon con una retención cerca de la estación de Vauxhall, ella le guió por un laberinto de calles, que al final les condujeron hasta el bloque en que Sheelah y su familia vivían. Veinte pisos de altura, acero y hormigón, sin el menor adorno y rodeado por más acero y hormigón. Sus colores dominantes eran un metálico oxidado y un beige amarillento.

El ascensor olía a pañales mojados. La pared posterior estaba cubierta por anuncios de asambleas comunitarias, organizaciones para la detección del crimen, y temas de ardiente actualidad, desde la violación al sida. Las paredes laterales consistían en espejos rotos. Las puertas se habían reducido a un amasijo de grafiti ilegibles, en medio del cual se destacaban las palabras «Héctor chupa pollas», en brillantes letras rojas.

Sheelah dedicó la ascensión a sacudir el paraguas, plegarlo, guardarlo en el bolsillo, quitarse la bufanda y ahuecarse el cabello, estirándolo hacia delante desde el centro. Formó una especie de cresta inclinada, desafiando a las leyes de la gravedad.

– Por aquí -dijo Sheelah, cuando las puertas del ascensor se abrieron.

Le guió hacia la parte posterior del edificio por un angosto pasillo, flanqueado por puertas numeradas. Detrás de estas se oía música, televisores y voces.

– ¡Suéltame, Billy! -gritó una mujer.

Chillidos de niños se oían en el piso de Sheelah.

– ¡No, no! ¡No puedes obligarme!

Retumbó el sonido de un tambor, golpeado por alguien de talento solo moderado. Sheelah abrió la puerta.

– ¿Cuál de mis chicos va a dar un beso a mamá? -gritó.

Al instante, tres de sus hijos la rodearon, todos pequeños y ansiosos por corresponder. Cada uno gritaba más fuerte que el otro. Su conversación consistió en:

– Philip dice que hemos de ser obedientes pero no lo somos, ¿verdad?

– ¡Obligó a Linus a tomar caldo de pollo para desayunar!

– Hermes ha cogido mis calcetines y no se los quiere quitar, y Philip dice…

– ¿Dónde está, Gino? -preguntó Sheelah-. ¡Philip! Ven a dar a tu mamá lo que se merece.

Un esbelto muchacho de piel color arce de unos doce años se asomó a la puerta de la cocina con una cuchara de madera en una mano y una olla en la otra.

– Estoy haciendo puré -explicó-. Las patatas están hirviendo. Las estoy vigilando.

– Ven a dar un beso a mamá.

– Ven tú.

– No, ven tú.

Sheelah señaló su mejilla. Philip se acercó y cumplió su deber. Le dio una palmada suave y le agarró el cabello, donde el pick que utilizaba para peinarse se erguía como una toca de plástico. Se lo quitó.

– Deja de actuar como tu papá. Eso me pone a parir, Philip. -Lo guardó en el bolsillo posterior de los tejanos de Philip y le dio una palmada en el trasero-. Estos son mis chicos -dijo a Lynley-. Mis chicos superespeciales. Y este señor es un policía, de modo que id con cuidado, ¿vale?

Los chicos contemplaron a Lynley. Este hizo lo posible por no devolverles la mirada. Recordaban más a una delegación de las Naciones Unidas que a los miembros de una familia, y era evidente que las palabras «tu papá» poseían un significado diferente para cada niño.

Sheelah los fue presentado, con un pellizco aquí, un beso allí, un mordisco en el cuello, una ruidosa pedorreta en la mejilla. Philip, Gino, Hermes, Linus.

– Mi angelito, Linus -dijo-. El de las anginas que me han dado la noche.

– Y Peamut -dijo Linus, palmeando ruidosamente el estómago de su madre.

– Exacto. ¿Cuántos hace este, cariño?

Linus alzó una mano con los dedos extendidos, sonriente, mientras los mocos manaban a chorro de su nariz.

– ¿Cuántos son? -preguntó su madre.

– Cinco.

– Un encanto. -Le pellizcó el estómago-. Y tú, ¿cuántos años tienes?

– ¡Cinco!

– Exacto. -Se quitó el impermeable y lo dio a Gino-. Traslademos esta pandilla a la cocina. Si Philip está haciendo puré, quiero ver las salchichas. Hermes, deja ese tambor y ayuda a Linus a sonarse. ¡No utilices los faldones de la camisa para hacerlo, joder!

Los chicos la siguieron a la cocina, una de las cuatro habitaciones que daban a la sala de estar, junto con dos dormitorios y un cuarto de baño abarrotado de camiones de plástico, pelotas, dos bicicletas y un montón de ropa sucia. Lynley vio que los dormitorios daban al bloque contiguo, y los muebles impedían cualquier movimiento en ambos: dos conjuntos de literas en una habitación, una cama de matrimonio y una cuna en la otra.