Выбрать главу

– ¿Él aún no lo sabe?

– Ahora voy hacia allí.

– ¿Te acompaño? -Lynley miró hacia la puerta por donde Deborah había desaparecido-. No pasa nada.

– En ese caso, agradeceré tu compañía.

Aquella noche había más gente en el pub. Los congregados eran en su mayor parte granjeros que habían ido a pie, en tractor y en Land Rover para comentar a grito pelado el tiempo. El humo de sus cigarrillos y pipas flotaba como una masa espesa en el aire, mientras cada uno comentaba el efecto que la nevada incesante estaba obrando en las ovejas, las carreteras, sus mujeres y su trabajo. Gracias a un respiro entre mediodía y las seis de la tarde, aún no habían quedado bloqueados por la nieve, pero habían vuelto a caer pertinaces copos desde las seis y media, y daba la impresión de que los granjeros se estaban fortificando para un largo asedio.

No eran los únicos. Los adolescentes del pueblo se habían refugiado al fondo del pub, concentrados en las máquinas tragaperras y en observar el número habitual de Pam Rice con su novio, igual al que habían escenificado la noche en que los St. James llegaron a Winslough. Brendan Power estaba sentado cerca del fuego, y levantaba la vista esperanzado cada vez que se abría la puerta, con tenaz regularidad a medida que más lugareños entraban, sacudiéndose la nieve de la ropa y el cabello.

– Estamos esperando, Ben -gritó un hombre sobre el clamor de las voces.

Ben Wragg, enfrascado en sus espitas detrás de la barra, no podía estar más contento. Los clientes escaseaban en invierno. Si el tiempo empeoraba, la mitad de aquellos tipos se alojarían en el hostal.

St. James subió a buscar el abrigo y los guantes. Deborah estaba sentada en la cama, con todas las almohadas amontonadas bajo la espalda. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y las manos enlazadas sobre el regazo. No se había desnudado.

– Mentí-dijo, cuando St. James cerró la puerta-. Pero tú lo sabías, ¿verdad?

– Sabía que no estabas cansada, si te refieres a eso.

– ¿Estás enfadado?

– ¿Debería estarlo?

– No soy una buena esposa.

– ¿Porque no quisiste escuchar nada más sobre Juliet Spence? No me parece un buen método de medir tus lealtades.

Sacó el abrigo del ropero y se lo puso. Buscó los guantes en el bolsillo.

– Te vas con él, pues. Para concluir el caso.

– Me sentiré mejor si no lo hace solo. Yo le metí en esto, al fin y al cabo.

– Eres un buen amigo, Simon.

– Y él también.

– También eres un buen amigo para mí.

St. James se acercó a la cama y se sentó en el borde. Cerró la mano sobre sus puños. Los puños giraron, los dedos se abrieron. St. James notó que apretaba algo contra su palma. Vio que era una piedra, con dos anillos pintados sobre su brillante esmaltado rosa.

– La encontré sobre la tumba de Annie Shepherd -explicó Deborah-. Me recordó al matrimonio, los anillos y cómo están pintados. La llevo encima desde entonces. Pensé que me ayudaría a ser mejor para ti de lo que he sido.

– No tengo quejas, Deborah.

St. James cerró los dedos alrededor de la piedra y besó la frente de su mujer.

– Tú querías hablar, y yo no. Lo siento.

– Yo quería predicar, que es muy diferente de hablar. No te culpo por rechazar mis sermones. -Se levantó y se puso los guantes. Sacó la bufanda de la cómoda-. No sé cuánto tardaremos.

– Da igual. Esperaré.

Dejó la piedra sobre la mesita de noche cuando él salió.

Lynley le esperaba ante la puerta del pub, refugiado en el porche. Contemplaba la nieve que seguía cayendo en oleadas silenciosas, iluminada por las farolas de la calle y las luces de las casas adosadas que bordeaban la carretera de Clitheroe.

– Solo se ha casado una vez, Simon -dijo-. Con Yanapapoulis. -Se encaminaron al aparcamiento, donde había dejado el Range Rover alquilado en Manchester-. He intentado comprender cómo llegó a tomar Robin Sage su decisión, y se reduce a esto: Sheelah no es una mala persona, a fin de cuentas, quiere a sus hijos, y solo se ha casado una vez, pese a su estilo de vida anterior y posterior a ese matrimonio.

– ¿Qué le ocurrió?

– ¿A Yanapapoulis? Le dio Linus, su cuarto hijo, y luego se largó con un chico de veinte años recién llegado a Londres desde Delhi.

– ¿Portador de un mensaje del oráculo?

Lynley sonrió.

– Me atrevería a decir que eso es mejor que los dones.

– ¿Te contó ella el resto?

– De manera indirecta. Dijo que tenía debilidad por los extranjeros morenos: griegos, italianos, iraníes, paquistaníes, nigerianos. Dijo: «Basta con que chasqueen los dedos para quedarme embarazada. No entiendo cómo». Solo el padre de Maggie era inglés, dijo, y fíjese qué clase de tío era, señor inspector.

– ¿Crees la historia de las fracturas de Maggie?

– A estas alturas, ¿qué más da? Robin Sage la creyó. Por eso está muerto.

Subieron al Range Rover y, cuando el motor empezó a funcionar, Lynley dio marcha atrás. Pasaron a escasos centímetros de un tractor y se abrieron paso entre el laberinto de coches hasta la calle.

– Había decidido lo que era moral -observó St. James-. Apoyó la postura legal. ¿Qué habrías hecho tú, Tommy?

– Habría investigado la historia, como él.

– ¿Y cuándo averiguaras la historia?

Lynley suspiró y se desvió por la carretera de Clitheroe.

– Que Dios me ayude, Simon. No lo sé. No poseo la clase de certeza moral que Sage parecía abrigar. Para mí, en lo ocurrido, no hay negro ni blanco. Siempre franjas grises, pese a la ley y mis obligaciones para con ella.

– ¿Y si tuvieras que decidir?

– Entonces, supongo que todo se reduciría a crimen y castigo.

– ¿El crimen de Juliet Spence contra el de Sheelah Cotton?

– No. El crimen de Sheelah contra la niña: dejarla sola con su padre para que este tuviera la oportunidad de hacerle daño, dejarla sola en el coche de noche, solo cuatro meses después, para que alguien pudiera cogerla. Me preguntaría, supongo, si el castigo de perderla durante trece años, o para siempre, equivaldría o superaría a los crímenes cometidos contra ella.

– Y después, ¿qué? -dijo Lynley.

– Después, me iría a Getsemaní, para suplicar que fuera otro quien bebiera del cáliz. Lo mismo que hizo Sage, imagino.

Colin Shepherd la había visto a mediodía, pero ella no le dejó entrar en la casa. Maggie no se encontraba bien, dijo. Una fiebre persistente, escalofríos, dolor de estómago. Huir con Nick Ware y dormir en un cobertizo, aunque solo hubiera sido durante una parte de la noche, se había cobrado su tributo. Había tenido una segunda mala noche, pero ahora estaba durmiendo. Juliet no quería que nada la despertara.

Salió fuera para decírselo. Cerró la puerta detrás de ella y tembló de frío. Lo primero parecía un esfuerzo deliberado por impedirle la entrada. Lo segundo aparentaba ir destinado a que se marchara. Si la amaba, informaba su cuerpo tembloroso, no querría que se expusiera al frío para hablar con él.

Su lenguaje corporal era muy claro: los brazos cruzados con decisión, los dedos hundidos en las mangas de su camisa de franela, la postura rígida. Colin se dijo que era a causa del frío, y trató de buscar bajo sus palabras un mensaje implícito. Escrutó su rostro y la miró a los ojos. Leyó cortesía y distancia. Su hija la necesitaba. ¿No era un acto de egoísmo por su parte esperar que ella deseara ser apartada de aquella necesidad?

– Juliet, ¿cuándo podremos hablar? -dijo.

Juliet levantó la vista hacia el dormitorio de Maggie.

– Tengo que estar con ella. -contestó-. Tiene pesadillas. Te telefonearé más tarde, ¿de acuerdo?

Entró sin más en la casa y cerró la puerta sin hacer ruido. Colin oyó que la llave giraba en la cerradura.