Выбрать главу

– ¿Ha llamado Harold esta mañana? -preguntó Sheelah a Philip, cuando Lynley entró en la cocina.

– No. -Philip frotó la mesa de la cocina con un paño decididamente gris-. Has de cortar con ese tío, mamá. Es un mal rollo.

La mujer encendió un cigarrillo y, sin aspirar el humo, lo dejó en el cenicero y se inclinó sobre el humo para inhalar.

– No puedo hacerlo, cariño. Peamut necesita a su papá.

– Ya. Bueno, fumar no es bueno para ella, ¿verdad?

– No estoy fumando. ¿Me has visto fumar? ¿Has visto un cigarrillo colgando de mi boca?

– Es igual de malo. Lo estás respirando, ¿no? Respirarlo es malo. Podríamos morirnos todos de cáncer.

– Crees que lo sabes todo, pero…

– Como mi papá.

Sheelah sacó una sartén de una alacena y se acercó a la nevera, de la que colgaban dos listas pegadas con celo amarillo. Una llevaba escrito en la parte superior normas, y la otra tareas. Alguien había garrapateado en diagonal sobre ambas: ¡Que te den por el culo, mamá! Sheelah arrancó las listas y se volvió hacia los chicos. Philip estaba frente a los fogones, vigilando las patatas. Gino y Hermes gateaban alrededor de las patas de la mesa. Linus hundió la mano en una caja de cereales que estaba tirada en el suelo.

– ¿Quién de vosotros ha sido? -preguntó Sheelah-. Vamos, quiero saberlo. ¿Quién ha sido el cabrón?

Se hizo el silencio. Los niños miraron a Lynley, como si hubiera venido para detenerles por el delito.

Sheelah arrugó los papeles y los tiró sobre la mesa.

– ¿Cuál es la norma número uno? ¿Cuál ha sido siempre la norma número uno? ¿Gino?

El niño escondió las manos detrás de la espalda, como temeroso de recibir un palmetazo.

– Respetar la propiedad -contestó.

– ¿Y de quién era esa propiedad? ¿Sobre qué propiedad decidiste escribir?

– ¡Yo no he sido!

– ¿No? No me vengas con monsergas. ¿Quién causa problemas, sino tú? Llévate estas listas al dormitorio y cópialas diez veces.

– Pero mamá…

– No habrá salchichas y puré hasta que lo hagas. ¿Entendido?

– Yo no…

Sheelah le cogió por el brazo y le empujó en dirección al dormitorio.

– No quiero verte hasta que las listas estén terminadas.

Los demás niños intercambiaron miradas de astucia cuando Gino desapareció. Sheelah se acercó a la encimera y aspiró más humo.

– No he superado el mono -dijo a Lynley, refiriéndose al cigarrillo-. Pude con otras cosas, pero esta no.

– Yo también fumaba -dijo Lynley.

– ¿Sí? Entonces, ya me comprende. -Sacó las salchichas de la nevera y las puso en la sartén. Encendió el fuego, acarició el cuello de Philip y le besó ruidosamente en la sien-. Jesús, eres un tío guapísimo, ¿sabes? Dentro de cinco años, las chicas se volverán locas por ti. Tendrás que ahuyentarlas como si fueran moscas.

Philip sonrió y se soltó del abrazo.

– ¡Mamá!

– Sí, te encantará esto cuando seas un poco mayor, pero…

– Como a mi papá.

Sheelah le pellizcó el trasero.

– Cabronazo. -Se volvió hacia la mesa-. Hermes, vigila esas salchichas. Acerca la silla. Linus, pon la mesa. He de hablar con este caballero.

– Quiero cereales -dijo Linus.

– Para comer, no.

– ¡Quiero cereales!

– Te he dicho que para comer no. -Cogió la caja y la tiró dentro de un aparador. Linus empezó a llorar-. ¡Para! Es por culpa de su papá -explicó a Lynley-. Esos malditos griegos. Maleducan a sus hijos. Son peores que los italianos. Salgamos de aquí.

Se llevó el cigarrillo a la sala de estar y se detuvo junto a la tabla de planchar para enrollar un cable raído alrededor de la plancha. Apartó de un puntapié una enorme cesta de colada, y algunas prendas cayeron al suelo.

– Es estupendo sentarse.

Suspiró cuando se hundió en el sofá. Los almohadones tenían cobertores rosas. El color verde original asomaba por los agujeros de quemaduras. Detrás de ella, la pared estaba decorada con un gran collage de fotografías. La mayoría eran instantáneas. Se extendían en forma de estrella a partir de un retrato de estudio profesional situado en el centro. Aunque aparecían algunos adultos en todas salía un niño, como mínimo. Hasta las fotografías de la boda de Sheelah -al lado de un hombre moreno, con gafas de montura metálica y un visible hueco entre los dientes delanteros- plasmaban a dos de sus hijos, un Philip mucho más pequeño, vestido de acompañante de honor, y Gino, que no tendría más de dos años.

– ¿Es obra suya? -preguntó Lynley, y movió la cabeza en dirección al collage, mientras la mujer torció el cuello para mirarlo.

– ¿Quiere decir si lo he hecho yo? Sí. Los chicos me ayudaron, pero casi todo lo hice yo. ¡Gino! -Se inclinó hacia delante en el sofá-. Vuelve a la cocina y come.

– Pero las listas…

– Haz lo que te digo. Ayuda a tus hermanos y cierra el pico.

Gino se encaminó a la cocina, dirigió una mirada cautelosa a su madre y agachó la cabeza. Los ruidos de la cocina disminuyeron de intensidad.

Sheelah tiró la ceniza del cigarrillo y lo sostuvo bajo la nariz unos momentos. Después, volvió a dejarlo en el cenicero.

– Vio a Robin Sage en diciembre, ¿verdad? -dijo Lynley.

– Justo antes de Navidad. Vino a la peluquería, como usted. Pensé que quería cortarse el pelo, le habría ido bien un estilo nuevo, pero quería hablar. Allí no, aquí. Como usted.

– ¿Le dijo que era un sacerdote anglicano?

– Iba con el uniforme de cura, o como se llame, pero pensé que sería un disfraz. Sería muy propio de Servicios Sociales enviar a alguien para que husmeara vestido de sacerdote, a la caza de pecadores. Estoy hasta el gorro de esa gente, se lo digo en serio. Vienen dos veces al mes, como mínimo, acechando como buitres por si golpeo a uno de mis chicos y así poder llevárselo y meterlo en lo que ellos llaman un hogar adecuado. -Lanzó una amarga carcajada-. Pueden esperar sentados. Jodidos mamones.

– ¿Por qué pensó que le enviaba Servicios Sociales? ¿Hizo alguna referencia? ¿Le enseñó una tarjeta?

– Fue por su forma de actuar en cuanto entró en casa. Dijo que quería hablar sobre aspectos religiosos, por ejemplo, ¿dónde enviaba a mis hijos para que aprendieran las enseñanzas de Jesús?, ¿íbamos a la iglesia y dónde? Se pasó todo el rato escudriñando el piso, como si estuviera calculando si sería apropiado para Peamut cuando naciera. Quería hablar sobre lo que es ser madre, si quería a mis hijos, si les enseñaba religión, cómo les enseñaba y qué clase de disciplina les imponía. La mierda típica de los asistentes sociales. -Encendió la lámpara. Una bufanda púrpura cubría de cualquier manera la pantalla. Cuando la bombilla se encendió, aparecieron manchones de cola que imitaban la forma del continente americano bajo la tela-. Pensé que iba a ser mi nuevo asistente social, y que no era una forma muy inteligente de hacérmelo saber.

– Pero él nunca le dijo eso.

– Se limitaba a mirarme como siempre hacen ellos, con la cara arrugada y las cejas fruncidas. -Imitó bastante bien la expresión de falsa conmiseración. Lynley intentó reprimir una sonrisa, pero fracasó. La mujer asintió-. Me han venido a importunar muchos desde que tuve mi primer hijo, señor. Nunca ayudan y nunca cambian nada. No creen que intentas esforzarte al máximo, y si algo pasa, te culpan enseguida. Los odio a todos. Por su culpa perdí a mi Tracey Joan.

– ¿Tracey Jones?

– Tracey Joan. Tracey Joan Cotton.

Cambió de postura y señaló la foto de estudio que ocupaba el centro del collage. En ella, una niña risueña vestida de rosa abrazaba un elefante gris de peluche. Sheelah tocó con los dedos la cara de la niña.