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– Dilo. Has de decirlo alguna vez. Podría ser ahora.

– Te esperaré. Siempre. Cuando todo haya acabado. Ya lo sabes.

Poco a poco, con sumo cuidado, Lynley colgó el teléfono.

La obra de Nemesis

27

– ¿La estaba buscando, Tommy? -preguntó Deborah-. ¿Piensas que nunca creyó que se hubiera ahogado? ¿Por eso se trasladaba de parroquia en parroquia? ¿Por eso vino a Winslough?

St. James añadió otra cucharada de azúcar a su taza y contempló a su esposa con aire pensativo. Se había servido café, pero sin añadir nada. Daba vueltas entre sus manos a la pequeña jarra de crema. No levantó la vista mientras aguardaba la respuesta de Lynley. Era la primera vez que había hablado.

– Creo que fue pura coincidencia.

Lynley pinchó un trozo de buey. Había llegado a Crofters Inn cuando St. James y Deborah estaban terminando de cenar. Aunque aquella noche no tenían el comedor para ellos solos, las otras dos parejas que estaban saboreando el buey a la Wellington y el costillar de cordero se habían trasladado al salón para tomar café. Entre las apariciones de Josie Wragg en el comedor para servir uno u otro plato de carne a Lynley, este les había narrado la historia de Sheelah Cotton Yanapapoulis, Katherine Gitterman y Susanna Sage.

– Pensad en los hechos -prosiguió-. No iba a la iglesia; vivía en el norte cuando él vivía en el sur; no paraba de moverse de un lado a otro; elegía poblaciones aisladas. Cuando las poblaciones perdían parte de ese aislamiento, se limitaba a irse.

– Excepto esta última vez -apuntó St. James.

Lynley cogió su copa de vino.

– Sí. Es extraño que no se fuera al cabo de vivir dos años aquí.

– Quizá sea a causa de Maggie -dijo St. James-. Es una adolescente. Su novio vive aquí, y según lo que Josie explicó anoche con su habitual pasión por los detalles, es una relación bastante seria. Tal vez le resultara difícil, como a todo el mundo, alejarse de alguien a quien ama. Tal vez se negó a marchar.

– Una posibilidad muy razonable, pero el aislamiento era esencial para su madre.

Deborah levantó ta cabeza al oír aquellas palabras. Empezó a hablar, pero se contuvo.

Lynley continuó.

– Parece extraño que Juliet, o Susanna, como queráis, no interviniera para forzar la situación. Al fin y al cabo, su aislamiento en Cotes Hall debía terminar tarde o temprano. Cuando la renovación terminara, Brendan Power y su mujer… -Hizo una pausa y pinchó un trozo de patata-. Por supuesto.

– Ella era la que boicoteaba las obras de la mansión.

– Posiblemente. Una vez estuviera ocupada, aumentaban las posibilidades de que la vieran. No la gente del pueblo, que ya la había visto en alguna ocasión, sino los invitados. Y con un niño recién nacido, Brendan Power y su mujer habrían recibido invitados: familia, amigos, forasteros.

– Por no mencionar al vicario.

– No quería correr el riesgo.

– Aun así, debió saber el nombre del nuevo vicario mucho antes de que le viera. Es extraño que no se inventara alguna crisis para huir.

– Tal vez lo intentó, pero el vicario llegó a Winslough en otoño. Maggie ya había empezado el colegio. Si en verdad su madre había accedido a quedarse en el pueblo para complacer a Maggie, mucho le habría costado encontrar una excusa para marcharse.

Deborah soltó la jarrita de crema y la apartó.

– Tommy -dijo, con una voz tan controlada que sonó como estrangulada-, no entiendo cómo estás tan seguro. Quizá no era necesario que huyera -se apresuró a continuar, cuando Lynley la miró-. ¿Qué pruebas tienes de que Maggie no es su auténtica hija? Podría ser suya, ¿no?

– Es muy improbable, Deborah.

– Pero estás extrayendo conclusiones sin poseer todos los datos.

– ¿Qué más datos necesito?

– ¿Y si…? -Deborah cogió la cuchara y la aferró como si fuera a golpear la mesa para subrayar su frase. Después, la dejó caer-. Supongo que… -empezó con voz desmayada-. No sé.

– Yo diría que una radiografía de la pierna de Maggie demostraría que se rompió una vez, y la prueba del ADN confirmaría el resto -dijo Lynley.

En respuesta, Deborah se levantó.

– Sí. Bien, escuchad. Lo siento, pero estoy un poco cansada. Creo que subiré a la habitación. Yo… No, Simon, por favor, quédate. Tommy y tú tendréis muchas cosas de qué hablar. Buenas noches.

Salió de la sala antes de que pudieran contestar. Lynley la siguió con la mirada.

– ¿He dicho algo que no debía? -preguntó a St. James.

– No, para nada.

St. James contempló la puerta, pensando que Deborah volvería. Al cabo de unos momentos, se volvió hacia su amigo. Sus motivos para interrogar a Lynley eran dispares, pero Deborah había dado en el clavo, aunque no en el que quería.

– ¿Por qué no se defendió? -preguntó-. ¿Por qué no reclamó a Maggie como propia, el producto de una relación pasajera?

– Yo también me lo pregunté al principio. Parecía lo más lógico, pero Sage había conocido a Maggie antes, recuerda. Averiguó su edad, la misma que habría tenido su Joseph. Juliet no tuvo otra alternativa. Sabía que no podía ponerle una venda en los ojos, sino contarle toda la verdad y esperar lo mejor.

– ¿Le contó la verdad?

– Supongo. Al fin y al cabo, la verdad ya era bastante mala: adolescentes solteros con un bebé que ya había sufrido una fractura de cráneo y pierna. No me cabe duda de que se vio como la salvación de Maggie.

– Pudo serlo.

– Lo sé. Eso es lo más jodido. Pudo serlo. Imagino que Robin Sage también lo sabía. Había visitado a la Sheelah Yanapapoulis adulta. Imposible saber cómo habría sido la adolescente de quince años en posesión de un bebé. Pudo extraer conclusiones basadas en sus demás hijos: cómo eran, qué contaba la mujer sobre los niños y su educación, cómo actuaba con ellos, pero de ninguna manera podía saber qué habría sido de Maggie si hubiera crecido con Sheelah como madre en lugar de Juliet Spence. -Lynley se sirvió otra copa de vino y sonrió-. Me alegro de no estar en la misma situación que Sage. Su decisión fue agónica. La mía solo es desoladora. Y aun así, no va a desolarme.

– No es responsabilidad tuya -señaló St. James-. Se ha cometido un crimen.

– Y yo sirvo a la causa de la justicia. Ya lo sé, Simon, pero no me hace la menor gracia. -Bebió casi toda la copa, se sirvió más, volvió a beber. Dejó la copa sobre la mesa. El vino centelleó a la luz-. He intentado mantener mi mente alejada de Maggie todo el día. He intentado centrarme en el crimen. Sigo pensando que, si continúo examinando lo que Juliet hizo, hace tantos años y también en diciembre pasado, podría olvidar por qué lo hizo. Porque la explicación carece de importancia.

– Entonces, olvida el resto.

– Me lo he estado repitiendo como una letanía desde la una y media. El la telefoneó para comunicar su decisión. Ella protestó. Dijo que jamás renunciaría a Maggie. Le pidió que fuera aquella noche a su casa para hablar de la situación. Salió a buscar la cicuta. Desenterró un rizoma. Se lo dio para cenar. Le despidió. Sabía que iba a morir. Sabía cómo iba a morir.

St. James añadió el resto.

– Tomó un purgante para enfermar. Después, telefoneó al agente y le implicó.

– Entonces, ¿cómo puedo perdonarla, en nombre de Dios? Asesinó a un hombre. ¿Por qué he de pasar por alto el hecho de que es una asesina?

– Por Maggie. En una época de su vida, fue una víctima, y está a punto de convertirse en otra clase de víctima. Esta vez, a tus manos.

Lynley no dijo nada. En el pub, la voz de un hombre se alzó unos breves momentos. Siguió un rumor de conversaciones.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó St. James.

Lynley estrujó su servilleta de hilo.

– He pedido a Clitheroe que envíen a una mujer policía.

– Para Maggie.

– Tendrá que hacerse cargo de la hija cuando detengamos a la madre. -Consultó su reloj-. No estaba de servicio cuando pasé por la comisaría. La fueron a buscar. Se encontrará conmigo en casa de Shepherd.